En un bonito estuche vi un precioso broche de plata, una estrella calada de seis puntas sostenida en un círculo; en el centro, engarzadas y enlazadas, las iniciales EA.

Abrir una cajita es asomarte al pasado que, a veces, temes, y otras, celebras. En casa de mis padres las había de todos los tamaños, además de pequeños paquetes, documentos enrollados, sobres…, era un no parar de descubrir cosas, y, a cada paso, me embargaban nuevas emociones.

En su armario encuentro periódicos que nos devuelven, en el presente, un pasado olvidado. Las Provincias, 19 de marzo de 1958, amarillento, con todas sus páginas como testigos de un tiempo. En la portada una gran foto de la recogida de premios de esas Fallas, en el centro de la misma una niña de apenas tres años mirando asombrada todo cuanto le rodea: yo. Más de 60 años guardado. Amor de padre.

En el armario de mamá, hilos, patrones, un traje de novia, una mantilla, el joyero.

Mi madre, en la residencia, con su mente trastornada, ya no puede explicarme, y yo necesito saber quién elaboró esa maravilla de broche, seguramente único. De repente, lo mira y sonríe. Aventuro una pregunta:

-¿Papá? – me mira y sonríe – ¿Lo hizo el papá para ti?

-Claro – contesta como algo evidente.

Su mirada se vuelve a posar en el broche. Se lo coloco en la solapa de la chaqueta negra, se lo mira y me susurra:gracias. Una palabra que me hace temblar de emoción; aún es capaz de sentir. 

De vuelta a casa, abro una de las cajas que encontré: hay un estuche de cartón, con restos de paño azul en el fondo, donde descansa un pedazo de historia en forma de pequeñas joyas de plata. Dos anillos que representan dos cinturones repujados, alianzas que señalan el principio de una relación que ha durado casi 70 años.

El broche tenía una razón que yo ignoraba, pero que necesitaba saber.

***********************************************

José Luís se iba angustiando a medida que recorría las estrechas calles del barrio, siempre en penumbra pese a lo avanzado del año. Las chanzas de su amigo le proporcionaban un divertido recorrido, a pocos metros de su casa se detenía la algarabía. Cada tarde, después del “hasta mañana”, una sensación de alerta tensaba cada uno de sus músculos, sabía que llegaba un momento difícil.

Tenía que prepararse, aunque las preguntas siempre eran las mismas, no todos los días acertaba con las respuestas, podía mentir, pero no se atrevía a hacerlo, había aprendido pronto la lección, si te pillan en una mentira el castigo es doble, por la falta y por la mentira, así que no merecía la pena.

Esos últimos cien metros eran su pesadilla. Ahí en el balcón, estaba Betty, con el rabo denunciaba su llegada. José Luís sabía que su perrita se alegraba mucho de verlo, pero también era la señal para alertar a su padre.

A medida que subía los dos pisos se encogía y estaba convencido de que era literalmente cierto: su metro setenta y cinco se convertía en mucho menos, se sentía pequeño ante su progenitor, aunque este permaneciera sentado.

Aún no había colgado la gabardina y dejado los libros en el bengalero y ya lo estaba llamando.

-Jose, entra muchacho

-Voy, papá.

No entendía cómo lo tuteaba, la mayoría de sus compañeros trataban de usted a los padres, él no, y sin embargo se hubiera sentido más cómodo.

Entrar al taller, con aquel fuerte olor de los ácidos, a metal, a sudor, le repugnaba.

-Bueno, cuéntanos, qué maravillosas experiencias has vivido hoy.

-Papá, sabes que todos los días son lo mismo, ¿qué quieres que pase en una escuela?

-Tonterías, hasta aquí suceden cosas y si no, ya nos encargamos nosotros de que las hayan.

Las risotadas no tardaban en dejarse oír, acompañadas del ruido de las limas, los pequeños golpes del fino cincel, el sonido de los moldes de escayola que entrechocaban a cada movimiento de la puerta del armario.

-Alcánzame el ácido sulfúrico y cuéntame.

-¿El frasco marrón?

-Vaya, el niño aún no sabe cuál es.

Sí, sí que sabía cuál era, y el nítrico, y cómo se decapaba, cómo se recocía, pero no quería saberlo, no quería entrar en ese mundo. Pensaba en un futuro muy distinto.

-Toma, papá, el ácido. Hoy he salido a resolver unos problemas y me han felicitado, y la traducción de griego solo tenía una falta.

-Pues ni una, me oyes, ni una. Imagínate que aquí tuviéramos una pequeña equivocación. En la vida no hay posibilidad de tener ni una falta. Ahora márchate a estudiar, mañana quiero que tus trabajos estén perfectos.

Salir del taller era volver a ser él mismo, pese a las risas que se escuchaban a sus espaldas, a veces cortadas por un tajante: ¡silencio, a trabajar!

-Carmina, Carmina, ¿dónde andas?- su hermana Carmina era su tesoro.

-Estoy aquí con la mamá, intentando aprender las tablas.

-Voy a ayudarte, pequeñaja. Hola mamá, vengo hambriento.

-¿Qué tal con tu padre?

-Bien, bien, hoy está de buen humor.

Así fue transcurriendo el último curso de su preparatorio.

Su padre, Ángel, incluso siendo todavía un hombre joven, se sentía cansado. Su papel de jefe del taller estaba separado por un simple recibidor de su posición en la familia como marido y padre.

No siempre era fácil mantenerse en su sitio, se daba cuenta de que algunos días se reía más en el taller que en el comedor. Se sentía solo, se sabía inaccesible, para unos y para otros.

Cuando se refugiaba en su pequeña sala, su biblioteca, y se acomodaba en el sillón, delante de la caja fuerte, una Rabone Bros & Co., preciosa, voluptuosa, llena de secretos, se sentía el dueño del mundo para, a continuación, preguntarse:

<< ¿Y para qué tanto dinero? No me sirve más que para estar solo, aunque pasee los domingos en familia, aunque me hagan elogios sin criterio en la pastelería o una reverencia estúpida cuando, al entrar en el teatro, nos acompañan hasta mi palco. Estoy solo>>

Sin embargo le daba vértigo abandonar el papel que él mismo se había adjudicado.

<<Daría lo que fuese por poder ser hoy otro, ese hombre que fui una vez, amable, emprendedor, ambicioso, enamorado. Hace ya un año que hice un trato con mi hijo, fui un imbécil, lo hice  por orgullo. José Luís es un buen chico, estudioso y listo; se que no quiere trabajar conmigpero le tengo tanta envidia a mi hermano al saber que sus dos hijos serán los dueños de la joyería.>>

José Luís había comunicado a su padre que quería estudiar magisterio, le encantaba la enseñanza y era muy buen estudiante, no debería tener ningún problema en el curso de ingreso en la Escuela Normal.

En un año estaría sentado en sus aulas.

-Hola –intentó saludar desde el recibidor, casi como un adiós, estaba demasiado enojado como para entrar en el taller.

-Pasa, pasa, hijo, te estaba esperando.

-Papá, voy primero al baño.

-José Luís, entra y di buenas tardes, ten educación.

José Luís no entró, se dirigió a la cocina, donde se encontraba el pequeño váter, una asquerosidad. Pero era el único sitio donde su padre lo dejaría en paz. Un sudor frío le recorría el cuerpo, se encontraba realmente mal.

Su madre, Carmen, golpeó la puerta.

-Jose, hijo, ¿estás bien?

-No te preocupes mamá, solo es que me ha sentado un poco mal la comida, ya salgo.

-Si necesitas algo, llámame.

No, no le había sentado mal la comida, le había sentado mal la vida. Imposible creer lo que había sucedido, una sospecha le daba vueltas en la cabeza, intuía que su padre era directamente responsable.

Había sacado notas brillantes, el curso había transcurrido sin tropiezos. Sin darse tregua ni un día en los estudios, apenas salía y el poco tiempo libre que le quedaba lo dedicaba a su hermana pequeña.

No entendía cómo había sido posible ¡Pero si llevaba toda la vida en un colegio religioso! Cumplía con sus deberes como feligrés y ahora, Don Benjamín Cibera había calificado su examen de religión con un cuatro, suspendido.

<<No es posible que mi padre me haga cumplir el acuerdo, solo por la religión>>

Pero se equivocaba, Ángel no iba a perder su autoridad, ahora podía sentirse algo apenado, pero el trato había sido ese, ni un solo suspenso o entraría a trabajar en el taller.

Para él no había sido fácil la conversación con su amigo Benjamín, este pensaba que José Luís sería un buen maestro y seguro que haría feliz a sus alumnos. Le reprochó que quisiera hacer prevalecer su decisión y más sabiendo el daño que le iba a causar a su hijo.

Carmen se notaba muy tensa. Sentía la necesidad de aporrear, de gritar, de llorar, qué difícil contenerse.

Ese malestar de su hijo solo se podía deber a una cosa, no había sacado el curso de ingreso. A Carmen le faltaba el aire, impensable que su marido cumpliera su palabra, para eso estaban los exámenes de setiembre.

Miraba a Carmina y deseaba evitar que presenciara la escena, Ángel no toleraba que la pequeña de siete años, se ausentara de las discusiones familiares, decía que eso curte el alma.

Era cuestión de minutos para que aquella casa se llenara de gritos. Solo esperaba que su hijo saliera pronto y poder hablar con él antes de que las bisagras de la puerta del taller chirriaran, seguidas de un portazo. El estúpido de su marido tenía que demostrar quién mandaba.

<< Ojalá no hubiera accedido a tener el taller en casa. Decía que era para que estuviéramos más cerca.  Mentira, necesitaba tener cerca todos sus dominios>>.

Carmen conocía bien a su hijo, lo quería, compartía con él sus sueños. Cada día disfrutaban charlando de su futuro.

<< -Mamá, he estado hablando con Don Benjamín, y me ha dicho que si obtengo unas notas brillantes en magisterio, quizá pueda trabajar allí mismo ¿te imaginas? En los Dominicos, de maestro.

-Eso sería estupendo, hijo.

-Bueno, mandón sí que eres, que no me pasas ni una, pero es verdad que contigo aprendo mucho.

-Hermana, si quieres llegar a ser una gran pianista, tienes que tener mucha disciplina.

-No corres tú ni nada, Jose, pero me alegro mucho de que quieras ser maestro, seguro que lo haces muy bien>>

José Luís pensó que era irremediable salir, iban a dar las seis y su padre iría al comedor a tomar la merienda. Odiaba ver a su madre tensa cada tarde, procurando la temperatura exacta del café con leche. En el corto descanso,Ángel merendaba y daba las órdenes necesarias para que la tarde funcionara, según él, correctamente; exigía lo que le apetecía para cenar. Cuántas veces, cuando su padre volvía al taller, abrazaba a su madre, le hacía cuatro mimos y le arrancaba una sonrisa, para que pudiera soportar mejor la situación.

Odiaba que su padre trabajara en casa. El ambiente era detestable, tener que compartirla con los trabajadores, que se paseaban por allí como si fueran los amos, no había intimidad, su madre tenía doble faena, aunque claro, no tenía motivos, para eso le había puesto una criada su marido. Cínico era y mucho.

Sus abuelos vivían en el piso de abajo, el primero a la derecha, y eso le hacía feliz. Su abuelo Gregorio, a pesar de haber sido abandonado por sus padres en la Misericordia, había llegado a ser Administrador de esta entidad, era un hombre muy inteligente y le encantaba charlar con él.

La que estaba realmente a gusto era su hermana mayor, Ángela, se había enamorado de Fernando, su primo hermano,

y al final habían conseguido la bula del Papa. Se habían casado, ahora vivían los dos bajo.

-José Luis ¿Dónde andas?- la voz de su padre resonó por toda la casa.

-Voy papá. Perdona, pero me ha sentado mal la comida.

-Déjate de tonterías, sé de sobra que hoy te daban las notas.- Su padre, bebía su café con leche y hasta a través del vaso notaba la mirada clavada en él.- Carmen, por Dios, no sabes preparar ni un café con leche, está frío.

-Papá, he sacado notas brillantes.

-¿Seguro? –era un tono escéptico el que marcó la pregunta.

-Hijo, que alegría me das, ya te veo en la Normal.

-Mamá, espera. Solo he tenido un pequeño tropiezo, en religión, aún no me lo explico, mañana iré a hablar con Don Benjamín, debe haberse saltado alguna pregunta sin corregir.

-¿Me estás diciendo que te han suspendido Religión y encima pretendes hacerme creer que la culpa es del profesor?

Cinco dedos quedaron marcados en la mejilla de José Luís. Las lágrimas brotaron dando rienda suelta a toda la rabia acumulada.

-¡Ángel, no lo voy a consentir!

-¡Cállate! Tú no eres nadie, me oyes, ¡nadie! para consentirme a mí.

-El chico ha estudiado muchísimo y no creo que se merezca este trato.

-¡Que te calles! ¿Qué nota has sacado?

-Un cuatro.

-Un cuatro, un cuatro. ¡Te voy a enseñar yo a ti! Aunque para que veas que no soy tan cruel, te voy a dejar que pase el verano y en cuanto termine, a trabajar en el taller. Y escúchame bien, entrarás de aprendiz, me oyes, de aprendiz, por ser mi hijo ni un privilegio ni medio. ¡Vas a aprender modales! Y tú, Carmen, te bebes este café con leche, a ver si a ti te gusta.

Ángel se dirigió al taller, no sin propinarle una patada a la pobre Betty, que asustada, escuchaba desde la puerta. Al portazo le siguieron los gritos contra el personal. No se iba a librar nadie de su mal carácter.

Carmen y su hijo se abrazaron, los dos sabían que aquello no había hecho más que comenzar.

Carmina había desaparecido, refugiada en su habitación trataba de taparse los oídos con el cojín, estaba aterrada.

Sonó el timbre de la puerta, los abuelos estaban cansados de los gritos que resonaban en toda la plaza, siempre teniendo que consolar a su hija, a sus nietos, no les gustaba nada la actitud de su yerno.

-Carmen, hija, si te parece voy yo a hablar con el profesor, a ver qué se puede hacer.

-Gracias papá, pero no creo que sirva de nada -Carmen apenas podía hablar entre lágrimas.

-No abuelo, ya no hay solución, todo está muy hablado.

-Hijo, ¿qué quieres decir?

-Nada mamá, nada, quiero decir que ya está. A trabajar y se terminó.

En ese momento se dieron cuenta de la presencia de Ángel, nadie lo había escuchado llegar.

-Hola suegros, así es, no hay nada más que hablar. Solo iba al váter, pero mira por donde ya veo que se habla a mis espaldas.

Los abuelos sin decir nada más se marcharon, Carmen y su hijo, se dirigieron a buscar a Carmina.

Llegó el uno de setiembre, y comenzó la condena de José Luis. El taller era una pieza rectangular, en el centro seis bancos de joyero componiendo una gran mesa. En ella se suceden golpes rítmicos, lijados delicados, palabras bruscas, órdenes implacables.

Los bancos del medio servían a los dos hijos de Moisés,  un hombre bajito, alegre, orgulloso, que si bien era dueño junto con su hermano Ángel de aquel pequeño negocio, parecía estar a su servicio.

Tres empleados más componían el personal.

El aprendiz, Gerardo, parecía querer dejar impresas sus huellas en las baldosas a fuerza de obedecer. El chico sabía que iba a ser despedido. En el taller no era difícil enterarse de lo que ocurría en la casa. Todos sabían que don Ángel había amenazado a su hijo con empezar desde abajo.

Le había rezado a todos los santos para que el muchacho aprobara y no verse en la calle. Su sueldo, aunque escaso, era muy necesario en casa.

A Gerardo le confiaban los recados de poca monta, cuando iba a dar aviso de que las piezas estaban terminadas, las señoronas siempre le daban propina, se sentían eufóricas solo de pensar en la nueva joya que iban a lucir y se mostraban generosas con el muchacho.

Eso sí le iba a doler, gracias a estos paseos conocía cada día mejor la ciudad. Tal vez le podría pedir a don Gregorio que lo pusiera de chico de los recados en la Misericordia.

-Gerardo, ven aquí.

-Voy, Don Ángel. Dígame usted.

-Te comunico que mañana solo tienes que venir para recibir lo que se te debe. Si tienes algo tuyo por ahí haz el favor de llevártelo

-Pero Ángel, ¿de verdad vas a poner a tu hijo de aprendiz?

-Moisés no me discutas, dije que entraba de aprendiz y así será. Ya tendrá tiempo de subir de puesto, si es que vale.

-Escúchame, por favor, no me parece bien que mis hijos tengan banco y el tuyo…

-No es mi culpa, él es el que ha suspendido.

-Pero tío…

-Tú también Fernando, no te voy a consentir que me repliques ¿me oyes?

-Fernando, hijo, cállate, tengamos calma, si tu tío piensa que es mejor, vosotros ser amables con vuestro primo y…

-De eso nada, es aprendiz y será tratado igual que Gerardo.

Rafael, el segundo oficial,  había estado escuchando y respiró. De momento podía estar tranquilo, el niñato presumido no le iba a quitar el sitio, pero podía ser cuestión de tiempo.

Antonio, el más viejo del taller, el maestro joyero que había enseñado a los dos jefes, sentía rabia, no le caía nada bien ese individuo y esperaba que al entrar el hijo del jefe a trabajar  lo despidieran y no al pobre diablo del aprendiz.

José Luís no podía ser consciente del ambiente que había en el taller, él ya tenía bastante con intentar asimilar en qué se había convertido su vida.

Cuando iba a entrar llegó Fernando.

-Hola, Fernando.

-Hola, Josele, ¿cómo estás?

-Pues ya ves, hecho polvo, y no me entiendas mal, sé, de sobra, que vuestro trabajo es muy digno, incluso es arte, pero es que a mí no me gusta, mi vocación era otra.

-Tú dibujas muy bien y hay veces que necesitamos un buen diseño.

-Fernando, no soy tonto, y si mi padre ha dicho de aprendiz no creo que cambie de opinión, sería la primera vez.

A la larga, su primo tuvo razón, aunque seguía de aprendiz, su padre aprovechó las cualidades de José Luís.

Tenía una habilidad especial para diseñar.

Había pasado ya toda una temporada y cada día había lamentado su suerte por no poder estar en la Normal, sin embargo no todo era malo, conoció a una chica ese verano, en el Baile del Ramo del Balneario las Arenas, Encarnita, y se había enamorado de ella, hasta el punto de que últimamente, terminada la jornada, se quedaba en el taller diseñando joyas para ella.

Su padre se ablandó un poco y le cedió una pequeña plancha de plata para que ejecutara alguno de sus diseños.

José Luís, le iba a pedir que fuese su novia y le regaló una sortija de plata en forma de cinturón, creando una idéntica para él. Había mandado grabar sus nombres y la fecha, 08/1946

Para Navidad le tuvo preparada otra maravilla, le entregó un bonito estuche y al abrirlo, Encarnita vio un precioso broche de plata, una estrella calada de seis puntas sostenida en un círculo; en el centro, engarzadas y enlazadas, las iniciales EA.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS