Un tropezón, cualquiera da en la vida

Un tropezón, cualquiera da en la vida

Aldo Miranda

21/06/2024

En un pueblo pequeño, con calles de tierra, casas pequeñas y humildes, sin infraestructuras comunales, ni luz eléctrica, cloacas y donde el fuego solo se mantenía con leños de los bosques cercanos. Su área céntrica estaba encuadrada por una Iglesia que no tenía cura y solo venía los domingos dos horas y luego se retiraba. Contaba con su esquina más céntrica e importante, utilizada también para reuniones y transmisión de novedades del pueblo. La panadería.

Ante la falta comercial existente, el local, además, se complementaba con productos de almacén y farmacia. No carnicería, porque cada casa tenía su abastecimiento propio, y su comisaría; era un galpón olvidado que tenía una cama con colchón por si era necesario para quién lo necesitase.

Lo más importante que tenía el despacho de pan; era su gran horno a leña con un espacioso salón a su lado, muy bien cerrado para depósito de las bolsas de harina con suficiente distancia a fin de que se mantenga fresco en verano y tibio por el horno en invierno, para que la harina no reciba humedad.

La familia que mantenía todo el control estaba conformada por un matrimonio, dos hijos y una hija. Todos dedicados totalmente a su funcionamiento.

La escuela estaba a unos pocos kilómetros; por lo que un enorme carro con una caja de madera muy grande y lonas para los días de lluvia los trasladaba por la mañana y los recogía a la tarde.

Todos los domingos la comunidad se hacía presente en la Iglesia, por lo cual la panadería, ese día, solo atendía después de finalizada la misa y posterior tiempo para dialogar con el sacerdote y demás chismes generales.

Pero los domingos, además, eran días de espectáculo infantil gratuito.

Los hijos de los propietarios de la panadería invitaban a sus amigos a subir las escaleras del galpón donde se guardaba harina, porque la pared del fondo daba a la calle. Por lo tanto, por la escalera subían a su techo y allí se acomodaban para contemplar la vereda, por la que solo los domingos, la señora Eduviges pasaría a comprar el pan para toda la semana.

Doña Eduviges era bastante mayor pero ágil. Realmente, en la mayoría de los pueblitos, las mujeres mayores, dígase, casadas y con hijos, en especial esta que tenía doce, eran casi todas gorditas, pero no todas tenían la agilidad de ella.

No usaba zapatos, siempre andaba en chancletas, así que al correr tenía que dar pasos más altos y, como siempre estaba apurada, parecía que saltaba, no que caminaba.

Lo sorprendente y el espectáculo no era su panza muy grande y fláccida, (posiblemente por tantos embarazos), que se movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha en su carrera apurada. Ni él revoleo de sus brazos y manos como aspas de viento, sino sus pechos… que eran enormes, no solo largos, ya que le llegaban casi hasta la cintura, sino que además le nacían de cada lado de sus brazos, llenándole el pecho hasta la barbilla. Parecían dos gigantescas pelotas de fútbol, no N.º 5, sino N.º 10.

Como si fuese poco, no usaba corpiño, porque como le decía a quienes le daban el pan; no había para su talla, por lo cual estaban sueltos debajo del batón que también era enorme.

Al correr, casi saltando con las ojotas; para no caerse, los pechos tomaban una velocidad para arriba y abajo realmente impactante. El batón parecía que pasaba por un terremoto interno o un volcán a punto de explotar, además de acompasarlo con su enorme barriga de un margen a otro. Mientras, en medio de la corrida, con gritos desesperados, siempre pedía:

  • ¡¡Por favor!! Déjenme pasar, estoy muy apurada y dejé a los niños solos.

Aquella mañana, muy temprano, había estado lloviendo con bastante intensidad, pero para antes del mediodía ya había salido el sol, aunque igual en las veredas había charquitos de agua, que luego la tierra los absorbería.

Lógicamente, las calles eran un barrial y para que el agua las desagotase más rápido habían preparado entre la vereda y la calle un gran zanjón llamado alcantarilla por donde corría el agua en cantidad o mejor dicho algo sucio con yuyos, algún pajarito muerto por la tormenta, ramas, caca de perro, pedazos de papel sucio, resto de flores silvestres podridas, algún que otro pedazo de tierra con raíces colgando, etc., que no afectaban a nadie, pero todos sabían que era mejor no cercarse,

Cuando Doña Eduviges, estaba cerca de la puerta de entrada a la panadería, comenzó con gritos desaforados, pidiéndoles a los niños, que la estaban mirando desde la terraza, que avisen a sus padres, que preparen su pan para no tener que estar esperando.

Ésta falta de miramiento en su caminar; fijando su vista en los niños de la terraza, pero olvidándose de que sus pies, ante la falta de atención, se metieron en un pequeño y común pocito de la vereda con agua y barro.

Nunca quedó claro si fue un resbalón o sus chancletas se clavaron en el barro, pero si los niños; la vieron perder totalmente el equilibrio, abrir sus tremendos brazos, como queriéndose agarrar del aire o de lo que pudiera y elevarse muy poquito, pero lo suficiente como para desbalancear todo su tremendo cuerpo, el cual, por tamaño, voluptuosidad y calidad de los atributos que poseía, se salió totalmente de su control.

Realmente, en esos momentos todos los niños quedaron inmóviles, con los ojos, boca y todo el cuerpo como si estuviesen congelados, incluso pensando todos, que; si Dios les hubiese hecho con cuatro ojos, estarían todos más contentos.

El sol ya había salido totalmente y la visión era perfecta, doña Eduviges ante el tropezón y la resbalada, con su cuerpo fuera de control, hizo una mueca con sus piernas regordetas en el aire como si fuese a bailar el Ballet, pero no en forma perpendicular sino tirando a horizontal y cayó estrepitosamente en la zanja llena de agua sucia.

Para su suerte, como era mucha, amortiguó el golpazo, aunque la distribuyó para todos los alrededores.

Se incorporó de inmediato e irguió la cabeza, escupiendo agua sucia, yuyos y alguna que otra porquería. Con sus manos, queriéndose arreglar sus cabellos, que tenían cosas sobre las cuales mejor no entrar en detalle, dijo:

  • ¡¡Estoy bien…!!

Todo era natural y corriente en las pequeñas asentamientos como esa, ya que las caídas de los caballos y los resbalones, al no haber veredas como ahora, eran muy habituales. Como siempre, el sol, con una mueca sonriente, se encargó enseguida entre el alboroto y el cotorreo que se armó, todo se seque, limpie y pase del susto a la carcajada y la leyenda. Cosas de pueblos pequeños, donde la madre naturaleza se regocija con sus habitantes y ellos viven para ella, agradecidos por todo lo que les brindaba. A diferencia, de las grandes ciudades, donde el confort y modernismo, a menudo hacen que la olviden.

Pequeños asentamientos, donde los espectáculos, la diversión y los momentos agradables no cobran entrada, demostrando que tanto la naturaleza como la panadería, que es trabajo y todos la necesitan, no deberían menospreciarse y sí, aprender a valorarlas en toda su dimensión.

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