El fin de semana había sido perfecto pero, muy a su pesar, su esposa se empeñó en que era mejor volver el mismo domingo. Anochecía ya cuando se encendió el piloto de reserva.
Jean y Margot les habían invitado para inaugurar la temporada estival con unas buenas barbacoas en su chateau a las afueras de Pau. Nunca antes lo habían hecho, pero quizá esta vez se sintieran obligados a compensar en cierta medida el desplome de las acciones que Jean, en una de sus grandilocuentes verborreas, les había sugerido comprar meses atrás.
No podían negar que sentían cierta envidia de sus amigos gabachos. Sus viajes por el mundo, su vida despreocupada y aquella colosal casona que acababan de descubrir, al fin y al cabo no eran precisamente fruto del esfuerzo sino de una afortunada herencia familiar.
Después de un fin de semana en el que no habían dejado de comer y habían decidido acabar con todas las botellas de la casa, el último almuerzo de mediodía había estado a la altura. Para cuando se quisieron dar cuenta de que se hacía tarde y debían volver a Pamplona ya habían dado buena cuenta de tres botellas de Cabernet Sauvignon del 85 y unos cuantos chupitos de orujo casero, por lo que decidieron volver por una ruta alternativa para evitar inoportunos encuentros con la policía francesa.
Encontrar una gasolinera en aquella carretera no era tarea fácil. Una vez que pasabas Saint Jean-Pied-de-Port tan sólo había curvas, bosque a ambos lados del trazado y apenas dos palmos de cuneta. Sin embargo recordaba una vieja gasolinera de explotación privada justo antes de cruzar la frontera. Cuando creyó estar al límite del depósito vio las luces al lado derecho de la carretera sintiendo el alivio de aquel que orina después de horas.
Como muchas gasolineras familiares tenía en paralelo un par de surtidores de la época glaciar, uno para gasolina y el otro para gasoil. Detuvo su Ford Orion a la altura del surtidor de gasolina, murmuró algo a su mujer de muy mal modo y se bajó del coche. Seguía malhumorado por tener que volver a casa ese mismo día; al día siguiente se podían haber levantado temprano, despejados y podían haber vuelto por la autopista y parar en alguna gasolinera española, no a precios franceses. Y, mierda, ni siquiera salían a atender.
Se acercó a la ventanilla. Allí había un tipo con pinta de argelino, vestido con un uniforme chillón que podía valer igual para una gasolinera que para servir patatas fritas en una hamburguesería. Se rascaba la cabeza bajo la visera mientras hacía una especie de crucigrama y le miró con hastío cuando le vio acercarse. Esteban tampoco tenía excesivas ganas de aguantar a nadie por lo que sin soltar palabra deslizó un billete de cincuenta francos a través de la pequeña abertura del cristal. El argelino le hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza y la volvió a agachar sobre el crucigrama. Esteban volvió sobre sus propios pasos.
Vio a su mujer acomodada en el asiento contiguo al suyo, esperando tranquilamente proseguir el camino a casa. Ya eran al menos un par las ocasiones en las que en las últimas horas se había visto obligado a complacer a su caprichosa esposa. Maldijo al agarrar la pringosa palanca del surtidor pero una vez empezó a llenar el depósito se abstrajo llevado por el efecto del alcohol en su sangre e incluso, por un instante, creyó soñar.
– Disculpe – despertó sobresaltado al notar dos golpecitos en el hombro. Se giró y vio frente a él a un hombre que sin duda rozaría los dos metros, bien parecido a primera vista. Era canoso y con un corte de pelo al estilo militar que acentuaba su cara angulosa. Sonreía ampliamente mostrando una dentadura que parecía perfecta. Demasiado perfecta a juicio de Esteban. Bien entrado en años, vestido con un traje completamente negro, camisa igual de negra y acompañado únicamente de una enorme maleta rígida, también negra.
– Siento haberle asustado – se disculpó otra vez. Notó que a pesar del buen castellano, tenía un ligero acento extranjero cuya procedencia no sabía precisar. Su esposa miraba curiosa desde dentro del coche y el surtidor había alcanzado el equivalente a los cincuenta francos en gasolina.
– Dígame – se ofreció Esteban al tiempo que dejaba la palanca en el gancho del surtidor y se frotaba inconscientemente la pringada mano en el pantalón ante la mirada callada pero de horror de su esposa. Ya había anochecido casi del todo.
– Mire, no sé si podrá ayudarme – comentó dubitativo.
– Usted dirá.
– Soy un pastor belga – sonaba a raza de perro, pensó Esteban, quien echó un rápido vistazo al traje – como seguro habrá comprobado por mi indumentaria.
– Hombre, lo de pastor sí. Lo de belga es más difícil deducirlo – comentó Esteban divertido.
– El caso – prosiguió – es que vengo de compartir unos días con unos religiosos de Saint Jean y, por no molestarles, a última hora me he aventurado a decirles que ya me las arreglaría para llegar a Pamplona, que es donde me esperan unos compañeros.
– Ya – respondió intuyendo la necesidad del pastor. Miró de reojo a su mujer cuya cara indicaba que también lo había intuido.
– ¿Viaja sólo? – preguntó el religioso.
– Mi esposa va conmigo – dijo al tiempo que la señalaba a través del cristal. Tan sólo con la mirada la respuesta de la mujer era clara: no.
– Fue también un matrimonio quien me ha traído amablemente hasta aquí – hizo una pausa y se le quedó mirando a los ojos sin perder la sonrisa –. Entiendo que su esposa pueda sentirse incómoda – se agachó para agarrar la maleta con intención de retirarse.
Esteban miraba alternativamente al gigantesco pastor y a su mujer, que ya más aliviada, volvía a sus cosas. Pero no, definitivamente no estaba dispuesto a complacerla otra vez. Cuando echas la vista atrás eres capaz de precisar cuándo, cómo y por qué sucedió. Apenas medio segundo de tu vida y todo cambia para siempre. El recuerdo del mal humor con el que había partido de Pau y la tranquilidad con la que su esposa se acomodaba ahora, avivó en él la oportunidad única de revancha. Quizá una revancha algo irreflexiva e infantil, pero revancha al fin y al cabo.
– Le llevaré – decidió. El pastor se volvió para ofrecerle la más perfecta de sus sonrisas.
– ¿No le importa?
– En absoluto – le devolvió la sonrisa, no tan perfecta, ante la atónita mirada de su mujer.
Abrió el maletero para cargar la extremadamente pesada maleta del pastor en el reducido espacio del Ford Orion, no sin antes hacer algo de hueco echando al fondo su propia maleta. Antes de cerrar el maletero tropezó con la mirada furiosa de su esposa. Para entonces ya se había arrepentido de su decisión.
El argelino de la gasolinera vio meterse en el coche al tipo borracho antipático de los cincuenta francos y a ese gigantesco y sonriente señor de negro que llevaba cerca de dos horas esperando a que algún coche parara a repostar. Esta mierda de negocio familiar se va a pique, pensó, y el puto crucigrama se le había atragantado hacía más de media hora.
Al enorme pastor belga le costó encajar en el apretado asiento trasero del Ford Orion. Pero al cabo de una serie de maniobras logró poner cada pierna a un lado del centro del coche de manera que, por el espejo retrovisor, Esteban sólo veía a contraluz la silueta de corte de pelo militar e intuía aquella interminable sonrisa clavada en su nuca. A su espalda, también clavada como un puñal, sentía una de las rodillas. La otra, a buen seguro, ya la estaría sintiendo su esposa, quien aún no había abierto la boca.
Después de arrancar el coche se reincorporaron a la desolada carretera y a la oscuridad de la noche y del bosque.
– Buenas noches, señora – saludó el pastor al tiempo que extendía entre las cabezas de Esteban y su esposa una mano grande, de gruesos dedos pero uñas muy cortas aunque bien cuidadas.
La mujer tardó un buen rato en responder al saludo. Esteban llegó a pensar que no lo haría, sin embargo, acabó estirando su brazo derecho ofreciendo su mano al nuevo pasajero sin mediar palabra. Tras el breve saludo el pastor se acomodó, como aquel que no se ha sentado en todo el día, provocando que las rodillas se clavaran bruscamente en las espaldas del matrimonio y ambos dieran un respingo simultáneamente.
Al rato ya habían cruzado la poco definida frontera de Arneguy y rodaban sobre asfalto navarro, adentrándose aún más en el bosque de hayas a través de una sinuosa carretera. Esteban ponía a prueba sus mermados reflejos en cada curva por lo que, a pesar de querer descargar a su pasajero cuanto antes, decidió despegar un poco el pie del acelerador. Maldecía su imprudencia.
Llevaban cerca de un cuarto de hora en absoluto silencio, escuchando únicamente el ronroneo del motor entre la segunda y la tercera marcha, cuando el pastor decidió romperlo.
– ¿Es usted católica, señora? – preguntó al tiempo que arrimaba su cabeza. Sin saber precisar por qué, a Esteban le irritó un poco el hecho de que se dirigiera a su esposa. En cualquier caso la inquietud era superior a la irritación.
La mujer miró a Esteban, aunque éste, que cruzó brevemente su mirada con la de su esposa, no era capaz de determinar si le estaba reclamando ayuda o si aún seguía irritada por su imprudencia al recoger al intruso. Ella, por su parte, no era capaz de precisar el motivo de los rítmicos movimientos que notaba en su espalda, justo donde el pastor apoyaba su rodilla. En cualquier caso no le gustaba aquel tipo y quería llegar a casa cuanto antes. Sentía el cálido aliento del belga en su nuca, esperando una respuesta, sonriente.
– Lo somos – respondió seco Esteban.
– En Bélgica la mayoría lo es. Daba por hecho que ustedes también lo serían – y volvió a dirigirse a la mujer –. Usted tiene, sin lugar a dudas, aspecto de católica.
Dicho por él, con aquella naturalidad, parecía un comentario más. A la mujer, sin embargo, quizá llevada por su propia imaginación o por la intensa certidumbre de aquel movimiento en su espalda y el distraído roce de la mano del pastor en su hombro, el comentario no le resultó en absoluto inocente. Volvió a mirar a su esposo. Esta vez sí era ayuda lo que le pedía con la mirada. Su marido lo captó.
– ¿Y usted? – preguntó Esteban con poco interés.
– ¿Cómo? – el pastor parecía volver de sus propios pensamientos.
– Le pregunto si es católico.
– No, protestante. Somos como una isla en medio del mar.
– Ya – no sabía muy bien a qué se refería pero le importaba un carajo. Para entonces ya había decidido resolver su estúpida decisión de recoger al belga. – ¿Fuma? – preguntó Esteban al tiempo que giraba en una cerrada curva a izquierdas.
Hayas a cada lado de la carretera y ni un alma en todo el trayecto. Esta vez el pastor le dirigió a él su estúpida sonrisa. Lo hacía por primera vez desde que habían salido de la gasolinera.
– De vez en cuando, sí – respondió el pastor.
– Pues venga, echemos un cigarro. Nos vendrá bien.
– ¿Ahora? ¿Aquí? – preguntó indiferente.
– Sí, necesito un poco de humo en los pulmones y, sobre todo, echar una meada. Disculpe, orinar.
– No se preocupe. Eso también me vendrá bien a mí.
Esteban se echó a un lado de la carretera. Apenas había tres palmos de arcén entre la vía y la hierba. El coche quedó un poco inclinado hacia el lado derecho. Dejó el motor y las luces de emergencia encendidas. Los dos hombres bajaron ante la mirada de la mujer. Era gratificante sentirse liberada momentáneamente de la presión en la espalda.
Esteban se metió entre tres árboles mientras se encendía un Ducados. Después le ofreció otro al pastor que se valió de su propio mechero para encenderlo. Se le había olvidado lo grande que era aquel tipo. Visto así, sin más luz que la intermitente del coche, parecía un árbol más. Estuvieron en silencio el tiempo que les duró el cigarro, como calibrando los pensamientos del otro. Después, sin mediar palabra, Esteban se orientó hacia uno de los árboles. El pastor, quizá más pudoroso, hizo lo propio aproximándose a unos arbustos que prácticamente lo abrazaban.
Esteban, que ni siquiera se había bajado la bragueta, esperaba inquieto que el otro empezara a mear. Fueron algunos segundos en los que dudó de sus propias intenciones pero en cuanto escuchó el sonido de alivio del pastor se acercó a él por la espalda con la mayor naturalidad que pudo.
– ¿Sabes? No tienes pinta de religioso – le tuteó Esteban.
El gigantesco hombre se giró mientras seguía regando el arbusto, con la chorra aún entre las manos. No se sorprendió al ver a Esteban a su espalda, tan cerca. Ni siquiera respondió. Tan sólo sonrió, tan ampliamente como pudo. Esa puta sonrisa…
La templanza no era una de sus virtudes. Sin duda no sería la primera vez que Esteban decidía apartar a alguien de su vida y aquel belga cabrón había irrumpido en ella innecesariamente. Reunió todo el valor y las fuerzas que pudo, se mordió la incertidumbre y empujó con ambas manos y todas sus fuerzas a aquel tipo de más de cien kilos. Tras salvar la resistencia inicial, todo aquel cuerpo vestido de impecable traje negro desapareció entero entre los arbustos, como si se lo tragaran de un bocado. Antes de caer, Esteban pudo ver, no sin cierto remordimiento, cómo se le torcía la sonrisa al pastor. Tan sólo deseó que al menos protegiera de las espinas aquello que tenía entre las manos.
Sin volver la vista atrás salió corriendo hacia el coche. Al llegar abrió la puerta todo lo rápido que pudo y, aún jadeante, aceleró su Ford Orion hasta límites que aquel pedazo de hierro no había conocido jamás. Dio las primeras curvas sin querer mirar por el espejo retrovisor, temiendo dar con la siniestra silueta del pastor belga corriendo con enormes zancadas para alcanzarlos. Al cabo de un par de kilómetros, cuando reunió valor suficiente, miró. Nada ni nadie. Tan solo oscuridad.
– No digas nada – comentó consciente de la mirada de su mujer fijada como alfileres en su cara. Y así hizo.
Condujeron en silencio durante algo más de media hora. Esteban, con la mente aún puesta en aquel arbusto que había engullido al pastor y tratando de esquivar unos remordimientos que por lo general le duraban poco. Se obligaba a pensar que todos sus actos obedecían a una lógica concreta. Era su deber hacerlo y lo había hecho, sin más. Simplemente deseaba llegar a casa y olvidar cuanto antes aquel fin de semana.
Habían cruzado Larrasoaña y bajaban ya camino de Burlada cuando se toparon de bruces con un control de la Guardia Civil y al matrimonio se le heló la sangre.
Dos agentes, uno a cada lado, se aproximaron lentamente al vehículo con sus fusiles apuntándoles de manera despreocupada. Antiterrorismo, dedujo Esteban. Uno de ellos, el barbilampiño de cara aniñada a quien el tricornio le daba un extraño aspecto de sacacorchos, le indicó que echara el coche a un lado. El otro, de bigote poblado y oscuro, desconfiado y, sin duda, mucho más curtido en éstas, pidió a Esteban que bajara la ventanilla al tiempo que se acercaba al vehículo.
– Buenas noches, caballero – saludó cortésmente y con voz grave el agente, pero con esa descuidada costumbre de acercar el cañón del arma a la cabeza del conductor –. ¿Podría indicarme de dónde vienen? – comentó al tiempo que se agachaba para echar un ojo a la mujer que viajaba al lado.
Esteban y su esposa se miraron fugazmente. El pánico ya se había apoderado de ellos. Fue algo instintivo, casi telepático. El maletero. Conscientes por vez primera de que llevaban una maleta propia y otra ajena.
– Del camping de Urrobi – mintió Esteban nervioso. El agente echó un vistazo al asiento trasero que poco antes había estado ocupado.
– ¿Podría bajar y abrir el maletero, por favor?
Esteban bajó del coche con desgana y se acercó despacio al maletero. Su mujer observaba inquieta cada movimiento de su marido sin despegar su trasero del asiento. Tras una última mirada al agente, Esteban, que había dejado ya muy atrás los efectos del alcohol, pulsó el botón que abrió el maletero.
– Abra las maletas, por favor – ordenó el del bigote.
– Ésta es muy grande – comentó Esteban señalando la inmensa maleta negra del pastor belga, aquel que ahora mismo a buen seguro se encontraría maldiciendo al matrimonio al tiempo que se quitaba a oscuras las espinas de la polla –. Tendría que sacarla para abrirla y pesa mucho, la verdad.
– Pues sáquela – respondió molesto el agente.
Los agentes fueron testigos inertes de la patética imagen de aquel hombre menudo tratando de sacar la abultada maleta del coche. La maniobra duró un par de minutos y acabó con la gran maleta negra golpeando bruscamente el suelo ante la agotada estampa de Esteban que, agachado, apoyaba las manos en sus rodillas. No tuvo que preguntar si debía abrirla dado que el veterano agente se lo indicó apuntando el cañón hacia la maleta.
Una última mirada de auxilio a su mujer que, muy a su pesar, con gesto de profundo reproche se volvía definitivamente al frente ajena a la toda la acción posterior. Esteban, más desolado que nunca, tiró de los cierres laterales y abrió la maleta.
Tras un instante de desconcierto el agente más joven se dirigió a su superior rompiendo el silencio en tono divertido.
– Son un poco capillitas, ¿no cree, mi cabo?
Esteban seguía observando en silencio el montón de Biblias de diferentes versiones y todo tipo de ensayos sobre teología apiladas dentro de la maleta sobre un par de trajes rigurosamente negros.
– ¿Cómo dices? – reaccionó al rato el veterano.
– Religiosos. Digo que parecen muy religiosos. ¿Lo son? – preguntó esta vez dirigiéndose a un desconcertado Esteban.
– Sí – dudó un instante, y confirmó –, protestantes.
En cualquier caso mayor fue la sorpresa de los agentes, y la desgracia de Esteban y su esposa, cuando al abrir la otra maleta, la que había quedado al fondo del maletero, descubrieron las cabezas de unos irreconocibles Jean y Margot entre otras partes troceadas de sus cuerpos. Más tarde, y entre diversos efectos personales del matrimonio, encontrarían en la guantera del Ford Orion unas llaves que jamás pudieron identificar. Las llaves de un Chateau a las afueras de Pau, quizá. Algo que compensara el desplome de ciertas acciones, quizá.

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