Dulce introducción al caos.

Dulce introducción al caos.

Elena Jarrín

11/10/2014

Dulce introducción al caos.

Capítulo 1. Raúl

Sonó el telefonillo, rompiendo el silencio que se había creado después de mi llamada. Me hizo recordar que debía enfrentarme a lo que acababa de hacer. En ese mismo instante me arrepentía, aunque a la vez estaba excitada.

−¿Si? −pregunté.

−Soy Raúl.

−Sube.

Los siguientes tres minutos los pasé imaginando la visión que Raúl se iba haciendo de mí en su recorrido. Vería el portal de mármol, deduciría que dinero no me faltaba. Leería el buzón, en el que constaba mi nombre y el de Mario. ¿Se preguntaría por qué no estaba mi marido en casa? Subiría en el ascensor, con el inmenso espejo, que a diario sacaba a relucir todos mis defectos.

El timbre me hizo despertar de las suposiciones, pensé no abrir y volver a mi cuarto, donde veinticinco minutos antes, tumbada en la cama, había deseado tener un hombre haciéndome el amor, pero en este momento la idea me parecía espantosa. El timbre volvió a sonar. Abrí. Evalué rápidamente a la persona que tenía delante, unos treinta y ocho años, moreno, con el pelo algo rizado en las puntas, y ningún indicio de quedarse calvo en un futuro cercano. Ojos marrones. Vestía camisa Burberry, con una fina raya diplomática de diversos colores; le quedaba ceñida a la espalda y los hombros. No me pareció guapo; sí atractivo y morboso. Llevaba unos vaqueros azules que me hacían intuir un bonito cuerpo debajo. Por un momento me ruboricé pensando en el motivo de su visita.

−¿Puedo pasar? −preguntó. Su voz me sonó acorde a su físico. Era varonil pero sin llegar a ser demasiado grave.

−¡Oh! Sí, perdón. Pasa. Soy Ruth.

−Ruth, soy Raúl.

Cerré la puerta y le invité a entrar en casa. Mi piso era prácticamente diáfano; la cocina y el salón eran un mismo espacio, al igual que la parte que me servía de despacho. Estaba pintado de blanco, que con la luz que entraba por la cristalera, le daba amplitud. Había un rincón con sillones y una zona con la mesa de comedor. Allí permanecimos de pie un momento observándonos en silencio.

−¿Quieres tomar algo? −logré decir.

−Sí, por favor, ¿qué tienes?

−Vino, cerveza o coca cola.

−Una copa de vino estaría bien −me dijo mientras sonreía.

Miré sus dientes. Necesitaba que me causaran buena impresión, sino, no podría continuar. Por suerte recibí de Raúl una bonita sonrisa de dientes alineados. Me dirigí a la cocina, consciente de lo que pesaba el silencio dentro de mi propia casa. ¿Qué  estaba haciendo? Había llamado a Raúl esperando sexo fácil, pero ahora que estaba aquí me resultaba complicado hasta explicarme…

−Perdona Raúl, no sé muy bien qué hacer. Es la primera vez que… y lo cierto es que no sé si es buena idea.

−Tranquila, tomemos un vino y charlemos. Si no quieres que me quede me iré, pero por favor no te sientas violenta por mi presencia.

Llevé dos copas y un Martín Codax fresquito. Lo serví para los dos. No me quitaba de la cabeza la idea de estar cometiendo un error. No encontraba palabras para entablar una conversación con Raúl, y llevarle al dormitorio de sopetón no me permitiría estar cómoda. Aunque me sentía excitada con la idea de tenerle allí. Tomó las dos copas de la mesa y me tendió una. Al cogerla nos rozamos la mano. Noté su calor, y eso me excitó, me incomodé.

−No sé muy bien cómo hacer esto −dije.

Mi frase pareció más una súplica que una excusa por la extraña situación.

−Déjame hacer a mí. Tú, sólo dime que te apetece. Y disfruta.

Su seguridad derrumbaba la mía, y cada vez estaba más nerviosa; debí dar la impresión de una niña virgen en su primera relación sexual. ¿Que qué me apetece? Me apetece todo y nada, pensé.

−No sé si debo…

Antes de que acabara la frase, Raúl me mandó callar poniéndose un dedo en la boca.

−Shhhhh, creo que estás un poco nerviosa.

Puse cara de asombro, pero me quedé callada. Con el silencio dejé que se fueran los nervios de aquel  extraño encuentro. Miré a Raúl, su pelo ensortijado, sus ojos, sus manos grandes…trasmitía seguridad. Tomó un sorbo de vino con calma. Dejó la copa sobre la mesa. Se acercó a mi oído con cuidado, para no invadir el pequeño espacio vital que aún conservaba. Y me dijo en susurros:

−Ruth cuéntame qué estabas haciendo y qué pensabas cuando decidiste llamarme.

Como si la conversación hubiera bajado de volumen le contesté casi sin oírme a mí misma, pegada a su cuello.

−Había llegado a casa del trabajo después de un día muy complicado, me duché y aún mojada envuelta en el albornoz, me tumbé en la cama. Pensé que lo que necesitaría en ese momento para relajarme era estar con alguien… entonces cerré los ojos y empecé a rozarme el pecho…

Antes de que acabara la frase, Raúl me tocó los ojos para que los cerrara, su mano estaba caliente y el roce me hizo estremecer. Noté por primera vez su olor, era diferente. No olía a recién perfumado, pero sí a limpio. Me olía a gel de baño. Me gustó su olor.

−Continúa Ruth por favor. Cerraste los ojos y te ibas rozando lentamente, pensando que alguien lo estaba haciendo por ti.

Fue desabrochando mi blusa y pasaba muy lentas las manos por mi pecho. Parecía que estaba dibujando con sus dedos la forma de mi sujetador. Un sujetador de encaje negro  que empezaba a dejar ver como mis pezones podían excitarse con sólo un roce.

−Sí. −contesté tragando saliva.

−¿Y qué hiciste entonces?

−Bajé un poco más. Rocé mi ombligo, y dejé que mi mano descansara entre mis piernas, mientras éstas se abrían poco a poco, como esperando… −me callé, pensando que había sido demasiado atrevida en mi descripción.

Raúl, acabó de desabrochar mi camisa y con la boca recorrió lentamente mi ombligo mientras me tumbaba en el sillón. Antes de que pudiera decir nada más, su mano se coló debajo de mi falda; rozó primero con mucha suavidad y después con fuerza el interior de mis muslos. Hizo que separara las piernas en la medida justa para poder pasar los dedos. Recorría los dibujos del encaje de mi ropa interior con delicadeza, como si tuviera que aprender su trazo y necesitara repetirlos una y otra vez para ello. De mi braguita pasaba al sujetador y sus dedos dibujaban el contorno de mi pecho y la forma de mis pezones.

−¿Y entonces qué? −me susurró al oído, después de subir con la lengua desde el ombligo hasta el lóbulo de la oreja, rozando ligeramente mis pezones, que intentaban rasgar el sujetador al notar el calor de su boca cerca.

−Entonces se me ocurrió llamarte, y me vestí para esperar a que llegaras −dije con la voz entrecortada.

Raúl rió. Su risa sonaba natural y espontánea. Me hizo reír a mí. Todo el nerviosismo se había esfumado. Ahora estaba excitada y expectante. Le miré. Me pareció reconocer en sus ojos el brillo de la excitación también. Me fijé en su pantalón, estaba abultado pero no me atreví a tocar. En ese momento, no me apetecía tratar de complacer a nadie. Sólo disfrutar.

−¿Miras a ver si me excito? −me preguntó.

 La pregunta me cogió por sorpresa y me ruboricé. Mientras yo le había estado mirando, él me observaba a mí.

−Perdón. −conseguí articular.

−No tienes que pedir perdón. Pregúntame lo que quieras.

−Es… mmm…es que no sabía si yo te estaba excitando… Ya sabes, si disfrutabas o cómo decirlo…

−Yo soy un hombre, Ruth, y viendo una mujer como tú, me excito. Si además paso la mano por tu pecho y él responde a mis caricias, me excito más.

Y pasó suavemente las manos por mis pezones, demostrándome que reaccionaban de la manera que él esperaba.

−Y si al rozar tu ropa interior…la noto húmeda…

Noté su mano entre mis piernas, mi respiración empezó a entrecortarse de nuevo.

−¿Me permites que te quite la camisa? -me susurró; tan cerca esta vez que notaba su cuerpo caliente junto al mío. Su olor empezaba a embriagarme.

−Sí. −contesté.

Deslizó sus cálidas manos por mis hombros y la prenda desapareció. Colocó mi camisa en el respaldo de una de las sillas. Después, sin pedir permiso esta vez, me quitó también la falda y deslizó los dedos por mis piernas hasta llegar a mis zapatos; dejándolos caer al suelo. Con movimientos lentos dejó la falda sobre la camisa. Yo miraba perpleja como un desconocido estaba alterándome de aquella manera. Empezó a quitarse la camisa; una camisa que parecía a medida para sus hombros, brazos y espalda. Se giró hacia la silla y la dejó colocada encima de mi ropa. Llevaba un tatuaje que le cubría parte de la espalda, desde el hombro izquierdo hasta introducirse por debajo de su pantalón, no podía ver el final. Era un cuerpo de serpiente. Al venir hacia mí no pude evitar alargar las manos y tocar su pecho y su vientre. Definidos, pero no musculados. Sin vello. Formando una exquisita silueta de Adonis. La serpiente que venía de su hombro parecía introducirse en la piel a la altura del pezón izquierdo, donde se engrosaba y parecía entrar  en un túnel. Rocé su tatuaje desde el pecho hasta el hombro. Siempre había pensado que esta forma de marcarse el cuerpo me horrorizaría al verla de cerca, y por el contrario me quedé fascinada mirando como su piel se notaba diferente con la marca de la tinta. Raúl metió la mano en mi ropa interior que cada vez estaba más mojada, consiguiendo con total naturalidad que sus dedos se introdujeran en mí. No pude evitar una exclamación de placer. Su mano se movía despacio empapándose de mi excitación. Salió con el mismo cuidado que había entrado  y con ambas manos deslizó mi braguita hasta el suelo.

−¿Es así como lo habías imaginado? −dijo, acercándose de nuevo a mi cuello, recorriendo, mientras yo contestaba, la distancia hacia mi pecho.

−Parecido. Te imaginaba desnudo a ti también −contesté, esperando ver el final del tatuaje.

Volvió a reír.

−Tú no estás desnuda… Aún −dijo desabrochándome con cuidado el sujetador.

Después, dejó que su boca y su mano libre se recrearan con mis pechos, que empezaban a doler de la dureza que iban adquiriendo. Estaba desnuda tumbada en mi sofá con un desconocido recorriendo todos los recovecos de mi cuerpo y en lugar de sentirme incómoda no podía dejar de imaginar cómo sería que me penetrada. De repente Raúl paró.

−¿Qué pasa? −pregunté alarmada.

−¡Shhhhh! −dijo sacando los dedos de mi interior lentamente y soltando mi pecho.

Le miré mientras se levantaba del sillón. Por un momento me sentí desolada. Empezó a desnudarse, sin prisa, como recreándose en el espectáculo. Se quitó los zapatos, que llevaba impecables, los calcetines después y empezó a bajarse el pantalón, que apoyó cuidadosamente en el respaldo de la silla. Sus calzoncillos ajustados parecían querer estallar. Yo le miraba sin poder quitar ojo. Él, los fue bajando lentamente. Se giró para colocarlos junto al resto de la ropa. Mientras, yo buscaba el final de la serpiente, que al llegar a la altura del glúteo izquierdo acababa en una especie de uve que llegaba a la cadera. Era fascinante. Deseé tocarlo. Raúl iba depilado a la perfección y esto resaltaba su enorme tatuaje. No podía dejar de mirarle, imaginando que su sexo inflamado entrara en mí, mientras yo descubría cada rincón tintado de su piel.

−¿Me permites llevarte al dormitorio donde estarás más cómoda?

−Claro −dije con un hilo de voz.

−Indícame el camino por favor.

Obedecí a pies juntillas. Me levanté del sillón. Al pasar junto a él nuestros cuerpos se rozaron. Raúl me sujetó por los hombros y deslizó sus manos por mi cuerpo hasta acabar en mi cintura. Yo recorrí el camino marcado en su piel desde el pecho hasta el glúteo. Siguiendo la serpenteante línea dibujada. Sin parar de mirarnos, caminamos hasta el dormitorio. Una vez allí, encendí la luz. La lámpara de mi cuarto era una flor con pétalos rojos que daban un ambiente de lo más erótico a esas horas. Raúl sonrió al ver el efecto de la luz. Me tumbé en la cama. Se puso al lado. Por primera vez noté su sexo pegado a mi cuerpo. Caliente, duro. Deseé tocarlo.

−¿Estoy siendo muy brusco? −dijo cerca de mi oído.

−Nooo −contesté.

−¿Quieres que lo sea más? −dijo con una sonrisa pícara.

Por un momento imaginé aquel hombre tatuado penetrándome salvajemente y la excitación me hizo tragar saliva antes de contestar.

−Sí.

Raúl comenzó a recorrer todo mi cuerpo con sus manos y su boca. Pasaba la lengua y luego mordía el sitio que estaba húmedo. Chupaba donde luego iba a presionar con los dientes; primero mi cuello, mi pecho, mi ombligo y finalmente mis piernas de abajo a arriba; hasta llegar a los muslos, que separó lentamente para poder humedecer mi clítoris. Un gemido indicó que estaba en el sitio correcto y entonces succionó con fuerza. Sentí un ligero dolor, pero no me importó. Sus dedos volvieron a explorarme por dentro. Mientras su boca daba pequeños mordiscos al interior de mis brazos. Sacó los dedos  lentamente. Se puso un preservativo. Y empezó a introducir lo que yo estaba  anhelando, primero despacio y con suavidad; después con una fuerza contenida, que me hacía notar toda su magnitud. Aquella sensación me hizo perder el control.

−Sigue, por favor −rogué.

Por primera vez en aquella extraña experiencia no me hizo caso y paró de nuevo. Se levantó de la cama. Me ayudó a levantarme.Me colocó delante de él, me hizo girar y dejó mi espalda rozando su pecho. Notaba su cuerpo sudando detrás de mí. Me inclinó con delicadeza. Yo apoyé las manos sobre la cama. Volvió a introducirse en mí.

−¿Te incomoda esta postura? −me preguntó.

−No.

Entraba  plenamente y con  fuerza. Raúl movía rítmicamente mi cuerpo hacia delante y hacia atrás, sujetando mis caderas. Yo acompañaba su movimiento. Por un momento sus manos desaparecieron. Volví a notar el calor de sus dedos más abajo. Se ocupaban de entretener mi clítoris con pequeños movimientos circulares que despertaban toda mi capacidad de sentir placer. Abrí más las piernas. El ritmo iba creciendo y cuando parecía que no iba a poder aguantar más la necesidad de llegar al orgasmo, el ritmo se enlentecía. Yo volvía a respirar con cierta normalidad hasta que el movimiento volvía a ser el necesario para dejarme morir de placer; con su sexo dentro y sus dedos jugando a excitarme. Pero antes de que pudiera llegar, paraba y deslizaba sus dedos a mis pezones, me recorría la espalda presionando cada vértebra, después me sujetaba fuerte las nalgas y volvía a introducirse en mí. Su miembro estaba completamente excitado. Por fin, volvió a subir el ritmo y esta vez no paró; su mano no soltó mi clítoris y su pene embistió sin detenerse. Me dejé llevar por aquella sensación y alcancé el orgasmo.

Salió de mí con suma delicadeza, la sensación había sido deliciosa y me hubiera encantado reposar y disfrutar de su recuerdo. Pero había más. Se sentó apoyando la espalda en el cabecero de la cama. Me sujetó de la cintura atrayéndome hacia él. El olor de nuestro sudor resultaba excitante. Su sexo seguía en erección, me colocó encima, introduciéndose de nuevo en mí. Sujetó  suavemente mi cintura y empezó a mover mi cuerpo arriba y abajo con un movimiento sutil, lento y acompasado que hacía que notara una penetración intensa. Se acercó más. Mi clítoris rozaba su piel al subir y bajar. Despacio muy despacio. Permitiéndome saborear aún la sensación del orgasmo anterior.

−Cambiemos de posición. ¡Me estoy clavando el cabecero en la espalda!

 Con un movimiento rápido y enérgico me puso en pie y se levantó a la vez; me apoyó la espalda contra la pared, uno de mis pies sobre la madera del cabecero. Y apoyó sus manos cerca de mí. Me penetró una vez más. Notaba sus brazos a ambos lado de mi cabeza y su sexo entrar y salir, encajando a la perfección. A pesar de estar pisando el colchón, nuestro improvisado suelo parecía firme. Yo me agarré a su cuello, apoyándome en su pecho y notando su olor, un olor que despertaba mis instintos más primitivos, olor a sexo, a hombre, a excitación, a placer. Me sujetó la cintura y elevó mis piernas que quedaron rodeándole. Sujetaba mi cuerpo con uno de sus brazos y el otro seguía apoyado en la pared; y me hacía moverme a su antojo como si no pesara, enganchada a él por un acalorado abrazo. Notaba sus músculos en tensión, brazos, piernas, pecho… y su sudor mezclado con el mío. Su respiración había variado. Yo le rodeaba, él hundía su cabeza en mi cuello. Y nuestros cuerpos se acoplada el uno al otro con movimientos lentos. Me dejé ir de nuevo al mundo donde el placer te nubla el entendimiento.

Caí derrotada en la cama. Me permití unos minutos de relajación, disfrutando del placer que me había embargado. Después, me giré y le vi mirándome.

−¿Ha estado bien? −me preguntó.

−Muy bien.

−¿Ha sido cómo lo imaginabas? −dijo sonriendo.

−Ha sido mejor −admití sin ningún pudor.

Me levanté de la cama en la que mi cuerpo había quedado dibujado por el sudor. Y en silencio, cogí ropa interior del cajón de la mesilla y comencé a vestirme. Abrí el armario y saqué una camiseta y unos vaqueros. Me hubiera duchado pero con Raúl allí no me sentía cómoda. Raúl observó cómo me vestía, mientras se quitaba el preservativo vacío.

−¿Te importa si voy a por mi ropa? −preguntó.

−Claro que no.

Su miembro permanecía en semi-erección. Le seguí, y esta vez observé yo como se ponía la ropa. Y cómo la serpiente tatuada parecía introducirse en su interior mientras él se movía. Acabó la copa de vino y se dirigió a la puerta.

−Dime lo que tengo que darte Raúl.

−Doscientos euros.

Metí la mano en mi cartera y saqué el dinero. Lo cogió y se marchó. Cerré la puerta. Volví al cuarto donde la cama revuelta me recordaba la incursión de Raúl en mi vida. Había disfrutado mucho, pero algo parecido al remordimiento, me decía que no debía haber pagado por sexo. No volvería a hacerlo. O eso creía…

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