Durante algunos meses tuve bajo mi cama a un inspector de Hacienda. Por aquel entonces era bastante habitual que buscaran cobijo en las casas, dentro de un armario ropero, debajo de la mesa camilla del comedor o tras las cortinas de una ducha desahuciada, junto a una regadera de latón, la fregona o una palangana con productos de limpieza. Convivían en la casa como un miembro más de la familia, hasta que llegaba el momento de su marcha, una vez cumplido su propósito. En mi caso fue distinto porque se lo oculté a Carlota, la que entonces era mi mujer. No lo habría entendido. Se lo habría tomado como algo personal, como se tomaba todo lo que yo hacía. Esa manía suya empezó el día siguiente de nuestra boda. Estábamos almorzando en un restaurante, cuando en el momento de pedir el postre estuve dudando entre una naranja preparada o un coulant de chocolate. No sé en que forma, ese hecho desembocó en una pelea con Carlota, que me acusaba a voz en grito de insinuar que estaba gorda. Esa obsesión no hizo más que empeorar con el paso del tiempo.

Al inspector de Hacienda lo descubrí por casualidad una noche de finales de marzo. Acababa de llegar del trabajo, estaba en mi dormitorio buscando una zapatilla que se había deslizado bajo la cama. Me agaché, aparte los faldones de la colcha y allí estaba. Un hombre rollizo, completamente calvo, lo que resaltaba aún más su cabeza en forma de huevo. Unos ojos sumisos de perro apaleado y un bigote inquieto con las puntas hacia arriba le proporcionaban un aspecto ilustre. Aunque si le mirabas fijamente, durante al menos trece segundos, también podías ver a Mister Potato. Estaba totalmente desnudo. Encogido. Tiritando. Como nunca le pregunté su nombre me referiré a él como H.H. Al día siguiente, nada más levantarme, subí la temperatura de la calefacción de la casa y pensé en salir a comprarle algo de ropa a la hora del almuerzo. No era cuestión de tener a un inspector de Hacienda en cueros todo el día. No sabía cómo vestirle, así que a la una y media me planté delante de la delegación de Hacienda para inspirarme. A esa hora, la puerta del edificio expelía un reguero turbio de seres de uniforme en trajes cenicientos, zapatos desgastados y corbatas de contornos imprecisos, descoloridas. Yo quería que mi inspector de Hacienda tuviera un porte más alegre y distinguido, su bigote no merecía menos, así que le compré un traje azul de raya diplomática, una camisa blanca de gemelos con cuello italiano y una vistosa corbata de color añil. Cómo lloraba de gratitud cuando se lo mostré, allí los dos juntos, bajo el palio de la cama.

El pobrecito apenas salía de su guarida y se alimentaba de las sobras que yo conseguía distraer. No era una tarea sencilla pues los niños, más que comer, devoraban. Unas veces le conseguía algo de ensalada de arroz o un trozo de tortilla de patata, otras medio sándwich de pollo o una manzana mordisqueada, cosas así. Al principio se le notaba incómodo bajo la cama. Su cuerpo generoso invadía la mayor parte del espacio, pero con el paso del tiempo se puso tan flaco que allí estaba como en una suite. Nunca hablaba, por lo que supuse que era mudo. Me pasaba notas con las cosas que iba necesitando. Unos libros de derecho tributario, cuadernos de espiral de hoja cuadriculada, lápices del número dos, bolígrafos con tinta roja y azul y una calculadora. Algo más tarde me pidió mis nóminas y los extractos bancarios del año anterior, la escritura de la casa y los gastos de la hipoteca.También algunas novelas policiacas y de terror, unos ensayos filosóficos sobre el Círculo de Wittgenstein y el positivismo lógico y muchas revistas de pasatiempos. Era un auténtico virtuoso con los dameros. Días después un sextante, unas tijeras, un termómetro, un cubo de rubik, una baraja francesa y dos estampitas de San Mateo (al parecer, el patrón de los recaudadores). Preferí no preguntar. Poco a poco y casi sin darme cuenta aquel espacio se fue llenado mágicamente de cosas. Levantar los faldones de la cama era como meter la cabeza en la madriguera de Alicia en el país de las maravillas y al hacerlo, siempre me recibía la sonrisa de H.H. como si fuera la del gato del cuento. Sólo salía brevemente, cuando no le veía nadie, para hacer sus necesidades, estirar un poco la espalda o acicalarse el bigote. En las contadas ocasiones que nos quedábamos solos en casa, le preparaba como desagravio una opíparo festín. Le llevaba conmigo al salón. Nos sentábamos juntos en el sofá, le colocaba cuidadosamente una servilleta a modo de babero y miraba extasiado cómo sus bigotes subían y bajaban rítmicamente, como danzando, mientras se lo comía todo, muy despacio, con los ojos cerrados, degustándolo como si fuera un auténtico sibarita. Después le leía algún libro o tomábamos un whisky mientras escuchábamos música. A mí me apasionaba la música coral antigua, en especial la renacentista, Guillaume Duffay o Tomás Luis de Victoria. Yo sabía que a él también le gustaba porque al oírla se hacía un ovillo a mis pies, transformaba sus ojos en apenas dos líneas rectas y extendía una sonrisa que elevaba las puntas de su bigote hasta casi rozarse. En esos momentos a veces no podía evitar acariciarle el lomo y entonces ronroneaba como un gato. Mi gato de Cheshire.

Así fueron pasando las primeras semanas entre mis acostumbradas discusiones con Carlota, la callada compañía de H.H. y una declaración de la renta que por primera vez en mucho tiempo me salió a devolver. Un día H.H. me pasó una nota pidiéndome hilo y aguja. Quería arreglarse un poco el traje, que le venía grande. Era tan hábil con el hilvanado y los pespuntes que, desde ese día, y a pesar de que si le mirabas durante un rato podías ver como su cuerpo menguaba, siempre estaba impecablemente vestido. Todo hecho a medida, sin una arruga, como recién planchado. Al ver su destreza le pedí, no sin algo de vergüenza, si no tenía inconveniente en cogerme los bajos de los pantalones y arreglarme las mangas de las camisas. Por lo general siempre me quedan largas pues soy de pierna y brazo corto como mi abuelo Palmiro, que a pesar de ello, se ganó la vida honestamente como carterista en la calle Preciados. Más tarde supe que a H.H. esa habilidad con la costura también le venía de familia. Su abuela había sido modista de Consuelo Portela, conocida como “La Bella Chelito”, la famosa cupletista de inicios del siglo XX. Gracias a él comencé a vestir con mayor elegancia, o al menos a no parecer un vendedor de enciclopedias a domicilio, que siempre visten trajes dos tallas más grande de la adecuada. Quizá vender enciclopedias encoja.

Mi relación con H.H. tuvo un punto de inflexión una noche en la que, excepcionalmente, practicaba el coito con Carlota. Y no digo excepcionalmente por que fuera con ella, sino por el coito en sí, que durante esos años se convirtió en una actividad tan esporádica para mí como para el Papa romper a martillazos la Puerta Santa para el inicio del Jubileo. Pues eso, estábamos en plena faena, yo la verdad, me había venido arriba y estaba azotando el trasero de Carlota, que se puso a vociferar indecencias, cuando H.H. asomó la cabeza a través de los faldones de la cama y dijo en un tono muy grave: “Señores, por favor. Un poco de sosiego, que así no hay quién se concentre”. Por fortuna Carlota no le oyó, pues tenía la cabeza sumergida en la almohada como un avestruz, pero a mí me desconcertó oír la voz rotunda de H.H. por primera vez. Ese descubrimiento me llevó a otro, tuve mi primer gatillazo. Este último en cambio terminó en algo a lo que ya estaba acostumbrado, una nueva bronca con ella, que se tomó mi pinchazo como algo personal.

El hecho de que H.H. pudiera hablar mejoró aún más mi relación con él. Al principio, por pura curiosidad y para romper el hielo, comencé a consultarle temas de carácter fiscal, dudas sobre gastos deducibles, IVA soportado, tributación de planes de pensiones o períodos de carencia impositiva. Me daba sus consejos con tanto sentido común e implicación, que casi sin darme cuenta, al poco tiempo estaba consultándole temas de carácter más íntimo. Cada vez que veo un pendiente de Carlota por la casa me lo tengo que probar y mirarme en la coqueta. ¿Tú qué harías? ¿Hacerte un agujero? He encontrado una china en el cajón de mi hija. ¿Le digo algo, me hago el moderno o prefieres que nos la fumemos juntos? Cosas por el estilo. Podíamos hablar de cualquier tema y empecé a considerarle mi confidente. Pedí el cambio de turno en el trabajo para poder pasar las mañanas a solas con él. A Carlota le conté que me habían obligado bajo amenaza de despido. La verdad es que tampoco pareció importarle mucho. Me apunté a unos cursos de cocina por internet, “Chef a golpe de clic”, “Cocina creativa para novatos”, o mi preferido “Cocinar es nominar: como pasar de un flan a la tembladera de azúcar y huevo, al golpe de calor, en su espejo de caramelo”. Con estos conocimientos, todas las mañanas, una vez que ella y los niños se marchaban de casa, me levantaba y le preparaba a H.H. un brunch como si estuviera alojado en un hotel de lujo. Huevos benedictine con salmón, humus de berenjena, pollo teriyaki, quiche alsaciana o un carpaccio de manitas de cerdo con virutas de foie, eran algunas de las delicias que le cocinaba. Élsiempre acababa con un: “Exquisito, mi querido amigo”. Con esta nueva dieta, poco a poco fue mejorando su aspecto físico. Días más tarde me lo encontré haciendo flexiones a una mano bajo la cama. Consiguió recuperar visiblemente su tono muscular y ganó en volumen al mismo ritmo que antes lo había perdido, con lo que hubo de esmerarse de nuevo con el hilo y la aguja para seguir manteniendo su traje como hecho a medida. Además este cambio de horario tuvo la ventaja de disminuir las peleas con Carlota, confinadas casi únicamente a los fines de semana. Cuando yo llegaba a casa, ella ya estaba dormida, y cuando ella se levantaba yo aún permanecía dormido o me lo hacía. Al llegar a casa era fácil saber si dormía, porque al entrar por la puerta sus ronquidos rivalizaban con cualquier morsa macho en época de apareamiento. En cambio, él siempre me esperaba con los ojitos muy abiertos, rodeado de sus cuadernos, libros y estampitas. Y así, debajo de la cama, protegidos por los ronquidos de Carlota, podíamos charlar unos minutos antes de dormir.

De esta forma transcurrieron lo que probablemente fueron los meses más felices de mi matrimonio, a pesar de que mi relación con Carlota pasó de mala a peor para luego ser prácticamente inexistente. Me encontraba con ella por los pasillos o en la cocina y nos saludábamos con un golpe de cabeza como dos transeúntes educados. Si trataba de llevar más allá el gesto e iniciaba una conversación acabábamos discutiendo. Al poco tiempo ella se cortó el pelo, se lo alisó y se lo tiñó de negro. También se obsesionó por el arte del ikebana y por el sushi, así que teníamos la casa siempre llena de pescado, de arroz y de floripondios. Supuse que ella era feliz así, con su rutina y sus hobbies. Yo nunca tuve el valor de dejarla. No sé muy bien por qué. Supongo que por cierto apego sentimental, por no hacer daño a los niños o por el disgusto que le iba a dar a mis padres con la noticia. Además yo también me encontraba cómodo en esa situación. Traté de charlar con H.H. sobre ello, pero cada vez que sacaba el tema me respondía lo mismo: “Sobre eso no tengo experiencia. Prefiero no opinar, mi querido amigo”. Hubiera apreciado mucho su consejo, pero no hubo forma.

Una noche al llegar a casa después del trabajo, entré en la cocina para beber un vaso de agua. Vi una nota pegada en la puerta del frigorífico. En ese momento me di cuenta del insólito silencio que invadía la casa. Debe de haberse acabado la época de apareamiento de la morsa, pensé, y me reí de mi propia tontería. Cogí la nota, era letra de Carlota:

“No te aguanto más. Por fin sé lo que quiero. Como marido y como amante eres un desastre, pero sé que eres un buen padre. Así que cuida de los niños. Trata de vivir tu vida y si no la tienes, cómprate una. Carlota”.

Me quedó una sensación difícil de describir. Como si alguien me liberara de un secuestro y al salir a la luz viera que mi salvador es Freddy Krueger. Fui corriendo al dormitorio para contarle la noticia a H.H. Me agaché, levanté los faldones y no estaba allí. Ni rastro de su sonrisa. No estaban tampoco sus cuadernos ni sus libros. No quedaba nada de sus cosas. Estaba todo limpio y recogido. Entonces lo comprendí. Había cumplido el propósito para el que vino, que no era otro que conseguir mi separación de Carlota, despejarme el camino. Nunca quiso hablar de ello pero estaba ahí, ejecutando su plan maestro para lograrlo. Me hubiera gustado despedirme de él. Darle un buen abrazo y agradecerle todo lo que había hecho por mí. Pero ya había oído que siempre era así. De un día para otro ellos desaparecían de tu vida como si nunca hubieran existido.

Sin embargo la semana siguiente vagaba por la casa, ofuscado. Echaba de menos los pendientes de clip de Carlota, sus cabeceos al cruzarnos por el pasillo. Estudiaba como se iban marchitando sus flores y aspiraba con lujuria el olor a pescado podrido cada vez que abría el frigorífico. De forma ridícula, varias veces al día iba a mi dormitorio, me agachaba y levantaba los faldones de la colcha. En el metro o por la calle, si veía un dobladillo descosido en un pantalón, me ponía melancólico. Tener que cocinar para los niños me irritaba, verlos comer, aún más, y terminaba pagándolo con ellos. El 21 de septiembre, día de San Mateo, me compré un gato. Cuando le ponía a Tomas Luis de Victoria huía espantado maullando. Comencé a pensar que quizás H.H. no había hecho tan buen trabajo.

Pasadas unas semana recibí una carta de Carlota. En ella me decía que estaba bien, mejor que nunca para ser más exactos. Me daba algunas instrucciones de carácter logístico, los datos de un abogado que se pondría en contacto conmigo y una dirección de correo en la que podía comunicarme con ella sólo en el caso de que hubiera algún problema con los niños. Dentro del sobre había también una fotografía. En ella aparecía una mujer radiante bajo un cerezo en flor y a su espalda el monte Fuji. Parecía una postal turística de la isla de Honshu, si no fuera porque la mujer era Carlota, vestía como una geisha luciendo un kimono de seda con la cara empolvada en arroz, y abrazaba a un hombre con cabeza en forma de huevo y un bigote inquieto con las puntas hacia arriba, lo que sin duda le proporcionaba un aspecto de auténtico cabronazo.

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Crítica del jurado

I. Por conseguir el difícil reto de que el personaje de un inspector de Hacienda resulte simpático al lector.

Por el despliegue de imaginación que hay a lo largo de todo el relato y a pesar de que se podrían recortar algunas partes un tanto excesivas (por ejemplo, dar demasiados detalles acerca de la afición del inspector por la costura, su descendencia de una modista de la Chelito, etc…)

Por su redacción cuidada y elegante.

Por la fina ironía de un gran número de frases mezclada con alguna que otra procacidad desternillante.

Por los dinámicos bigotes del inspector, sus semejanzas con Mr. Potato y su actitud similar al gato de Cheshire, una curiosa trinidad encarnada en un único personaje.

Por el aroma de alta cultura y baja cutrez que se combinan en dicho inspector que tan pronto solicita libros del Círculo de Wittgenstein como estampitas de San Mateo; lo cual también sucede con el narrador, que escucha a Tomás Luis de Victoria y prepara platos culinarios de diseño, pero luego compara a su señora esposa con una morsa y es nieto de un carterista corto de pierna y brazo de la calle Preciados.

Por el peculiar amor de Carlota por la cultura japonesa y su amor por la libertad, sin prejuicios por ser madre y abandonar a sus hijos.

Por una frase inicial absurda y deliciosa: «Durante algunos meses tuve bajo mi cama a un inspector de Hacienda» y confirmarnos al final que el tipo no era más que un cabronazo.

Y porque la votación popular es sabia en algunos casos.

Por todo esto, nada más y nada menos, Mi buen amigo, se merece ganar este concurso.

II. En esta ocasión coincidimos con la votación popular. También a mí me parece que este debe ser el cuento ganador. Es un cuento muy bien armado, divertido, y que viene a poner en imágenes aquello de por la caridad entra la peste. Después de todo, Hacienda es Hacienda y termina por llevárselo todo, hasta la alegría.

El cuento me parece que está lleno de humor, un humor irónico, ajustado, que nos permite ir viendo ese proceso de transformación del personaje, que acaba por comprenderlo todo, cumpliendo así con las formas paradigmáticas del relato, que, como todos sabemos, dicen que toda historia es el relato de un cambio de conciencia.

Aunque el cuento está muy bien, también todos sabemos que casi siempre las obras son susceptibles de algunas mejoras. Y, en mi opinión, estos ajustes estarían encaminados a simplificar un poco, no abusar de las enumeraciones, acortar un poco el texto. Los guiños literarios estás muy bien, pero quizá son excesivos, con menos conseguirías el mismo efecto. Bueno, pequeños ajustes, que ayudarán a reforzar tantos, tantos aciertos como tiene el cuento. Muchas felicidades.

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