Los puntitos rojos en la pradera verde mejoraban el anodino cuadro que tanto apreciaba Lina. Pero a mí seguía sin gustarme. Me parecía un paisaje tan muerto como lo estaba ella ahora.

La sangre había llegado hasta la pared, rociando con múltiples gotas el maldito cuadro. Habían crecido amapolas en la inmensa pradera verde, dándole nueva vida a aquellos colores planos. El sofá y la alfombra inservibles. ¡La cantidad de sangre que puede salir de una cabeza abierta!

—¡Qué haces aquí!— surgió una voz a mi espalda. —¿Por dónde has entrado? —. Me giré y vi a un hombre corpulento y mal encarado. —“Esta ha sido mi casa hasta hace poco. He venido a por mi rana”—, le dije. Aquél hombre me miró de forma extraña y luego, señalándome el sillón, me ordenó con malos modos:— ¡Siéntate ahí! ¡Explícate!—. Parecía muy nervioso. Todo lo contrario a como yo me sentía. Mi pastilla diaria era una bendición. Me relajaba. Me hacía ver las cosas claras, sin prisas, tomando distancia de los acontecimientos.

Ante la agresividad que demostraba aquél individuo, opté por explicarle con calma que Lina y yo nos habíamos divorciado hace poco y que había venido para cambiar el agua del recipiente de mi rana para después llevármela a mi casa, y que había entrado por la puerta de atrás del jardín porque aún tenía la llave. El hombre me miró incrédulo.— ¡No me tomes el pelo!—, me dijo con tono amenazador a la vez que enarbolaba un martillo ensangrentado que reconocí al instante como uno de los de mi caja…, perdón, de mi ex caja de herramientas. Lo sé por el mango de color azul. Las conseguí de oferta, pero son herramientas de calidad. Lina decía que yo compraba demasiadas cosas. Pero a mí me gusta tener cosas útiles, como las buenas herramientas. Nunca sabes cuando las vas a necesitar. — ¡No estoy para bromas!— me gritó aquel desconocido reclamando mi atención, mientras apretaba con fuerza el mango del martillo. Después, como si hubiese tenido una inspiración, me preguntó:—¿Conocías a Fran? ¿También te ha engañado como a mi? ¡Habla ya!—.

Tendría que hablar. Le haría caso. Yo solía hacer siempre caso a todo el mundo. Ese era uno de mis problemas. Aunque no siempre fue así. Recuerdo aquella vez que no le hice caso a Lina cuando insistió en que tomáramos clases de baile porque era bueno para las neuronas, para la autoestima y para no sé qué otras cosas raras más. Le dije que vale, que ella podía ir a esas clases, pero que no contara conmigo. Aunque me gusta mucho la música y creo que interpreto bien el ritmo, no me gusta bailar. Pero tengo que matizar eso. Lo que no me gusta es que alguien me mire cuando bailo. Cuando estoy solo, sí que me gusta bailar. Sobre todo si he bebido una copita de más, o estoy triste, o eufórico. No es un baile con estilo, ni con método, escuela ni nada de eso. Es un baile interior. Personal. Dejándome llevar por la música. Por eso no quiero que nadie me vea, porque pincharían mi burbuja. En cambio a Fran, nuestro vecino, sí que le gusta bailar. No le importa que le miren. Siempre me hizo gracia eso, porque Fran no tiene cuerpo de bailarín, es grueso pero con estilo. Al moverse me recordaba siempre a los hipopótamos que bailaban en aquella película de Walt Disney.

Salí de mi ensimismamiento cuando aquel hombre, visiblemente enfadado y nervioso, dio una patada a una silla y con el martillo ensangrentado señaló amenazante mi cabeza. —¡Eh tú, qué te pasa, eres retrasado o algo así! ¿Estás dormido? ¡Dime si hay algo de verdadero valor en esta jodida casa o terminamos esta conversación!—. Le miré durante un instante evaluando el peligro y luego dije: —“No sé si ahora será igual, pero cuando vivíamos juntos, Lina guardaba una pequeña caja fuerte en nuestro cuarto”—. El hombre puso cara de interesado y me obligó a acompañarle al dormitorio para que le indicase el lugar donde podría estar la caja.

Me molestó ese “algo de verdadero valor”. Daba la sensación de que allí no había nada que mereciese la pena. Al fin y al cabo, hasta hace poco, todo lo que me rodeaba habían sido también mis cosas. Me gustaban mucho los tres pequeños búhos de porcelana que nos regaló la prima de Lina a la vuelta de su viaje por China. También me gustaba mucho la katana que estaba colgada en la pared, junto al cuadro de las praderas verdes, ahora ya no tan verdes. Pero este tipo no parecía opinar lo mismo. Mientras íbamos camino del dormitorio notaba la cabeza del martillo empujando mi espalda. Fue al pasar por la cocina cuando vi a Fran que yacía en el suelo con la cabeza abierta igual que Lina. En el desorden observé que el recipiente de mi rana estaba roto y pensé que la pobre andaría por ahí perdida sin saber qué hacer. Eso no me gustó. —¿Seguro que no conocías a ese tipo?—, dijo el hombre. —¡De nada!—, mentí, y sin poder remediarlo recordé que Fran, como vecino, no estaba mal, aunque su sentido del humor era realmente una mierda. Pasada la primera media hora en su compañía siempre agradecía que me entrara el sueño, porque de no ser así, no quiero ni pensar lo que hubiese podido ocurrir. En cambio, Lina se reía a carcajadas de las majaderías que Fran soltaba por la boca. Lina y yo éramos muy diferentes. Por ejemplo, a ella nunca le importó mi rana. Decía que era un bicho odioso. No percibía lo inteligente que era. Todo lo que a mí me gustaba a ella le daba igual. Sobre todo en los últimos tiempos. Por eso no me extrañó mucho cuando me dijo que quería el divorcio. Tampoco me extrañó cuando me dijo que Fran iba a vivir con ella. No sé si fue antes, después o durante las clases de baile, pero creo que fue el baile el causante de todo. Siempre me costaba imaginármelos bailando. Ella menuda y el enorme y grueso. Cuando vi el sofá lleno de sangre de la cabeza de Lina, las imágenes que vinieron a mi mente tenían que ver con el sofá. Como cuando veíamos juntos la televisión o teníamos sexo en él, pero de pronto, igual que un nubarrón, me vino la visión de Fran y ya tuve que pensar en otra cosa.

En el dormitorio el armario estaba abierto y desordenado. — ¡No está la caja!—, dijo con enfado aquel individuo al comprobar que en el cajón que le indiqué no había nada, como tampoco había ninguna caja fuerte en ningún otro sitio. Yo en cambio intenté disimular mi alegría al descubrir a mi pequeña rana dorada que se escondía en un rincón del armario.—Maldita sea!—, exclamó el hombre, —¿Qué estás mirando tan fijamente?—, y entonces metió su mano en el rincón de aquel armario atraído por el color de la rana. —¡Que mierda es esto!—, gritó aquel desgraciado cuando tocó mi rana. En ese momento supe que estaba salvado.

El hombre miró alternativamente su mano y mi cara. No comprendía que le había ocurrido. Tomándome mi tiempo disfruté mucho diciéndole: —¡ Es una” Phyllobates terribilis”! “También se la conoce como rana dorada. Cuando la tocas su piel libera una cantidad colosal de ”batraciotoxina”, veneno suficiente para matar a más de diez hombres”—. Aquel energúmeno empezó a escupir espuma por la boca. Al verlo, comprendí que necesitaba algo más de información, así que, mientras se retorcía en un estertor, seguí hablándole al oído, con calma, disfrutando de la situación: —“Las defensas químicas de mi pequeña rana, que solo mide cinco centímetros y medio, liberan una gran cantidad de alcaloides diferentes, por eso la convierten en la rana venenosa más letal del mundo”—. Iba a continuar pero vi que ya no le sería de utilidad mi explicación porque, ese asesino, estaba tendido en el suelo con los ojos y la boca muy abiertos y un tono morado inconfundible en su piel. Me alegré. Ellos no habían merecido aquella muerte injusta. Ahora sólo restaba recuperar con cuidado mi rana, y llevármela enseguida a casa para ponerla en un recipiente con agua limpia.

FIN

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Crítica del jurado

I. Magnífico comienzo el de este relato, desconcertante, que inicia el ascenso de una serie de sorpresas que mantienen en vilo al lector. Quizá me sorprende la sangre fría del personaje, al que parece no afectarle especialmente lo que está pasando ante sus ojos. De haberlo visto más angustiado habría sido más aceptable la sensación de alivio de saberse salvado.

II. La escena con la que arranca este relato es magnífica: vemos un cuadro de un prado de hierba con amapolas. Solo que las amapolas no están hechas con pintura, son gotitas de sangre. A partir de ahí nos encontramos con un personaje narrador que nunca pierde la calma, es como si estuviera, a pesar de su difícil situación, seguro de que nada malo le va a suceder. Actúa como alguien cuya vida no le importa demasiado, y así debe ser porque estamos hablando de un aficionado a la cría de ranas venenosas. La trama quizás necesite alguna explicación más y se podría dar un repaso gramatical al texto, pero en líneas generales es una buena historia.

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