Seúl, 5 grados. Yon paseó unos metros hasta la ventana mientras la taza de té le calentaba la mano. Solo falta un foso con caimanes de plástico, se dijo. Tras el cristal de su apartamento acristalado en Songpa Gu, tenía una vista iluminada de las atracciones de Lotte Lake, una monstruosidad de fibra de vidrio en mitad de una laguna. Falso. Como la diplomacia. 

Mirando su reflejo en el cristal, posó la mano en el marco de aluminio. Pelo rojo, ojos almendrados. Sintió un tacto frío que le devolvió a su cuerpo unos segundos. Hacía semanas que pasaba el rato con la vista puesta en la aplicación del tiempo. Le gustaba imaginarse en los lugares guardados en la memoria de su teléfono, lugares de viajes recientes o pasados o lugares concretos donde vivían sus padres y medio hermanos. Viajes mentales de unos segundos. Escapismo digital. Lugares de Islandia, por ejemplo, donde se veía tumbado, con los brazos en aspa sobre la hierba. Ese tipo de fantasías.

Manila, 28 grados. Wexford, 7 grados. Bruselas, 9 grados. En Europa ahora era de día. El medio día era claro en la costa de Irlanda, de una claridad espumosa, una claridad que a él le sabía a sándwiches de atún y a gaviotas graznando. Los veranos de su infancia. Bruselas, en cambio, tenía un cielo cubierto de electrones, universitarios borrachos y Jacques Brel abierto en canal al fondo del vaso. Los tiempos de resacas, de sexo casual, de amigos para siempre. Permanecía un rato en cada sitio y enseguida deslizaba el dedo sobre el nombre de las ciudades y sus temperaturas mínimas y máximas, imaginando otras vidas posibles. Manila, Seúl, Wexford, Bruselas, Reikiavik.

Seúl siempre mostraba un pequeño recuadro de cielo de color cemento. Estiró la cabeza y se cercioró de la veracidad de la medición. Seúl era, en efecto, una ciudad gris. Gris uniforme escolar, gris acera. Gris sobre gris, un gris en espejo. Por eso los neones y leds de mil colores. Se dijo eso mirando el complejo recreativo mientras una portentosa ardilla de 50 metros, le saludaba desde lejos. Él, instintivamente le devolvió el saludo. Hi.

Debajo de la franja reservada a Seúl, aparecía otra ciudad, otro cielo, otro clima. Manila, 28 grados. Un firmamento azul noche jaspeado de estrellas. Allí parecía que siempre hacía calor, en todas las épocas del año, con altos niveles de humedad. La idea le resultó sofocante y abrió la ventana batiente a prueba de suicidios, pero la cerró tan pronto como un grito proveniente de la montaña rusa le sobresaltó. Todo estaba bien. Sólo era la banda sonora de la alegría ajena y sus característicos destellos acústicos. Algo propio de patios de colegio, piscinas públicas o montañas rusas. La diversión vista de lejos puede resultar inquietante, sobre todo cuando no es la nuestra.

Al cabo de unos cuarenta minutos, fue cambiando la tonalidad de aquellos cielos virtuales. Capas de nubes iban manchando el azul del fondo, lo mismo en Seúl que en Manila, ya que, al aparecer listadas de forma consecutiva, parecían tener un cierto efecto paralelo. Así que trasladó su pensamiento a la tierra natal de su madre. Se quiso imaginar su primer beso escolar, o más concretamente al deseo que lo habría rodeado, los puestos de zumo, las flores en los árboles y en el suelo, las capillitas para rezar y el sonido de campanas y las bocinas de los coches. Aquella sensación de caótico infinito sobre el verde intenso del parque Rizal, los pies de su madre al salir del colegio sobre las piedras del Fuerte de Santiago, su falda de tablas sobre el portalón militar de intramuros.

Había estado en Manila hacía poco, con una delegación europea, y le había impresionado esa mezcla de belleza y desorden, tan dispar de la pulcra manera coreana de esconder el lado feo de las cosas. Lo había comentado con su madre a la vuelta y ella dijo, literalmente, que era un bonito basurero. Y luego se rió. Apenas se acordaba de aquellos años, dijo, su vida empezó después.

—¿Nunca sientes nostalgia, madre?

—Debí perderla con las maletas la última vez—rio de nuevo—. A la enésima vez que pierdes las maletas, pierdes la patria, que no es otra cosa que la nostalgia corporativa. Viaja sin maleta, hijo.

Al día siguiente Yon se vistió con sudadera y jeans y se dispuso a dar una vuelta por la orilla del río Han. Accedió al camino ribereño por una explanada de cemento y siguió paseando entre jóvenes con el pelo negro cortado a tazón. Se le ocurrió que toda la ciudad parecía cortada a tazón, perfectamente lacia y lampiña. Se estiró uno de los rizos zanahoria que sobresalía de su gorro y lo miró de reojo. Él era diferente, en cierta forma, eso le salvaba del designio de la obviedad.

Ya en el área recreativa, tras las ramas de bambú, se le aparecieron unos patines flotantes con forma de cisne. Iban enganchados unos con otros y estaban ocupados por parejitas risueñas que se hacían fotos. Le llamó la atención que no sintieran vergüenza. A él, en cambio, le ardían las orejas. Como un acto reflejo, sacó su móvil y comprobó el estado del tiempo en Manila. Le extrañó que la temperatura hubiera subido sólo un grado desde la noche anterior, pero le gustó confirmar que el cielo seguía siendo de un azul nítido.

En la vida real, le costaba conectar. Por eso, contemplar aquella planicie solada e impersonal sobre el río, era como visualizar su propia planicie emocional. En la delegación, la gente iba y venía y a él le costaba hacer amigos, de manera que sus relaciones, al igual que la cerveza local, le resultaban insípidas. Seúl no ayudaba. Era como un puzzle acabado, de perfectas piezas cortadas con láser. Dopado por un confort de funcionario, tenía la impresión de que la vida era un pasatiempo en el que, al conectar los puntos numerados, aparecía un osito con sombrero o un cisne rosa o una ardilla humanoide. Aún así estaba perdiendo el hilo. Derivando.

Seguro de que no bastaría con un paseo en el cisne para ser feliz, escudriñó sus veranos en Wexford en busca de una emoción, una sonrisa. La aplicación móvil le indicó que allí era de noche y que cuando amaneciera, en unas horas, el día estaría nublado. Se retrotrajo unos meses atrás, unos años atrás, hasta situarse mentalmente en la última vez que visitó Irlanda con sus padres, antes del divorcio. Construyó con rapidez un escenario con árboles viejos y retorcidos, en la granja de lavanda en celebraron su décimo primer cumpleaños. Se vio a sí mismo con disfraz pirata, pintando un enorme lienzo con los dedos mientras sus padres, juntos, bebían sidra y cerveza negra. Logró estirar por fin las comisuras un segundo hasta formar, en su rostro, el rastro de una lombriz molestada en su agujero. Poco más.

Todo aquel intento pesaroso por sonreír le puso aún más triste. De regreso al apartamento estaba especialmente deprimido. Se preparó la infusión. Hizo un barrido exprés de sus emociones mientras giraba la cucharilla y de repente deseó no estar allí. Sintió un profundo agobio y resopló. Parecía que los tejidos de su nariz comenzaran a arder y estrecharse. El mobiliario de cerezo giraba a su alrededor. Olía a té matcha, a vacío, a desinfectante. Afuera la montaña rusa rujía con sus cadenas dentadas como carros siendo arrastrados por el interior de una mina, la serpenteante mina de un corazón congelado. Empequeñecido, hasta la idea de llorar le vino grande. En su lugar, soltó un gemido. Tenía que salir. Tenía que salir. Subió las escaleras de incendios hasta la azotea.

Desde arriba se contemplaba un fragmento inmenso del skyline con el parque de atracciones en el lugar central y sus ridículas mascotas, la gran ardilla y otros personajes también con cabeza de ardilla, ondeando sus brazos mecanizados. Jadeaba ansioso y tenso. Miraba el escenario infinito de edificios llenos de reflejos. Miraba sin mirar, ciego de respuestas.

¿Qué pasaría si salto? 

Se acercó cada vez más al borde de la cubierta dispuesto a sentir, dispuesto a sentir. Abrió los brazos y el viento se coló por sus mangas hasta las axilas. Podía dejarse caer. Atreverse a rasgar el espacio-tiempo. Yon quería vivir. Pero no a cualquier precio. No convertido en alguien sin esperanza, alguien que acabaría montado en un cisne de mierda para pasar el domingo con su prometida coreana que con 25 años ya se siente vieja.

Sin embargo, el frío acecho del miedo le había infundido cierta vitalidad. La empleó para bajar las escaleras de vuelta, sentarse frente al portátil y enviar un rápido mail a su oficina, anunciando un asunto personal.

Aterrizó en Manila a las dos de la tarde del día siguiente. 28 grados, con una humedad de casi el ochenta por ciento al salir del aeropuerto. La zona de taxis era un pequeño enjambre de cuerpos delgados moviéndose en busca de pasajeros, en cuyo epicentro, permanecía Yon con la boca entreabierta. Aturdido y pegajoso, respiró un instante aquella atmósfera mezcla de sudor y anís estrellado, hasta que uno de aquellos hombres enjutos le abrió la puerta del vehículo y el entró.

—Holaaa, amigo. Bonito día. Bienvenido a Manila. Mi nombre es Alfredo María Pérez Malani. ¿Adónde le llevo, amigo?

Por el espejo retrovisor Yon miró con más detalle el rostro huesudo del hombre y una sonrisa llena de dientes levantada por dos pómulos a modo de lienzo que le resultó amigable.

—No estoy seguro. ¿Usted qué haría?

—Mi esposa siempre sueña con ir a mirar el volcán Mayon desde Legazpi. Está lejos. Diez horas de distancia. Podría llevarle allí por 100 dólares. ¿Busca mujeres bonitas? Hay muchas mujeres muy bonitas en Manila.

—Oh no, no. Mi madre vivió aquí cuando era niña. Soy medio filipino.

Alfredo soltó una risotada y achinó los ojos.

—No parece filipino, amigo.

—Ya ¿Cómo diría usted que es Manila? Mi madre dice que es, no se moleste, pero suele decir que es «un bonito basurero».

—Jajaja. Tiene razón su madre. Bonito, sí. Todo es bonito en Manila. También mucha basura. Smokey Mountain. Muchos turistas quieren verlo. ¿Quiere visitarlo? Puede mirar desde el coche.

—¿Está lejos?

—Le llevo, está de camino. Luego buscaremos un rascacielos para dormir. Bonito. Barato. 15 dolares.

—No, no. Rascacielos no. No me gustan.

—Ok, sólo basurero, bonito basurero.

Durante el trayecto buscó alojamiento en el teléfono, descartando automáticamente todos los hoteles cuya decoración moderna y civilizada le recordara a Corea. Necesitaba algo inaprensible, un viaje inesperado. La verdad es que no tenía ni puta idea de lo que quería. Sólo podía orientarse en esa niebla de trazos limpios y sábanas blancas y correr en la dirección opuesta.

Iban pues por el buen camino, recorriendo el barrio de Tondo, una sucesión de trasteros enrejados formados por soldaduras de chapas superpuestas, lonas raídas y niños subidos a ellas. Niños harapientos, churretosos, trepando por los salientes de hileras de tugurios. Pese a todo, o quizás por ello, Yon estaba hechizado, perturbado de un modo nuevo.

—Ahí está amigo. Smokey Mountain.

Ante sus ojos se levantaba una montaña blanca, azul, amarilla, multicolor, plastificada, una mole piramidal de bolsas, piezas sueltas y mugre deshilachada de la que sobresalía un poste torcido a contraluz del sol de la tarde. Del poste colgaban unos cables a modo de lianas en las que unas niñas muy pequeñas con camisetas rosas, jugaban a columpiarse. Yon no podía dejar de mirar y se dejó invadir por la vergüenza. La suya, la posmoderna. Alfredo se giró para mirarle, aflojó la sonrisa y le dijo:

—Muy bien amigo. Ahora la Manila bonita.

—Si.

El taxista condujo durante algunas cuadras más de islas de chabolas y terraplenes, hasta que aquella montaña putrefacta se fue separando, poco a poco de las filas de chozas y disipándose,  para reaparecer en forma de recuerdo en callejones o sobre el agua como un hilo conductor. Luego la ciudad se fue poblando de puestos callejeros y sombrillas y brillantes calesas, aparcadas junto a los árboles. En una de aquellas calles más despejadas, Alfredo se echó a un lado y apoyando la axila cómodamente en el respaldo del conductor, comenzó a hablar:

—Amigo Yon, Filipinas no es tampoco Smokey Montain, no todo es basura. Dios no lo permitiría. Dios vive en Filipinas.

Lo decía, sinceramente.

—¿Sabes, Alfredo? En mi mundo también hay basura y pobreza — dijo señalándose la sien y el corazón—Solo que nos gusta esconderlo.

Entonces Alfredo desplegó su ristra de dientes en una gran sonrisa y se tocó la frente con los dedos, saludando al modo local la afirmación de su cliente.

—La gente moderna sufre también. El taxi es como una iglesia, a veces. Estoy pensando, amigo Yon, mi primo Raúl tiene un lugar para backpackers en la costa. Es tranquilo. Bonito. Más bonito que Manila. Creo que le gustaría, amigo. Si quiere le llevo allí.

De camino hablaron de las grandes ciudades, preguntándose por qué los humanos se empeñan en hacinarse en ellas, junto con moles de cemento y desechos, por qué saturar el espacio vacío, por qué, por qué, por qué, a lo largo de los siglos y en todos los lugares, sin encontrar explicaciones convincentes. Alfredo alzaba los hombros alegremente y Yon miraba al infinito mientras Manila se perdía por la ventanilla del auto.

Pensaba. A menudo, miramos fuera, al paisaje, esperando hallar respuestas que deberíamos tener dentro y al revés, mirando fuera de ti, para salir de uno y dislocarse y replantear la perspectiva y encontrarse y perderse y al revés. Recordó el skyline de Seúl sobre la azotea y su angustia y se sintió ridículo bajo la lupa de aquellos niños columpiándose en el vertedero. Se culpó, se perdonó. Dentro. Fuera. Dentro.

Al cabo de un par de horas llegaron a un hostal colonial para mochileros rodeado de palmeras y pinsapos. El primo Raúl salió a recibirlos. Se abrazaron ellos. Después Alfredo y Yon. Adiós amigo. Paalam.

Dejó su escaso equipaje sobre la cama y salió a la terraza. Derretirse de sudor en mitad del manglar le pareció entonces la muerte más dulce. Sonrió, al fin, ante tanta imperfección, ante tanta asimetría. Casi por inercia tomó el móvil y pinchó en su aplicación del tiempo. No había WIFI. Comprendió que ahora, allí era aquí. Aquí y ahora, sin más opciones de desdoblarse. Quizás mañana tomaría algún transporte primitivo para contemplar la bahía desde el mar. Le contaría a su madre su asunto personal. Conocería a alguna mujer cuya vibración le recordase a un campanario a la tarde, una mujer con mareas en la falda y unas bonitas piernas a modo de ancla. Esa mujer se llamaría Simona. La amaría. Ella le devolvería ese amor como un boomerang. La conocería al día siguiente, en su bar de la playa de Mariveles.

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