El día que llegué a mi casa tenía cinco años. Como equipaje traía mi nombre: Esmeralda. Mis apellidos me esperaban allí: Romero Izquierdo.

Recuerdo que mi madre vino a recogerme de aquel lugar. Ya la había visto un par de veces antes. Ese día estaba muy hermosa. El trayecto en coche lo hicimos en silencio. Me llevó a mi casa. Cuando entré, lo primero que noté fue el olor. Olía a rosas y a nuevo. Era la casa más bonita que jamás había visto. No era muy grande pero todo estaba limpio y ordenado, colocado en el lugar exacto. Las paredes, de color blanco y azul claro, recién pintadas, me dieron la bienvenida. Olía un poco a pintura, pero era un olor agradable.

Recuerdo que después de dejar mis escasas pertenencias en mi habitación, mi madre me enseñó toda la casa. Al rato comencé a recorrer todas las habitaciones una y otra vez, tratando de hallar las rosas durante un buen rato. Mi madre me preguntó que estaba buscando y cuando se lo conté me dijo que el olor venía de un ambientador. Entonces la abracé, no sé por qué. Ella me abrazó fuerte.

Era su casa, mi casa. Mi madre.

Pasaron los años y mi timidez creció con mi estatura. En casa me sentía a salvo. De niña me ponía mala muchos días para evitar ir al colegio. Cuando crecí, logré estudiar el bachillerato a distancia. Debía haber ido a clase pero busqué un instituto comprensivo y solo iba a los exámenes y poco más. Al terminar fue más fácil, ya que existía la universidad a distancia.

Hoy me toca salir. No me gusta salir. Estoy vestida. Sentada en la cama. Son las siete de la mañana. Miro hacia abajo, allí están las baldosas de dibujos geométricos. Con la punta del pie sigo las líneas que conozco de memoria. Miro a mi alrededor. Las paredes azules con tres de los dibujos que logré terminar, mi escritorio con mi álbum de flores secas y mis dibujos a medio hacer, la estantería llena de libros ordenados por tamaño y color, la papelera vacía, todo parece contemplarme en el silencio de la mañana. Habrá más de cien candidatos mejores que tú. ¿Por qué te van a elegir precisamente a ti? No tienes gran capacidad, no eres especialmente inteligente, ni guapa. Te podrás nerviosísima como siempre. Todos lo notarán y te mirarán de reojo. Es mejor que ni lo intentes. ¿Qué necesidad tienes de hacer tanto esfuerzo para volver cansada y hundida?

Me desvisto y me vuelvo a la cama caliente. Todo sigue en silencio. Me hago una bola entre las sábanas. Quiero dormir.

—Hija, hija, ¿estás despierta?

—No.

—¿Puedo pasar?

—Estoy durmiendo.

Se abre la puerta despacio y entra mi madre junto con la luz del pasillo. Se sienta con cuidado en la cama.

—Ya son las nueve. Al final no has ido a la entrevista.

—Me he quedado dormida —digo tapándome la cara con el edredón.

—Ya sé que te cuesta ir a las entrevistas pero tienes que intentarlo, si no vas seguro que no te van a contratar. Si quieres, la próxima vez voy contigo. No te acompaño dentro, me quedo en un cafetería por ahí cerca y cuando salgas nos tomamos un café juntas, como dos amigas que hablan de sus cosas. Así me da un poco el aire. ¿Te parece bien?

—Vale.

—Me voy a comprar, ¿quieres que te traiga algo?

—No.

—Adiós, hija.

Estoy vestida, sentada en la cama. Una nueva entrevista de trabajo. El reloj roto de la estantería lleva cuatro largos minutos sonando en mi cabeza mientras mi estómago se anuda, poco a poco, con su silencioso de tictac. Voy a volver a la cama. La puerta se abre.

—Venga hija, vamos, que es mejor llegar pronto.

Llegamos treinta minutos antes de la hora y nos sentamos en una cafetería nueva. Es bonita. Las mesas son redondas, de mármol blanco. La música es tranquila y no está muy alta. Todo está ordenado y limpio.

—Tú piensa que si no te cogen no pasa nada. Piensa que es como un entrenamiento, a cuantas más entrevistas vayas te irás poniendo menos nerviosa. Te puedes decir a ti misma: no me van a coger, así que voy a estar tranquila, voy a mirar qué hacen otros candidatos, qué preguntas me hace el entrevistador, y así estaré más preparada para la siguiente.

—Sí, voy a hacer eso. Me voy para ir con tiempo. Luego te cuento.

—Aquí estaré.

Entro en el edificio. No sé dónde tengo que ir pero tengo tiempo. ¿Le pregunto a alguien? Creo que puedo encontrarlo sola. Todo está bien, no te pongas nerviosa. Está en la primera planta, lo pone ahí. Hay tres candidatos más esperando. Es solo una prueba. Como sé que no me van a coger puedo estar tranquila. Respiro profundamente. Todo está bien. Una chica habla a gritos por el móvil. ¿Por qué la gente es tan ruidosa? Hay una botella de plástico en el suelo y un trozo de papel aluminio arrugado. Un niño está corriendo por el pasillo. Cumplo todos los requisitos que piden. Contestaré las preguntas que me hagan y estaré tranquila porque no me van a coger, pero no importa. Llega otra chica y se sienta. Su falda es muy corta. Es muy guapa. He venido. Luego le contaré a mi madre lo que he aprendido. Todo está bien.

—¡Mamá! Me han dicho que venga mañana, voy a estar una semana a prueba. Qué nerviosa estoy.

—Qué alegría. No me sorprende. Si tú eres muy capaz. Eres con diferencia la hija más inteligente que tengo. Seguro que no te dejan escapar. Qué alegría, hija.

No puedo evitar sonreír, por enésima vez la misma broma de siempre.

Estoy sentada en mi cama. Hoy es mi primer día de trabajo. Casi no he podido dormir. Estoy nerviosa. Repito una canción en mi cabeza una y otra vez: abre los ojos, mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que tiene la vida… Es una canción tonta pero me ayuda a no pensar. Mi casa huele a rosas. Siempre siento una sorda tristeza cuando tengo que dejarla, especialmente cuando salgo sola. Es la hora. Tengo que ir.

El metro está lleno de gente y hace mucho calor. Estoy de pie, agarrada a la barra, mirando al suelo. Siento que me cuesta respirar. Te has puesto demasiado maquillaje. Estás fea y demasiado maquillada. Probablemente te van a echar hoy mismo porque…

—Mamá… En el metro… Sí, sí… Lo sé… Vale… Gracias… Yo también.

Mi primer día de trabajo.

Meto mi mano libre en el bolsillo. Hay un pétalo de rosa de mi colección. Todo está bien.

Sonrío.

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