Hoy nos hemos encontrado en La Cambe, Ilse y yo. Nadie más. Ninguno de sus hermanos quiere saber nada de mí. Cuando supe donde se encuentra mi padre, me invadió una repentina impaciencia por desplazarme hasta allí. Fue Ilse la que se ofreció a acompañarme. «Al fin y al cabo ―me dijo―, casi es la misma distancia la que nos separa a ambos de su tumba». Me gusta Ilse y me reconforta su compañía. Ya no me siento tan solo. Además ―qué gran fortuna―, ha ido mejorando su francés, lo suficiente para entendernos. A pesar de que ella ya había visitado La Cambe con su familia, se ha desorientado y hemos deambulado entre las lápidas, entretenidos en leer las monocordes inscripciones que las cubren. Aunque podríamos parecer banales turistas, la realidad es que paseamos abrumados por la emoción. El ambiente sobrecoge, máxime cuando piensas que toda la costa está sembrada de muertos.

Hace cinco años me desplacé hasta Berlín, por trabajo. La estancia se alargó durante varios días, lo que aproveché para emprender la búsqueda de mi padre. Reconozco que lo que me decidió fue la insistencia obsesiva de mi madre y no mi interés personal, que nunca había sido muy vivo. Su figura había representado para mí, más que un recuerdo entrañable, un inconveniente importante y nunca, antes, me había referido a él como a un padre.

Recuerdo que salí de los archivos de la WASt, visiblemente conmocionado. Acababa de descubrir que yo, un hombre solitario, tenía cuatro hermanos con nombres y apellidos concretos. Ilse fue la única que respondió cuando contacté con ellos. Había visto, también, la ficha de soldado de mi padre, donde constaba la foto del retrato de un hombre de mirada sosegada, pero distante, del que no podía negar que yo era hijo. Hasta el funcionario que me atendió me había sonreído abiertamente al percatarse del fuerte parecido.

Ese debe de ser el motivo por el que descubro a mi madre, muy a menudo, mirándome con auténtico embeleso. Incluso, diría, con orgullo. Él fue su primer y único gran amor, como me ha confesado en ocasiones, exaltada. Su mirada, al observarme, a veces me molesta y siempre he temido que cierta locura se apoderara de ella. En mi ánimo por devolverla a la realidad, le he echado en cara demasiadas cosas. Como su obstinación en querer seguir viviendo en Dordogne, donde todavía hoy, tantísimos años después, más de un vecino rencoroso le niega la palabra y donde cada año, a modo de aniversario, tengo que limpiar la palabra Boche de la puerta de casa.

Durante un tiempo le oculté a mi madre el resultado de mis indagaciones. Su salud ha mermado y ese estado de delirio expectante, totalmente irracional, en el que ha vivido desde que acabó la guerra, la hace vulnerable. Tenía miedo de una reacción demasiado trágica. Sin embargo, cuando le comuniqué que el hombre que había esperado tanto tiempo, había muerto solo unos pocos meses después de despedirse de ella, quedó sumida en un estado de apatía silenciosa. Solo cuando le hice saber que estaba enterrado en Normandía, reaccionó. En su rostro se dibujó un gesto de incredulidad y empezó a llorar; un llanto sereno, sin aspavientos, mientras repetía en un susurro: «¡Tan cerca; estaba tan cerca!».

Ilse ha expresado su deseo de conocer a mi madre. Es muy generosa. Para mi sorpresa, mi madre también se ha interesado por Ilse y ha querido saber detalles sobre su persona. No me pareció sorprenderla con la noticia de que mi padre, en los tiempos en que estuvieron juntos, ya tenía una familia formada en Alemania. Estoy convencido de que ella no ignoraba su situación. Hasta es posible que supiera de la existencia de Ilse, que es apenas un año mayor que yo. Cuando le pregunto, solo obtengo el silencio como respuesta. Ese silencio la delata. Creo que, al ocultarme ese detalle, ha buscado protegerse ella misma. Ciertamente, era muy joven, pero no fue inocente.

Me lo pensé un tiempo, lo de contactar con mis hermanos. No fue fácil. Sé que he abierto una brecha en esa familia que no me hace sentir feliz, pero Ilse me tranquiliza. La guerra, me dice, pasó cara factura a su familia, como a todos los alemanes, pero ella no quiere cargar siempre con la culpa. Ella misma se siente algo excluida de su familia; muy diferente a sus hermanos. Tampoco conoció a su padre, no lo recuerda y por eso, me dice, ahora mismo se siente más unida a mí que a ellos. A los dos nos ha faltado lo mismo. Cuando le oigo decir estas cosas la trato de exagerada, pero me hace sonreír. Ilse lidia también con un pasado triste que, con su buen humor, trata de paliar. Sus hermanos, por ser más mayores, vivieron la guerra con más intensidad. También sus consecuencias, las más inmediatas, las que les infringieron los aliados. Todos se sintieron humillados y parece ser, eso es un fardo del que todavía no se han desprendido del todo. Tampoco se siente muy apegada a su madre quien, para protegerla de la hambruna que asolaba Berlín, la envió con sus abuelos paternos al norte, donde pasó parte de su niñez. Esos abuelos que también han sido los míos, sin ellos saberlo.

Mientras avanzamos a través de las austeras tumbas de La Cambe, le pido a Ilse que me hable de su madre. Divaga y se demora en la explicación. Finalmente, hilvana su historia a retazos. Cuando supo de mi existencia tuvo un acceso de ira y rompió muchas fotos familiares donde estaba presente nuestro padre. Los hijos salvaron algunas a tiempo.

―Para ella fue una decepción enorme ―me dice Ilse―. Descubrir que su marido se había comportado como la soldadesca, un hombre vulgar, decía.

―Sin embargo, mi madre guarda un recuerdo idealizado de él. Desde luego, fue una relación bonita y, quiero creer, sincera; para nada vulgar ―le digo.

―Yo intento comprender a la mía. Solo ella sabe lo que sufrió cuando entraron los rusos en casa. Y de pronto, veía a su marido de la misma calaña. Ha sido una mujer herida profundamente.

Esas palabras me traen a la memoria el recorte de diario que guarda mi madre, donde se la puede reconocer, entre otras mujeres que siguen la misma suerte que ella. Aparece rapada, con una cruz gamada grabada en la frente y la pasean semidesnuda para escarnio del vecindario. Y allí estoy yo, en sus brazos, que me aprietan contra su pecho; su mirada fija en mí.

―Parece que las mujeres son blanco fácil para la venganza ―concluyo, intentando esbozar una sonrisa que ahuyente nuestros pesares.

Por fin, hemos encontrado la tumba de nuestro padre. Ilse deposita unas flores en un jarro que trae consigo. Es muy detallista. Durante un buen rato permanecemos ensimismados, mirando la lápida. Tengo la necesidad de leer su nombre y lo hago en un susurro. Ilse se gira hacia mí y con una indulgente sonrisa cargada de afecto, me corrige la pronunciación. Sin previo acuerdo, nos cogemos de la mano. Por fin tenemos algo a lo que aferrarnos y que nos une.

Aquí, frente a nuestro padre, nos cuesta pensar en él como en un canalla.

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