EL MISTERIO DEL VAHO

EL MISTERIO DEL VAHO

Juan Maillo

09/10/2014

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Se despertó de madrugada con unas ganas enormes de fumar. Creyó en ese momento que el corazón se le iba a salir.  No podía respirar casi. Aun con la luz apagada, se tocó la frente y notó que estaba empapado en sudor. Bajó la mano  y se dio cuenta que también el pijama. Entre la modorra y el malestar intentó encontrar el por qué, aparte del deseo imperioso de nicotina en su sangre. Recordó entonces  la pesadilla que había tenido. Entraba en el cuarto de baño e intentaba mirarse instintivamente al espejo. Llevaba un cigarro en la mano. Había un olor  raro. Muy fuerte. Entre tabaco y algo distinto. Le molestaba el humo. Se tapó la nariz con los dedos porque iba a vomitar. Estaba totalmente empañado pero no era vaho cualquiera. No. Era rojo. Parecía sangre. Se acercó aún más para asegurarse y el olor cada vez era más insoportable. A auténtica matanza. Entonces los goterones rojos empezaron a caer por el espejo. A una velocidad cada vez más rápida. De pronto oyó pasos en el dormitorio. No puede ser. Aquí no hay nadie, pensó. Se incrementaba su sonido según se dirigían hacia el dormitorio. Empezó a ponerse nervioso. Su corazón latía  más y más fuerte. Le entró miedo. Ángel C. a partir de ese momento no pudo recordar  más.

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Ángel C salió de la ducha. Sin avisarle le vinieron de pronto unas ganas enormes de llevarse a la boca un cigarro. No llevaba ni dos semanas que lo había dejado. Aún era pronto. Intentó mirarse en el espejo pero no podía. No había cosa que le diera más coraje. Quiso quitarlo con la mano pero aun así había mucha agua condensada. En la lucha se  acordó que su madre le contaba que cuando se formaba en el cuarto de baño después de bañarse, él le decía que había humo y que se iban a quemar. Él no se quemó pero a ella sí. Ahora deseaba otro tipo de humo y no el que tenía enfrente. Se sintió unos segundos solo y seguía dándole  con la mano, pero no terminaba de irse. Parecía  incrustado en el espejo de un día y otro y de un baño y otro, y como los espejos antiguos que ya han perdido sus propiedades y cuando uno se mira, solo se ven ya manchas. Intentó afeitarse como pudo y luego se peinó. No solía hacerlo así que lo de  intuirlo por falta de visibilidad no supuso ninguna preocupación. Se  fue a la taquilla. El vapor parecía que poco a poco se iba  al techo lo cual facilitó su movimiento. Ahora en el vestuario estaba solo con el vapor. Nadie más.

La condensación  poco a poco se fue  al techo lo cual facilitó su visibilidad.

¿Para qué servirá el vaho?, no lo entiendo, se dijo. Para fastidiar. Abrió su taquilla. Se sorprendió porque  las cosas que había dentro no le sonaban. No eran suyas. Había un papel escrito a mano encima de ellas y  dibujado en él un plano de una casa.

Oyó pasos. Alguien venía. La  cerró  rápidamente. Miró las llaves y el candado. Efectivamente se había confundido.

Entró un hombre y le saludó casi con automatismo. Hola le respondió,  luego se vistió rápidamente y se fue. Antes de salir de los vestuarios miró atrás por si se hubiera dejado algo olvidado. Retrocedió y volvió a su taquilla. Miró dentro por si hubiera dentro alguna cosa. Pero nada. El hombre que acababa de entrar lo miró un tanto extrañado. Luego se dio la vuelta y salió. Siempre lo hacía. Siempre le quedaba la duda de que se hubiera dejado algo atrás. Desde adolescente ya tenía esa costumbre.

Se sentía muy  cansado y quería irse a casa, cenar y acostarse. Al médico, se dijo,  se le ocurre que haga deporte y lo del candado, otra historia.  Un día abren la mía. ¡Qué  tarde y qué montón de tráfico!

Ángel C. aceleró el paso. Tenía que madrugar después de un buen tiempo levantándose tarde.  La noche era oscura. Después de años había encontrado trabajo de lo suyo: albañil.

-Hola, dijo nada más abrir la puerta.

-Hola, pichardo, le contestó Carmen, que no hacía mucho tiempo que lo llamaba así. Ángel C., sin entrar a donde venía la voz,  atravesó contento el pasillo del piso y lo hizo en una de las habitaciones a su izquierda. Soltó la bolsa de deporte y  fue hacia la primera estancia por la que pasó de largo antes.

-Hola-, dijo sonriendo.

Se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla derecha. Ella  amablemente la puso.

-¿Qué tal te ha ido  con tu deporte?-, le preguntó ella.

-Bien- dijo- he estado haciendo abdominales. Así, así.

 Estirando los brazos arriba simulaba el movimiento pasado y se los llevaba hasta la cintura una y otra vez  a modo de reverencia. Ella se sonrió. Luego le preguntó:

-¿Y esos ejercicios los sabías tú o te los han enseñado? A ver si te vas a poner a hacer cosas y luego te haces daño.

-No, lo he visto en un programa de la tele. Pero cuando ya llevas mucho tiempo haciéndolo, no veas lo que duele.

-Ten cuidado no vaya a ser que te lastimes que ya estamos en una edad para no hacer muchas tonterías. ¿Cómo llevas lo del tabaco?.

-Intento no pensar mucho ni acordarme, le dijo mientras iba al frigorífico y lo abrió.

-Voy a ver si ceno algo antes de que sea más tarde. Llenó un vaso de vino tinto y se sentó en la mesa de la cocina a tomárselo junto con una manzana, algo de fiambre y un yogur. Mientras, Carmen  limpiaba la encimera y recogía los platos ya secos. Ángel C.  puso las noticias en la tele. Ella se fue  a la cama. Era tarde para una mujer de más de setenta. Cuando él llegó, después de haber revisado tres o cuatro veces los enchufes y la bombona de butano, ella ya estaba acostada y sonaba el locutor de la radio. Con su pijama se metió con ella.

-¿Qué programa es ese?-, le preguntó él.

-Creo que es nuevo. Al antiguo locutor lo han quitado y ahora han puesto este. Es de variedades. Cosas de actualidad, de cine, teatro en la capital y todo eso. El que había antes era mejor pero lo han quitado-, respondió ella.

-Ponlo bajito si no te importa-, le dijo.

Luego se acercó algo más a ella y se abrazó. En ese momento ella se dobló ligeramente y bajó el volumen.

-Mi chochi, le dijo. Pero ella ni se inmutó.

A los pocos minutos los dos dormían. El brazo derecho de él se había quedado puesto en el hombro derecho de Carmen. Mientras el locutor seguía hablando.

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El ruido era ensordecedor y progresivo. Una lata gigante que vibraba toda y que no se sabía en qué acabaría. Él se abrazó a ella y justo en ese momento ella alargó el brazo para coger el kit salvavidas. Temblando se lo puso. Él al verla se separó e  hizo lo mismo. Vio como los demás intentaron lo mismo. Y las azafatas. El zumbido,  cada vez más insoportable. Algunos se taparon los oídos. Una señora pelirroja  mayor muy gruesa, a la que el chaleco salvavidas le quedaba muy estrecho le caía el sudor a chorros por la frente. Cerró los ojos y con una revista se abanicaba. Ángel C. se asomó por la ventanilla y vio cómo el avión cada vez se acercaba más al agua a una velocidad estrepitosa. Tuvo que apartar la mirada. Vio de nuevo a la señora sudando  y agobiada cómo se secaba con un pañuelo. Entonces, despertó y oyó la voz de un locutor que seguía hablando aunque muy bajito. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y respiró aliviado al ver que Carmen estaba a su lado. El sudor le chorreaba. La camiseta del pijama empapada. Fue al cuarto de baño a secarse. Antes de entrar le vino una pregunta ¿y si estuviera de pronto todo lleno de vaho? Entonces sintió miedo.

-¿Otra vez?

-Si. La misma pesadilla. Me he despertado sudando. Parece que estuviera reviviendo. Las mismas escenas.

-Intenta dormirte-, le dijo.

 Se incorporó y se pegó a su lado para consolarlo. Pasado un rato Ángel C. roncaba con fuerza de nuevo. Ella no. La edad le hizo perder mucho oído por lo que ya no la despertaban sus ruidos.

Habían pasado  meses desde el accidente y por fin me decidí a contactar con ellos dos. Fue Carmen sobre todo la que me contó todo y mi  conocimiento de ella llegó  a ser tan grande en el transcurso de todo su relato, que empecé a tomarle cariño.  Era algo etéreo e indefinible como se suele decir. Sí. A lo mejor era una especie de amor platónico. Ni yo mismo sabía bien por qué. Por el encanto de su voz o por su delicadeza y el cariño que siempre me mostró. En ningún momento quise competir con la seducción de Ángel C. No me atrevía pero te tenía que contar su caso F. Tenías que escucharlo como yo aquella fría mañana oí las frases. Acuérdate, admirado poeta que  mi vena escritora surgió a raíz de esto. Carmen me contó todo todo y Ángel C. siempre inseparable asentía a cualquier afirmación que ella me hacía. En aquella salita repleta de libros. En algunos estantes apilados unos encima de otros. Y en uno de ellos, en una esquina había una especie de altarcito dedicado a ti, con fotos o bien solo o acompañado por tus amigos. Tan sólo le faltaba ponerte una velita perfumada para que cumpliera perfectamente todas las funciones del ritual. Allí se fraguó toda la historia. Se produjo una enorme empatía entre Carmen y yo. Mi admiración hacia ti empezó a lo mejor antes pero fue ella la que la avivó y aumentó. Al igual que mi obsesión por ellos. Parecía que sus voces me hablaran, cuando estaba solo, a modo de eco de lo que en los últimos momentos me habían contado. Sí, aunque parezca mentira. Me hablaban y me lo contaban todo aunque en pequeñas dosis. Bueno, Carmen especialmente porque Ángel C. es de pocas palabras. Entonces y pasadas unas semanas lo decidí  ya. No sabía bien si era merecedora de interés por parte de alguien. Eso me daba igual. Lo único que me podía interesar era que tenía que escribirla y contártela como fuera. Era una necesidad imperiosa de no dejarla en la memoria para que al final se desvaneciera. El papel era su única salvación y yo estaba dispuestísimo a ser su escriba.

El avión perdió el rumbo pero justo antes de caer en el agua, el piloto,  gran experto, se hizo con el mando del aparato hasta tal extremo que evitó la tragedia. Ya estaban a pocos kilómetros del aeropuerto de Rabat y consiguió en un alarde heroico llegar hasta la mismísima pista con todos los errores que su recepción del radar le estaban dando y con la grave pérdida de potencia en los motores. Pero lo consiguió. Hubo heridos, claro. Unos con ataques considerables de ansiedad, otros con contusiones graves y algunos leves. Los dos estuvieron también muy afectados por el accidente que podía haber sido peor pero por fortuna sus secuelas se limitaron a pequeños episodios de nerviosismo que en cualquier momento le podían venir, pesadillas en las que revivían lo mismo y poco más. Bueno, también Carmen en algún momento me expresó que se le habían quitado las ganas de coger un avión. Este hecho sucede en el noventa y cinco por ciento de los afectados por  un accidente aéreo. Desde la compañía se les ofreció a todos ayuda psicológica pero la mayoría no quisieron aceptarla.

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