Llevaban dos días de cacería y ese viejo y moribundo bisonte que acaba de aparecer detrás de los árboles era el único ejemplar que se habían cruzado. Se quedó mirándolos tan intensamente como ellos a él. Las patas clavadas al suelo. Lo merodeaban unas hienas. Soli sintió que al verlos de pie con sus lanzas y sus carcajes copados de flechas, la bestia les rogaba con la mirada una muerte rápida. No tendría esa suerte. Lo que había pedido el jefe Otma para la fiesta de la Luna roja, como cada año lo hacía, eran dos crías de bisonte, no ese pobre diablo al que las hienas ya le estaban arrancando los testículos.
En esos días se habían cruzado desde mamuts hasta perdices. Todos se paseaban muy cerca, echándoles apenas una mirada indiferente o alejándose con un andar tan despreocupado que parecía una burla. Sabían que esta vez no eran presa.
Era la primera vez que Soli participaba de una partida de caza tan lejos del campamento. Nada era demasiado distinto de lo que había visto toda su vida, pero cualquier cosa ligeramente novedosa le parecía todo un descubrimiento.
Les guiaba el viejo Utze. Con esa cojera evidente que el pobre trataba de disimular con dignidad pero que provocaba el efecto contrario. Los más jóvenes, entre ellos Soli y su amigo Nesi, se reían a sus espaldas.
Acamparon para cenar y dormir. A Soli le tocó hacer el fuego. Tenían solo dos días más para encontrar una manada de bisontes. Luego tendrían que volver y si lo hacían con las manos vacías se enfrentarían a la ira de Otma. Sería una vergüenza y, lo peor, les echarían la culpa de todo lo malo que pasara hasta la siguiente Luna roja. Pero en el fondo a Soli no le importaba. Sabía que eran los más viejos quienes se llevarían la peor parte. Utze el primero.
Cenaron. Se recostó y cruzó las manos en la nuca. Las sombras endiabladas de las llamas bailaban sobre sus mejillas. A su lado, Nesi tocaba la flauta de hueso intercalando el suave sonido con un poema que se acababa de inventar, y que iba sobre lo que se siente al hundir la nariz en los pechos de una chica. Casi todos los demás ya roncaban.
Se puso a mirar el cielo nocturno. Decenas de estrellas fugaces cruzaban el cielo a gran velocidad para luego desaparecer, como lo hacían las chispas que brotaban del fuego. Soli se preguntó si esas luces eran las chispas de otro fuego, uno gigante, con el que estarían calentándose los dioses del otro lado de la bóveda celeste.
Pensó, también, si la vida que llevaban él y los demás era la única vida posible: salir de caza, pescar, recoger frutos, tener hijos, morir en las fauces de un diente de sable o del hachazo de una tribu enemiga. Y las estrellas…esas fulgurantes luces que empachaban la vista. ¿Eran de verdad los ojos de las Cocides que miraban todo lo que hacían? ¿Podría llegar a ellas? ¿Habría una montaña tan alta como para alcanzarlas? Podría dejar el grupo. Convencer a Nesi para que fuera con él con la promesa de yacer con las Cocides. O también podrían caminar hacia el horizonte donde las estrellas casi tocaban la tierra. Él era fuerte y joven, y con la lanza era el mejor de su camada.
De pronto sintió un olor extraño. Un olor que le erizó la espalda y le estremeció de encanto las tripas a pesar de acababa de cenar. Fue tan efímero como un suspiro. Se apoyó en los codos y rebuscó con su nariz. Se había esfumado. Quedó aturdido y excitado. Jamás había sentido algo así. Se parecía un poco a castañas asadas. Era intenso como la carne de un animal cuando arde. Pero era muy, muy distinto.
Nesi no daba signos de haberlo sentido. Seguía cantando. Ahora los pechos en los que hundía su nariz eran específicamente los de su prima, y el tonto se reía de su propia ocurrencia.
Soli no tardó en quedarse dormido.
Al amanecer se llenaron la tripa con carne seca de ciervo y compartieron los frutos secos que cada uno llevaba. Comentaron que apetecía comer algo más fresco. Más tarde buscarían un río. Caminaron al norte. Cuando el sol estaba casi en lo más alto Utze encontró huellas de una manada de bisontes. Es cierto que a veces el viejo daba gracia (como cuando simulaba que había pisado una espina para dejar de correr en un asalto de cacería) pero era el mejor rastreador que había conocido.
Las huellas no eran del todo frescas. Utze calculó que los alcanzarían en unas cuantas horas.
Llevaban caminando un buen rato cuando Soli sintió otra vez ese olor. Esta vez con más nitidez. Algunos de los otros compañeros también se detuvieron en seco y buscaban en el aire con la nariz. Por unos instantes el olor podía sentirse en toda su plenitud, y Soli no pudo más que cerrar los ojos y sonreír. Pero Utze ya tocaba el silbato. La manada de bisontes, con unas cuantas crías intentando protegerse entre los adultos, ya estaba a la vista de todos. Era el momento del asalto. Todos se lanzaron, pero Soli se quedó en su sitio. En mitad de la carrera Nesi se giró y le hizo signos ¿Qué estaba esperando? Pero Soli tomaba la dirección contraria. El aroma tiraba de él con la fuerza de una cuerda de cáñamo. Fuese lo que fuese, tenía que encontrar el origen de ese olor. Siguió caminando sin pensar en el grupo ni en nada. Alcanzó un bosque formado por unos árboles gigantes. Dentro, la vegetación era densa y el sol apenas se colaba entre las copas de los árboles. Al principio los pájaros se alertaban de su presencia, pero luego se hizo un silencio que a Soli le pareció un preámbulo. Supo que lo que buscaba estaba al final de ese bosque. El olor era cada vez más fuerte. Lo siguió como en trance, como embrujado. Antes de alcanzar la última línea de árboles ya veía la caída de un valle bañado por el rojo del atardecer. Cuando cruzó el último árbol, sus ojos se encontraron con una explanada formada por miles de espigas doradas, bellas e idénticas, que cargaban pequeños granos ovalados. El viento las agitaba suavemente produciendo un sonido adormecedor. Nunca había visto plantas que formaran semejante simetría. Al final de ese manto amarillo había unas cuantas casas hechas de troncos y piedra. Cruzó el campo de espigas y descubrió que el humo que salía de esas casas era la fuente de ese bendito olor. Dos niños aparecieron de la nada y lo observaron con sorpresa. Llevaban una especie de masa dorada que masticaban sin dejar de mirarlo. Al ver sus ojos clavados en su comida, uno de los niños sonrió y le ofreció un trozo de aquello. Mientras masticaba ese milagro oyó el sonido del cuerno, anunciando el fin de la partida de caza. Le pareció el sonido de un mundo distante. Uno al que ya no volvería.
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