La cucharilla de cobre

La cucharilla de cobre

        Mona se encontraba en un estado lamentable, con un dolor de cabeza que no mejoraba a pesar de las pastillas. Incluso acostada, la presión de la almohada había incrementado su irritación.

        Se levantó de la siesta y preparó una infusión de valeriana. Observó desde la ventana, la larga hilera de casas adosadas y los pocos metros que la separaban de su vecina. Tenía que verla. Era la causante de su inquietud. ¿Cómo se lo diría?

        A pesar del calor bochornoso de esa tarde de verano, que anunciaba tormenta, atravesó decidida la calle hasta su puerta. Sólo se escuchaba el sonido metálico de las chicharras. Era insoportable.

       Llamó al timbre, esperando que fuera ella misma la que abriera y que, además, estuviera sola. Escuchó pasos al otro lado.

       –Hola, ¿puedo pasar?, le preguntó tratando de contener su ansiedad apenas se asomó al porche de la entrada.

       –Claro, ¡menudo calor!, respondió la vecina sorprendida por la visita. Mona no era una persona que se entretuviera mucho en las viviendas de los demás.

       Los hijos de las dos solían jugar juntos en una casa o en la otra los fines de semana, cuando no había colegio, pero no tenían nada en común, Mona era muy reservada y se mostraba altiva, como una princesa dedicada al hogar. No era fácil intimar con ella. Sus vidas eran muy diferentes y no envidiaba su situación. Prefería la relación con su marido, un profesional como ella, un hombre sociable, culto, emprendedor y enamorado de la jardinería.

     –¿Quieres tomar algo? Le preguntó la vecina invitándola a pasar y a sentarse en la cocina.

     –Bueno si, gracias, algo fresquito, le contestó Mona removiéndose en la silla. Me acabo de tomar una infusión. ¿Estás sola?

     –Sí, el niño ha salido con su padre al centro comercial, así que tengo unas horas de tranquilidad, ¿cómo estás?, ¿y tu marido? Hace días que no nos vemos. Es un hombre muy activo, ¿cómo lo lleva ahora?

     –Ya. Estoy muy ocupada con él, me exige mucha dedicación desde el accidente. No acabo de acostumbrarme a todo esto. Me falta paz para sobrellevarlo.

     –Vaya fatalidad. Un poco de paciencia, Mona, seguro que con el tiempo se recuperará completamente, ¿qué os han dicho los médicos?, le dijo la vecina mientras sacaba un recipiente con granizado de limón que había traído de la tienda hacía unas horas.

     –Todos nos aseguran que evoluciona bien, que poco a poco. Pero esto va muy lento. Ya han pasado dos meses y no se notan avances. Estoy desbordada. El siempre llevaba la iniciativa, ya sabes, me cuesta acostumbrarme a que dependa de mí para todo.

     –Si me necesitas para algo, cuenta conmigo, le dice la vecina vaciando la jarra en dos vasos y sacando dos servilletas de papel, dos pajitas de colores y dos varillas de cristal de Murano para removerlos.

     –Claro, responde Mona un poco violenta. Levanta el vaso helado y lo rodea con las dos manos, se pone rígida, aprieta los labios. Necesita decirle para qué ha venido hoy, esta tarde, en este preciso momento. Guarda silencio y después de darle un sorbo a su granizado de limón, lo dice. Lo tiene que soltar ya o gritará.

     –Verás vecina, a pesar de que tengo un terrible dolor de cabeza, he venido porque he perdido una cucharilla de cobre del juego de café que me regaló mi marido, dijo levantándose para mirar por la ventana de la cocina. Desde allí podía ver la verja de la entrada.

     –Es de Tailandia. ¿La tienes tú?

     –Pues no, no creo, respondió la vecina un poco sorprendida por la situación.

     –Es que, como estuviste en casa después del accidente, a lo mejor, te la llevaste sin querer.

     –¿Cómo?

     –Si, es fácil ¿no? Son pequeñas… y, además, es que no recuerdo haberla utilizado en otra ocasión. Para mí es muy importante, significa mucho. Es una pieza que necesito recuperar. Lleva conmigo varios años, desde nuestra luna de miel.

     –Vaya, cuánto lo siento, fue lo único que pudo responder, ¿tan importante puede llegar a ser una cucharita?

     –No es una cuchara cualquiera. Además de ser un regalo, ese metal es muy apreciado, porque realza el sabor de los alimentos y, también porque…

     Mona guardó silencio mirándola a la cara, con unos ojos azules que apuntaban lluvia.

     –Porque su contacto siempre me proporciona calma y paz. Por eso me empeñé en ese regalo. Es lo que las hace diferentes.

     –La verdad, yo no creo mucho en esas cosas, pero… te aseguro que no me he traído nada de tu casa, le contestó la vecina sin entender lo que estaba sucediendo, pero con temor a decir algo que pudiera alterarla más. Era evidente que Mona estaba atravesando una etapa difícil y que había que salir del paso, entonces se le ocurrió que quizá los niños, jugando…

     –¿Puedes mirar en tus cajones por si la tienes? Escupió Mona levantándose de la silla y acercándose al mueble de la cocina. A continuación, los abrió uno por uno y rebuscó minuciosamente sin mediar ni una sola palabra.

     Con cada pregunta había ido aumentando la tensión, pero ahora la vecina se quedó paralizada por la incredulidad.

     –Puedes mirar lo que quieras, le contestó intentando de nuevo apaciguar el ambiente. Te aseguro que no está, pero preguntaré a los niños, por si se les ha ocurrido algún juego o han querido hacer alguna trastada. O tal vez, dijo de pronto, se ha caído en algún rincón de tu casa. ¿Has mirado bien?, a veces…

     –Vaya, no la veo por aquí, dijo Mona interrumpiéndola, ajena a la conversación y después de remover todos los cajones y todos los cubiertos que encontró. Estaba absorta, como si estuviera leyendo un mensaje en su mente que no coincidía con la imagen que tenía delante. Hubiera jurado que tú…

     –¿Qué quieres decir? Me estás asustando, le dijo la vecina, de pie, mirándola absolutamente pasmada.

     –Vecina, necesito esa cuchara. Seguro que recuerdas cómo es.

     –No especialmente, recuerdo que me pareció bonita tu cubertería, diferente, pero no sabría dibujarla. Si me enseñas una, le puedo preguntar a mi hijo. Ya no se le ocurría cómo zanjar el asunto.

     –¿Sabes cómo fue el accidente? Le dijo Mona mirándola fijamente a los ojos, de pie.

     –Sí, con la moto nueva, ¿no? Eso me contasteis.

      –Llevaba al niño delante, se ve que paró y puso el freno un momento, y en un descuido, el pequeño golpeó a su padre en el codo. La moto dio un salto brusco estampándose contra la verja de una casa. A nuestro hijo no le pasó nada, por suerte. Ya ves, ni siquiera fue un accidente de carretera. Y por esa tontería va a estar paralizado meses, quizás años. Mona lo dijo de un modo mecánico, sin volver a sentarse y sin pausas.

      –Lo siento mucho, de verdad. Puedo entender por lo que estáis pasando.

      –¿Sabes que estaba haciendo mi marido para no darse cuenta de lo que iba a suceder?

      –¡Por dios!, ¿qué podría estar haciendo? ¿hablando con alguien?

      –No, vecina. Estaba delante de tu casa – el labio inferior le temblaba-, mirando la ventana de tu cocina, dijo dándole la espalda y marchándose con un portazo.

      Mona le gritaba desde la calle desierta, señalando con el dedo en alto hacia la ventana, como una advertencia,

      –¡Tienes que devolverme esa cuchara. Búscala bien!

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