Sidney calculó que habría unas diez personas en la habitación. El doctor Gregory le había prevenido: el mundo quería ser testigo de aquel milagro. Allí estaban sus padres y Linda, que no soltaba su mano. Y, acompañando al doctor Gregory, el director del hospital, las enfermeras, y dos fotógrafos que inmortalizarían el gran evento. 

Si el doctor estaba en lo cierto, el trasplante de córneas le otorgaría la vista que la naturaleza le había negado. Aunque había vivido las últimas semanas con total tranquilidad, ahora sintió algo de vértigo. Se obligó a recordar que siempre había sido razonablemente feliz, y que no le importaría que su vida continuase como hasta entonces. 

Notó cómo Linda se tensaba ligeramente, y al momento escuchó el flash de la cámara de fotos. El mismo sonido breve y mecánico que había oído solo en contadas ocasiones, pero que le resultaba inconfundible y que le recordó el día de su boda. Llevaba una semana con aquella enorme venda rodeándole el cráneo a la altura de los ojos y, aunque no había querido conceder ninguna entrevista, sus padres le habían leído las crónicas que se hacían eco de su operación. En La Gaceta habían estado especialmente creativos, definiéndolo como el primer ciego que recuperará la visión desde Bartimeo de Jericó. ¡Periodistas! Sidney se sonrió.

Había accedido a conocer al doctor Gregory un año antes, cansado de la insistencia de Linda y de sus padres. La capacidad de Sidney para reaccionar ante algunos estímulos luminosos convenció al doctor de que su trasplante de córneas funcionaría, pero fue el pragmatismo del paciente lo que terminó de persuadirlo: 

—¿Es posible echar de menos la luz del atardecer, si nunca la has experimentado? Conozco la cara de mi mujer mejor que la palma de mi mano, y su voz, ¡incluso sus silencios!, me transmiten perfectamente su estado de ánimo. No necesito verle para saber que usted está sonriendo ahora mismo, doctor.

El doctor Gregory lo había descrito como el candidato perfecto: Sidney no sufriría un trauma en el improbable caso de que la operación fracasara. Era, además, un tipo animoso y con iniciativa, que sabría adaptarse a los cambios a los que tendría que hacer frente.

Dado el carácter pionero de la intervención, el hospital había corrido con todos los gastos. Así que Sidney había sido incapaz de negarse a la presencia de los fotógrafos. Pero en ese momento sintió que necesitaba su intimidad. Era muy posible que estuviese a punto de ver por primera vez a su mujer y a sus padres, de ver su propia cara reflejada en un espejo.

—Doctor, disculpe… ¿sería posible que los periodistas esperasen fuera? Solo unos minutos…

—Por supuesto, Sidney. ¡Ya lo han oído! —gritó el doctor dirigiéndose a los dos fotógrafos, que salieron inmediatamente—. Sidney, si estás listo voy a quitarte el vendaje. Pero podemos esperar el tiempo que necesites, ya lo sabes.

Sidney asintió, y el doctor Gregory procedió. Era un hombre ceremonioso en general, y estaba viviendo el culmen de su carrera profesional, así que se tomó su tiempo. Una vez retirado el vendaje, le pasó por los ojos cerrados un algodón humedecido en un líquido agradable. La mano de Linda le apretaba cada vez más, y a su madre se le escapó un sollozo que hizo que la ubicara sentada a su izquierda, justo detrás del doctor. Respiró hondo y abrió los ojos, pero los cerró inmediatamente.

—Es… distinto. Creo que veo claridad.

—Sidney, cuando estés preparado vuelve a abrir los ojos. Esto es muy buena señal.

Esperó unos segundos, y obedeció.

—Veo luz. Todo es más claro cuando abro los ojos.

—Bien. Ahora necesito que mantengas los ojos abiertos el mayor tiempo posible, y nos cuentes si empiezas a distinguir algo más.

A los pocos segundos, Sidney comenzó a distinguir formas, y cada vez que pestañeaba se hacían más nítidas. ¡Había recuperado la vista, como el ciego de Jericó! Identificó la sombra que iba de arriba abajo como la mano del doctor Gregory y, al poco, detrás de ella, empezó a distinguir su cabeza. Pero tuvo que cerrar de nuevo los ojos, horrorizado. Sidney no podía creer que la voz tranquilizadora del doctor emanase de aquel engendro con protuberancias que tenía delante. La cabeza del doctor era absolutamente repulsiva.

—Doctor Gregory, veo su mano moviéndose hacia arriba y hacia abajo, y detrás veo… su cabeza.

—¡Esto es fantástico, Sidney! ¡Dios mío!

Sidney recordó la desazón que sentía cuando Linda le explicaba que se había pintado los labios o teñido el pelo, y cómo había deseado poder alabar el resultado. Se armó de valor para girarse a su derecha, intentando por todos los medios que su expresión no lo delatara. Linda, a quien conocía palmo a palmo, a quien quería con toda su alma, tenía un aspecto casi tan desagradable como el doctor Gregory. Sidney cerró los ojos y acarició la cara de Linda como había hecho siempre. Volvió a abrirlos y a mirarla. El rostro humano era algo verdaderamente irritante. Se giró para ver a sus padres, y sintió náuseas. Pudo distinguir cómo su padre lloraba en silencio, y se dio cuenta de que quizá había emociones que no había sido capaz de percibir en los demás hasta entonces. De que su mundo había estado incompleto, después de todo. Y decidió que aprendería a vivir viendo aquellas desagradables cabezas, porque la suya no sería mucho mejor.

—Sidney, vamos a darte un espejo. Por favor, enfermera…

—Me gustaría ir al baño.

—Claro, claro. Señores —dijo dirigiéndose a sus padres y a Linda— esto es perfectamente normal. Sidney está viviendo un momento sin precedentes.

Prefirió levantarse y llegar hasta el baño con los ojos cerrados, cerró la puerta y se colocó delante del espejo. Abrió los ojos. Efectivamente, su rostro era tan horrendo como el resto. Sacudió la cabeza, intentando ahuyentar su disgusto. Tenía por delante todo un mundo de descubrimientos, y no iba a amedrentarse ante el primer obstáculo. Pensó que le gustaba el color del vestido de Linda, ¿sería azul? ¿Serían el mar y el cielo del color del vestido de Linda? Abrió la ventana del baño y miró hacia arriba. Definitivamente el cielo era distinto de como había imaginado. Nunca pensó que estaría tan cerca. Enseguida comprendió por qué le habían dicho que las nubes parecían de algodón. Levantó la mano para tocarlas, y al no conseguirlo se extrañó. Miró hacia abajo, en la calle había un hombre sorprendentemente pequeño. Nadie le había contado que existiera gente de tamaño tan reducido. Tampoco le habían dicho que podía descolgarse hasta la calle por la ventana, siempre había usado las puertas.

Empezaba a darse cuenta de hasta qué punto su mujer y sus padres lo habían estado sobreprotegiendo. Él iba a tener que acostumbrarse a sus facciones, pero ellos también tendrían que adaptarse a su nueva independencia.

Saldría un momento a airearse, y aprovecharía para ver de cerca al tipo diminuto. Levantó una pierna fuera del alféizar, después la otra. Antes de descolgarse respiró hondo, como quien se siente libre después de un largo encierro. Se precipitó al vacío sin comprender lo que estaba ocurriendo, pero mantuvo los ojos abiertos hasta el final.

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