Desde la mazmorra sólo puedo ver el cadalso. Mañana colgaré de una soga. No me inquieta mucho, sabía que tarde o temprano pasaría algo así. La gente cómo yo no suele morir de vieja. Claro que esperaba tener un final más glorioso, enfrentado al turco en la cubierta de un barco, arcabuceando a unos cuantos infieles antes de dar con mi cuerpo sobre el tablazo. Desde que decidí dejar la casa de mis padres y enrolarme en la marina, para huir de un marido excesivamente celoso. – Pero esa es otra historia que ya contaré a vuestras mercedes si el tiempo me lo permite.- Sabía que debía vivir cada día cómo si fuese el último. Por eso nunca fui ni timorato ni excesivamente precavido. Jamás rehuí un duelo a espada o pistola ni dejé afrenta por vengar. Y no fue por caballerosidad o hidalguía, fue por ese sentimiento de “para cojones los míos” que me inculcó mi padre a base de correazos con o sin motivo, que eso a él se le daba una higa. Abreviaré no sea que se lo piensen mejor, decidan ahorrarse una comida y una cena y vengan a por mí antes de tiempo. ¡Qué bellacos cómo los habitantes de este pueblucho no he visto ni en Argel! Os preguntaréis, lectores que es lo que me ha llevado a esta celda. Ni más ni menos que la mala suerte, un caballo que no era mío y un espadazo a quien no debía.
El caso es que ayer andaba yo en mis asuntos, pensando en cómo agenciarme un bocado con el que acallar las tripas, cuando escuché a una mujer gritar. Normalmente no soy hombre de meterme en asuntos ajenos. Allá cada cual, que el siglo es duro para todos, pero sin otra cosa que hacer decidí ir a ver que ocurría. Y lo que ocurría fue que dos mozalbetes estaban molestando a una anciana y a la que juzgué su nieta, dada su juventud. – ¡Ténganse, señores! – Les dije mientras desembarazaba un palmo de toledana de su vaina a modo de advertencia. A lo que ellos respondieron que no me habían invitado a la fiesta y que me fuese en buena hora por donde había venido. Entenderán vuestras mercedes que no me quedase mas opción que empalmarme de hierros y acercarme a los dos malandrines con intención de hacerlos huir o acuchillarlos ahí mismo si no me dejaban otra opción, que en los caminos no se puede andar uno con medias tintas. Uno de los jóvenes al ver el acero desnudo salió corriendo, pero el otro, más bravo, desenvainó su sable, un arma nueva y más propia de un pisaverde, y usando la capa a modo de rodela, enrollándola en el brazo, decidió plantarme cara. Poca hoja, para una enfrentar una espada acostumbrada a teñirse de rojo cómo la mía, pero era su decisión y no seré yo quien haga cambiar de opinión a un salteador de caminos. Así que afirmé los pies, tomé con la derecha la daga y cambié la guardia a zurdo, para estorbar más el ataque del maleante. Este, al verme tan armado, resuelto y con mas pinchos que un erizo, quiso recular, tal vez se pensó mejor lo de atacarme, pero dio con la espalda en un árbol y cuando quiso sabe que ocurría la hoja de mi ropera ya le atravesaba el pecho. No está la cosa como para ir desperdiciando estocadas ni ir dejando enemigos vivos por el camino. Mientras sacaba el acero del cuerpo del infeliz, las dos mujeres debieron aprovechar para desparecer, pues al volverme ya no estaban. Me llevé una pequeña decepción, no esperaba un premio, pero un “Gracias” me habría gustado y más si hubiese ido acompañado de un “venid a cenar a nuestra casa”. Eché una última ojeada al joven, era un adolescente, no me había gustado matarle, pero un bandolero sabe que ese riesgo va con el oficio, no pasó de aprendiz la pobre criatura. Escuché entonces un ruido en la alameda y me apresté a rechazar al otro o a salir corriendo si venía con refuerzos, pero lo único que encontré fue a un caballo de calidad preciosamente ensillado. – Vaya con el salteador, – Me dije.- no tenía mal gusto para elegir una montura.- Registré el cadáver y encontré que llevaba una bolsa con algunas monedas y visto que en sus circunstancias ya no iba a necesitarlas, me las guardé en la faltriquera, monté y dirigí el animal hacía el sendero, este respondió con presteza a mis órdenes e inició un trote muy agradable. Es primavera y la tarde de ayer fue una de esas en las que todo el monte parece conjurarse para invadir los sentidos. Llevaba pocos minutos de camino cuando a lo lejos, tras una loma pude distinguir un campanario. El pueblo no estaba lejos, seguramente allí podría vender el caballo y conseguir algunas monedas que me procurasen sustento para unos días más, que esa es la vida de un soldado sin guerra que librar.
– Buenas tardes, tenga. – Le dije a un hombre que encontré a la entrada de la villa. Él echó una ojeada al caballo, otra a mí, poniendo especial atención en el pomo de mi ropera y en su cazoleta, abollada por múltiples encuentros con algunas de sus hermanas malintencionadas. Acto seguido salió corriendo y gritando algo que no pude entender. Sin darle más importancia y pensando que había topado con el tonto del pueblo continué mi camino en busca de posada y una ración generosa de vino y queso. Pero lo único que encontré fue a un montón de iracundos villanos reclamando mi cabeza que si no llega a ser por el justicia hubiesen conseguido muy en contra de mi voluntad. En resumen y para no aburrir a sus señorías que seguro tienen cosas mas importantes que hacer que escuchar los lamentos de un soldado encarcelado, resulta que el joven al que pasé de parte a parte era el hijo de un marqués, las dos mujeres eran dos ladronzuelas que habían hecho de las suyas en el mercado y yo un estúpido que pagaría con mi vida el meterme donde no me llaman.
El caso es que me encuentro en una habitación cerrada a modo de celda y que al amanecer me colgarán por el cuello. Se supone que en este trance debería repasar mi vida y arrepentirme de todos mis pecados para ponerme a bien con Dios. Me pregunto si con un arrepentimiento general servirá, no me veo con suficiente tiempo cómo para enumerar de una en una todas mis faltas, que si bien son numerosas no lo son mas que las de cualquier soldado que haya servido en este tiempo y bajo el mismo mando.
Suena la cerradura de la puerta. ¿Vendrán ya a por mí? Me giro y veo la silueta de una mujer recortándose en el quicio, no lleva la cena, bueno supongo que no me dará tiempo a morir de hambre.
– Adelante, no os quedéis en la puerta. – Le digo. Ella arrugando la nariz da un par de pasos en mi dirección, pero parece temerosa. – No os haré daño. Entrad sin cuidado. – Aseguro.
– Soy Inés del Valle, la hermana del joven que matasteis. – Dice.
– Os pido disculpas por el mal que os he causado. – Acerté a decir.
– Sólo quiero saber por qué lo hicisteis. Era un hombre recto y honrado. ¿Qué mal os pudo hacer?
– Ninguno, señora, sólo sacó su espada cuando le conminé a dejar de molestar a una anciana y a su nieta. No me dejó otra opción. Lo cierto es que pude sólo herirle, pero son muchos años de guerra a bordo de una galera esquivando estocadas y con la costumbre de abreviar a mis enemigos. Cuando me di cuenta ya era demasiado tarde. Espero que mi próxima muerte os sirva a vos y a vuestra familia de algún consuelo.
– Señor, ninguna muerte podría llenar el vacío que habéis creado, así que vengo a deciros que mañana no moriréis, por lo menos no en la horca. Pero no os alegréis, tal vez vuestro destino y vuestra muerte sean aún más terribles que colgar de una cuerda. Y ahora acompañadme.
Confuso seguí a la mujer no sabiendo si alegrarme de mi suerte, pues sus palabras me inquietaban más que confortarme. No se me ocurría que podía ser peor que balancearme a un palmo del suelo del cadalso, acaso la hoguera. Ahora veo cuan equivocado estaba. Supongo que a estas alturas del relato os preguntaréis como era esta mujer o por lo menos que aspecto tenía. Se trataba de una joven de unos veintitantos años más o menos, de mirada resuelta y firme andar, parecía desfilar por la vida más que transitar por ella. Era de ese tipo de personas que parecen haber nacido para ser obedecidas sin rechistar. Y eso hacía yo en ese momento al seguirla, no sin evitar echar una mirada a su trasero, que uno no es de piedra, pardiez. Tenía un estatura algo más baja que la mía, una espesa melena morena que se recogía en un tocado algo descuidado, a todas luces una mala imitación de los peinados de la corte. Era esbelta cómo un junco sin menoscabo de la femineidad de unas curvas tentadoras que no disimulaba en absoluto. Siguiéndola no pude apreciar bien su rostro, que hasta entonces había permanecido en la penumbra, así que eso lo dejaré para más adelante. Mientras vuestras mercedes pueden imaginar su cara cómo se os antoje, seguro que alguno se acerca a su aspecto. Tenía una voz dulce como la compota de manzana, pero enérgica al mismo tiempo y con un tono algo masculino. Esta me recordaba a la de una novia que tuve, que después, a la hora de pasar a mayores resultó más viril que un sargento de granaderos. Tenía que haberme dejado llevar por la primera impresión o por la sombra de mostacho que lucía bajo la nariz. A lo que iba, la seguí por el pasillo hasta la puerta, donde la luz del sol me deslumbró. Allí me encontré con el caballo que me había llevado hasta el pueblo, ensillado y con mis armas colgando del arzón de la montura. La capa y el chapeo también estaban allí. La joven no se dignó a dirigirme ni siquiera una mirada solo dijo: – Acompañadme. – Mientras de un salto se encaramaba a lomos de un corcel negro cómo la noche más negra, acto seguido picaba espuelas y a medio galope se dirigía al camino por el cual yo había llegado. La seguí sin dificultad, el animal que montaba yo parecía mucho más veloz que el de ella. Era brioso, algo nervioso y muy musculado, el tipo de bestia que parecía haber nacido para encabezar una carga de caballería. Me extrañó que no nos acompañase nadie más. Ahora que lo pienso, podía haber escapado con sólo volver grupas, pero algo me impulsaba a continuar, tal vez mi espíritu aventurero o la inconciencia que me ha acompañado toda la vida y no ha parado de meterme en líos. Así pues cabalgamos durante una media hora hasta llegar a la entrada de una casa solariega. Una enorme verja de hierro oxidado abierta nos daba la bienvenida, al fondo del camino una mansión cubierta de hiedra, a los lados unos jardines descuidados, con malas hierbas y árboles sin podar. Encima de la entrada un sillar con un escudo de armas en el que se veía un barco, dos sables y un mastín. Curioso escudo, pensé. Sobre todo si se tiene en cuenta que el mar más cercano estaba a más de cinco días de camino de allí. Ella desmontó y sin mirar atrás traspasó la puerta, dando a entender que debería seguirle. Lo hice, eso sí, sin soltar la empuñadura de mi espada, su tacto siempre me confortaba, era cómo tomar una mano amiga en momentos difíciles. La mujer subió la escalera que llevaba al piso de arriba con prisa y con la seguridad que le daba haber hecho ese recorrido miles de veces. Giró a la derecha y entró a un salón en el que le esperaba un hombre de avanzada edad. Estaba este echado en una cama de alto dosel y abrigado en demasía para el calor que hacía afuera. Ella, todavía sin volverse a mí dijo:
– Padre, este es el hombre.
– Déjanos a solas. – Indicó el anciano haciendo un gesto con la mano.
– Pero padre… – Protestó la joven. El hombre la miró fijamente y con eso dio por terminada la conversación. Ella salió de la habitación, entonces pude verle el rostro, era bellísima.
– ¿Cual es vuestro nombre? – Inquirió.
– Álvaro Espinoza, para servir a vuestra merced, dejadme deciros que…
– ¡Callaos! – Ordenó. – ¿Veis a esos dos hombres que hay a vuestra espalda?
En ese momento me giré y vi detrás de mí a dos criados enormes con sendos garrotes de aspecto amenazador. Vestían librea negra ajada ya por el paso del tiempo. Más que criados parecieran patibularios escapados. Claro que ahora que lo pienso el único que con seguridad había rehuido el patíbulo era yo, a no ser que lo de hurtar clientes al verdugo fuese una tradición familiar.
– Si, señor.
– Bien, soltad las armas, dejadlas sobre esa mesa y volved al centro de la sala. – Me dijo de un modo que no admitía replica.
Los criados no parecían llevar pistolas, tenía casi la certeza de que podía haber acabado con uno de ellos al instante y entablar combate con el otro con grandes posibilidades de vencer. Tantos duelos y peleas me habían hecho evaluar a mis enemigos con bastante acierto. Y ninguno de ellos representaba para mí una seria amenaza con la blanca en una mano y la misericordia en la otra. En cuanto al viejo no aprecié que mereciese más atención que la necesaria al terminar la reyerta. Hice lo que me ordenó no sin albergar muchas dudas. No soy de los que se van desnudando de hierros en casas ajenas.
– Gracias. – Me dijo. –Ahora estos hombres os darán una paliza, pero con cuidado de no romperos ningún hueso ni mataros. Os aconsejo que no opongáis resistencia o tendré que tomar medidas a mi pesar. – En ese momento asomó de entre las sábanas un trabuco de enorme boca acompañado de una pistola de pedernal cebada y con el perrillo listo para disparar. No eran armas precisas pero a esa distancia eran desde luego mortales. – Dadles vos mismo la orden de empezar a golpearos cuando estéis listo. Después os diré lo que quiero de vos.
– ¿Y no podemos empezar por lo segundo? Entenderá vuestra merced que no estoy acostumbrado a dejarme sacudir sin hacer nada al respecto.
– ¡Callad y dad la orden! O lo haré yo y será peor. Demostrad el valor que mostrasteis al acuchillar a mi hijo sin piedad, maldito bastardo.
En ese momento uno de los matachines me sacudió por detrás en la rodilla izquierda, haciéndome caer. El anciano le detuvo con un gesto justo cuando pretendía descargar el garrote sobre mi espalda.
– Levantaos, os daré otra oportunidad. – Me dijo el viejo. Eché una mirada a mis armas, estaban a poco mas de un par de pasos de mí. Daría la orden y ganaría la distancia de un salto. Y eso hice.
– Podéis empezar. – Dije, intentando mantener la compostura y preparando lo músculos como un gato antes de saltar sobre un ratón. Cuando el primero de los criados se acercó a mí con el garrote en alto ya tenía yo a mi querida toledana en la mano. No me costó nada estoquearlo en la tripa con un pinchazo profundo, me coloqué entonces tras él usando su cuerpo a modo de escudo y esquivando la descarga de pistola del anciano que se perdió a pocos dedos de mi cabeza. El otro dudó unos instantes, tiempo suficiente como para poder lanzar un golpe de filo al brazo que sostenía el palo y hacerle un tajo hasta el hueso. Sonó un cañonazo, el abuelo había disparado el trabuco. Si no llego a poner el cuerpo de aquel infeliz entre la cama y yo a estas horas habría concluido el relato. Un par de perdigones penetraron en mi hombro, nada grave. Me desembaracé del muerto mientras apuntaba al cuello con la punta de la blanca al herido y despacio me acerqué al lecho.
– ¿En serio pensaba vuestra merced que me dejaría moler a palos? ¿Qué me impide mataros ahora? Habéis jugado una partida y habéis perdido. Ahora si me disculpáis seguiré con mi camino. Excusad que haya matado a vuestro hijo, pero no me dejó opción. En mi descargo, aceptad que os perdone la vida, pero no me tentéis, o tal vez me arrepienta. – Dije mientras golpeaba con la empuñadura la cabeza del patibulario que parecía querer intervenir. En ese momento se abrió la puerta y apareció Doña Inés, supongo que atraída por el ruido de los disparos, armada con un pistolón de dos cañones que colocó ante mi cara.
– Soltad el acero, si sois tan amable. – Me dijo. Ni que decir tiene que ante tanta amabilidad dejé caer la toledana con total convencimiento. – Sentaos si habéis acabado ya de matar a gente de mi casa. – Añadió señalando con la mirada una butaca de tijera que había en la otra punta de la habitación. – Hacedlo despacio, pensad que a mí no me tiembla el pulso como a mi padre.
Me senté tal y cómo me ordenó dispuesto a afrontar lo que el destino me deparase, que en ese momento me parecía que tenía forma de dos balas de gran calibre. Ella se acercó al anciano y le dijo algo al oído. El hombre asintió de mala gana. Clavaron ambos los ojos en mí con una mezcla de odio y aprobación.
– Veréis, vos habéis acabado con la vida de mi hermano y con ello desbaratado los planes que mi padre tenía para él. Ahora y cómo pago deberéis ocupar su lugar. Considerad hacer esto a cambio de vuestra vida, que salvé hace poco y os perdono ahora. No es una tarea fácil y para asegurarme de que cumplís vuestra misión yo misma os acompañaré en todo momento. Espero que no os llevéis a engaño. Soy una mujer, sí, pero también una Del Valle.
Que fuese una Del Valle, no me aportaba gran cosa, salvo que ya había matado a uno y podía haberlo hecho sin dificultad con otro, pero por cortesía asentí cómo si esa información fuese algo relevante para mí.
– Dejaos de monsergas y amenazas y decid en que puedo serviros.- Contesté. Se me acababa la paciencia y la joven ya estaba bajando la guardia. Un par de minutos más y bajaría el arma del todo, sería suficiente para hacerme con la situación, arrebatársela, tomar el acero y decidir si terminaba con una estirpe de dos estocadas o me iba en buena hora por donde había venido. – Y ahora contadme en que puedo seros útil. – Añadí mirando disimuladamente cómo poco a poco los dos cañones el pistolón iban apuntando al suelo.
– Mi padre está enfermo y según el médico ya no le queda mucho. Tiene otro hijo, mi hermano mayor, que se embarcó rumbo al nuevo mundo hace diez años. Queremos que le traigáis aquí para que se haga cargo de la hacienda y del título de Marqués del Valle. Vos habéis navegado y tenéis el valor y la destreza suficiente para triunfar donde otros fallaron. Pues ya hemos enviado a dos hombres en su busca y no ha habido nuevas de ninguno. Suponemos que o se han marchado con nuestro dinero o bien han muerto. El caso es que pasado mañana mi hermano, al que matasteis, debía partir hacia Sevilla para embarcar y ahora lo haréis vos.
– ¿Y si me niego?
– ¿Lo haréis? ¿Os negáis? – Dijo ella, mirándome a los ojos. En ese momento supe que jamás podría contrariarle en nada.
– Lo haré. Iré a América y os prometo hacer lo posible para traer a vuestro hermano de vuelta a casa. – Afirmé sin saber muy bien por qué me había comprometido. Ya estaba hecho. Bueno, siempre había considerado la posibilidad de emigrar al nuevo mundo, tal vez esa fuese la oportunidad que estaba esperando. Ella sonrió, miró a su padre, que afirmó con la cabeza y dejó el arma sobre la cama.
Ni siquiera había empezado a amanecer cuando cantó el gallo. Casi al mismo tiempo el criado al que había golpeado y estoqueado dos días antes abrió la puerta de mi habitación. Llevaba el brazo en cabestrillo y una venda en la cabeza. Me miró con recelo y una rabia profunda, de esas que nacen en las tripas.
– Es la hora. – Me dijo. – Aprestaos a salir. El carruaje ya está listo y la señora os espera en la cocina. – Acto seguido se dio la vuelta y sin cerrar la puerta desapareció en la oscuridad del pasillo.
Como pueden imaginar vuestras mercedes estaba algo inquieto, tal vez estos fuesen los últimos días que pasase en esta España que con tantos quebrantos me había castigado, pero quería empaparme de todos los sonidos y olores para almacenar en la memoria un pedazo de la tierra que consideraba mi hogar. Por otro lado peor no podía estar, así que con total seguridad todo lo que me trajese el futuro sería, sin duda, mejor. Me vestí y armé con el descuido de quien lo ha hecho miles de veces. Si no sentía el peso de mis aceros en el hombro y en la cintura se me antojaba ir desnudo. Cómo siempre antes de cruzar la puerta, desenvainé un cuarto de hoja y la daga por completo, salían con facilidad, ya me encontraba dispuesto a afrontar un día que intuía repleto de emociones. Bajé las escaleras con resolución y al entrar en la cocina la vi. Llevaba unos pantalones de piel, botas altas, un chaleco de buen cuero negro con botones de plata, el cabello recogido bajo un sombrero de ala ancha, encajadas en el cinturón una pistola y una daga de empuñadura labrada y pedrería. Remataban el conjunto unos guantes de fina cabritilla de color crudo.
– Buenos días. – Me dijo sin mirarme. – Comed algo, rápido, nos espera una dura jornada.
– Buenos días. – Respondí sin poder apartar los ojos de ella. Estaba guapa la maldita y segura cómo estaba de ello, sabía que podría moverme cómo a un títere de feria. El criado arrojó a mis pies un macuto de lona que parecía bastante pesado. Volvió a mirarme con rabia y silencioso como había llegado, se dirigió a la salida. Yo tomé un pedazo de pan, otro de queso y un chorizo y le seguí. Ella me miró y movió la cabeza con un gesto entre divertido y desaprobador. Supongo que verme cargado con la bolsa, una hogaza de pan, el queso y llevando un chorizo de considerables dimensiones en la boca movería a chanza. Pero qué esperan vuestras mercedes, eran tiempos de hambre y yo llevaba mucha acumulada. Subieron la dama y el hombre a la carreta, que llevaba atado al caballo de ella detrás. Yo monté en el corcel que ya consideraba mío y les seguí al trote. La joven echó una última mirada atrás no exenta de nostalgia, tal vez intuyendo que podría ser la postrera vez que viera la casa en que nació. A mí sólo me ataba a esa tierra una vida llena de sinsabores, por eso más que pena sentí alivio ante la aventura que me esperaba.
El primer tramo del camino transcurría con total tranquilidad, en el pescante del carromato la joven y su criado mantenían una animada charla a la que no me invitaron a participar y yo, discreto cómo soy, me mantuve al margen. De vez en cuando picaba espuelas para adelantarme unos pasos, no fuera que en un recodo nos encontrásemos con una sorpresa en forma de bandoleros o salteadores. Solamente nos topamos con un par de pastores que guiaban un rebaño de cabras escuálidas y sarnosas. No eran buenos tiempos ni siquiera para esos pobres animales. Tanto tiempo en silencio me llevó a recordar las circunstancias que llevaron a este joven de la rivera del Mediterráneo que os habla a aquel perdido rincón de la mancha. Cómo imaginarán vuestras mercedes algo así sólo puede ocurrir por tres razones. Por seguir unas faldas, por huir de ellas o de cualquier otra cosa o por dinero. A mí me llevaron las dos primeras razones. Cómo veo que el camino será largo y tedioso mejor les cuento ahora lo ocurrido, no sea que después no haya lugar y les deje con la intriga de saber que pasó. Pues bien, resulta que al poco de desembarcar en Barcelona, después de una larga campaña acosando al turco, en la que perdí a amigos y hermanos de armas y en la que casi dejo la piel, me licenciaron, dando por cumplido mi servicio al rey. Así que con unos cuantos doblones en la bolsa y sin planes de futuro me encontraba en una ciudad que casi había olvidado. Vagué sin rumbo durante unos días, durmiendo aquí y allá, en posadas de mala muerte e intentando decidir si regresaba a casa, dónde no me esperaba nadie o me embarcaba de nuevo, esta vez cómo soldado de fortuna en alguno de los buques que atracaban a diario en el puerto. Lo cierto es que estaba cansado de esquivar balas y hurtar mi cuerpo a pinchazos y puñaladas, así que dejé esa opción para cuando no me quedase mas que hacer. En ello pensaba cuando al girar una calleja me topé de frente con tres individuos que deberían llevar el mismo aspecto que yo pero que o no me reconocieron cómo compañero de armas o que definitivamente les daba igual.
– Buenas tardes. – Les dije.
– Buenas tardes. – Me contestó el mas alto. – Veo que vais muy cargado. Dejadme que os ayude. Yo os llevaré la bolsa y puestos ya a aliviaros de tan pesada carga, dadme también las botas, el chapeo y el jubón y soltad ahora el hierro, no sea que os hagáis daño o nos lo hagáis a nosotros. – Añadió señalando a mi querida toledana que permanecía colgada de mi costado, cómo esperando el momento de cumplir con su trabajo de nuevo. A estas alturas ya sabía yo que era lo mismo atravesar a un infiel que a un cristiano. Así que sin pensarlo mucho di un par de pasos atrás, para cubrir mi espalda con la pared y desenvainé con presteza. Tracé un circulo con la punta del acero. Los tres bandidos no hicieron ademán de sorprenderse. En estos tiempos es normal tener que desnudar el acero de vez en cuando, pero muchas veces un leve pinchazo suele solucionar estos lances. No fue el caso, dos de los hombres se empalmaron de aceros y el tercero enarboló una cachiporra.
– No queda, si no batirnos pero les doy a vuestras mercedes la ocasión de retirarse en buena hora. – Dije, ellos, claro, se miraron y se rieron. Nunca fui un caballero, lo cierto es que le debo a no serlo el conservar la piel con pocos agujeros, así que sin esperar a que el mas joven se pusiese en guardia adelanté los pies y le tiré una estocada de filo por encima del cuello de la camisa. Soltó el acero y agarrándose la garganta fue a morirse unos pasos mas allá. Los otros dos se miraron sorprendidos y se abalanzaron sobre mí el que iba armado de hierro acertó a clavarme la ropera en el hombro derecho, así que eché la izquierda a la espalda donde estaba esperando la daga, la tomé y en el mismo movimiento se la clavé en las tripas, de abajo a arriba. Me desembaracé del acero del hombro que ya me pasaba de parte a parte y me dirigí al que tenía el garrote, esté viéndome resuelto a darle muerte allí mismo, salió corriendo como si mil demonios le persiguiesen, y en el fondo era así. Cuando entro en combate parece que se apodera de mí un ansia de matar que no controlo, tampoco debe ser ajena a esa sensación el que estuviese manchado de sangre y con mis dos armas goteando y teñidas de rojo. Será un defecto, pero esta furia que me posee ha salvado mi vida en numerosas ocasiones.
La herida del hombro era profunda y estaba perdiendo mucha sangre. Recuerdo que en aquel momento pensé en la cantidad de veces que había esquivado a la muerte en cubiertas turcas, en asaltos a fuertes y torres de defensa o en combates penol a penol contra piratas berberiscos. Sería paradójico que ahora dejase mi vida en una callejuela de la ciudad en la que me hice hombre. Había empezado a llover con ganas y ahí me encontráis, herido y empapado, sentado en un portal que apenas podía guarecerme del agua y del frío que comenzaba a sentir. Tiritaba. De repente se abre la puerta a mis espaldas y sale una mujer de unos treinta años.
– ¿Qué hacéis aquí? – Me pregunta. – ¡Dios mío, estáis herido! – Exclama. No acierto a responder nada, lo cierto es que estaba a las puertas de perder el conocimiento. Sólo recuerdo que me llevaron en volandas a alguna parte y cuando desperté estaba tendido en una cama, con el hombro vendado que me dolía terriblemente y el brazo en cabestrillo. A mis pies, sobre una silla, mi ropa limpia. Mis armas no se veían por ningún lado.
– ¿Dónde estoy? – Pregunté a una mujer de avanzada edad cuando esta entró en la habitación.
– Estáis en casa del doctor Colomer. Tuvisteis la buena idea de desmayaros en nuestra puerta. Lleváis dos días durmiendo. Parece que ya ha bajado la fiebre. Perdisteis mucha sangre. – Dijo acercándose a mí y posando el dorso de la mano en mi frente. Parecía una persona amable, pues no dejaba de sonreír, con una de esas sonrisas maternales que confortan por más que duelan las heridas. – No os preocupéis, aquí estáis a salvo. Descansad. En un rato vendrá el doctor a veros. – Añadió mientras abandonaba la alcoba. Y efectivamente al poco pude conocer al susodicho doctor, cuando este entró en la estancia y me miró con gesto arrogante, cómo disgustado de tenerme allí.
– Cuando estéis recuperado me gustaría hablar con vos. – Dijo secamente a modo de saludo
– Claro, señor. Estoy en deuda con vuestra merced, decime en que puedo serviros.
– Supongo que no podréis pagarme, ya he visto que lleváis una bolsa ligera. Pero tal vez se me ocurra algo… Es posible que vuestras habilidades me sean de utilidad. Dejadme preguntaros si los dos muertos que había en la calle eran obra vuestra, vuestros amigos, o tal vez ambas cosas.
– Me temo que tuve que matarles, pero es que en el lance me iba la vida. No suelo ir dejando cadáveres por las calles, pero a veces no puedo evitarlo.
– ¿Sois soldado? – Preguntó el hombre.
– Lo fui. Me licenciaron hace una semana y ya veis como he acabado. Prefiero enfrentarme a una legión de turcos que pasear por las calles de Barcelona. Por lo menos de los infieles sé que esperar.
El hombre esbozo media sonrisa, casi paternal y me dijo:
– Si os encontráis con fuerzas os espero en el piso de abajo para comer. A fin de cuentas sois mi invitado.
– Gracias de nuevo.
Me vestí con la ropa que me habían dejado, excepto la camisa. Esta era nueva, imagino que no pudieron remendar o lavar la sangre que empapaba la que llevaba cuando me recogieron. Me invadió un perfume a lavanda, ese aroma a limpieza que me transportaba a mi niñez, ese barco del que me bajé para convertirme en hombre a la fuerza. Descendí las escaleras sin saber con certeza que encontraría al llegar abajo, estas desembocaban en un salón grande, bien iluminado, una mesa rectangular en el centro vestida con un mantel rojo y rodeada por doce sillas, presidia la estancia. Una mujer de unos treinta años entró en el comedor por la puerta que, luego descubrí, daba a la cocina.
– Me alegra veros recuperado. – Me dijo al verme.
– Gracias. ¿Sois vos quien me auxilió? – Pregunté.
– No, fue mi hermana Isabel, no me extraña que os confundáis pues somos mellizas.
– Dejadme deciros entonces que esta casa ha sido doblemente bendecida.
– Sois muy galante. Sentaos a la mesa, en un momento llegará la comida. En vuestro estado no es conveniente que hagáis esfuerzos, todavía no estáis recuperado.
Al poco entró la anciana que ya conocía con un plato humeante que desprendía aromas a carne sazonada y una hogaza de pan caliente. Dejó la comida frente a mí con una sonrisa cómplice. El doctor Colomer la seguía.
– ¿Estáis en condiciones de levantaros ya? – Me dijo este.
– Me habían pinchado más veces. Esto sólo ha sido un contratiempo.
– Que casi os lleva a la tumba.
– Es el riesgo que lleva empuñar una espada…O encontrarse en el extremo equivocado.
– De eso quería hablaros. Necesito de vuestros servicios.
– Estoy a vuestra disposición.
– Veréis, en mi profesión, a veces, no se deja al cliente muy satisfecho. Puede haber…diferencias, por decirlo de algún modo, con el tratamiento.
– Entiendo. – Asentí mientras daba un sorbo al excelente priorato que me habían servido.
– El caso es que hace unos días me llamaron para curar una gangrena. Como sabréis por vuestro oficio, es una dolencia que no tiene mas remedio que la sierra, siempre y cuando eso sea posible. Por desgracia la paciente murió en el proceso y su familia me culpa por ello. Son gentes violentas y poco dadas al dialogo. Por eso os necesito. Hace días que sospecho que me siguen. Temo por mi vida, si os he de ser sincero. Y ahí es donde entráis vos. Os necesito para que me escoltéis hasta que se haya enfriado el asunto…o hasta que la amenaza haya concluido. ¿Qué me decís? ¿Puedo contar con vos? Por supuesto cuando os hayáis recuperado de vuestra herida.
– Os debo, eso y más. No temáis, os acompañaré y procuraré que nada malo os ocurra.
– Muchas gracias. Y ahora os dejo terminar con el asado, está excelente. Doña Felipa tiene una mano increíble para cocinar carne. Disfrutad de esta casa como si fuese vuestra.
En cuanto me llevé un pedazo de comida a la boca me di cuenta de que tenía más hambre que un náufrago. Y créanme vuestras mercedes que lo sé de buena tinta. Estaba a bordo del Templanza cuando embarrancó frente a las costas griegas, pero esa historia la narraré en otro momento, que sólo recordar la abundancia de aquellos días en casa del doctor me hace salivar. Permitidme que detenga un momento el relato y el caballo que cortaré un trozo de chorizo y algo de pan.
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