Exulansis (1)

No habrá nunca una puerta. Estás adentro.(2)

La City porteña se me presentó como un laberinto; desconozco si era similar al de Creta o al de Borges, pero algo estaba claro: estaba en una encrucijada. No formaba parte de los cuarenta y ocho barrios porteños de Buenos Aires, y era evidente que no tenía límites establecidos. La Plaza de Mayo me marcaba el centro del laberinto, aunque allí no estaba el monstruo al que me enfrentaría. Quizás, tomando el subte de la Línea A, pudiera escapar de mi destino, circunstancia que se me hizo imposible, tan imposible como recordar las últimas palabras de mi madre. Creo que fueron: “No lo entenderías”. 

…y el alcázar abarca el universo…

Era verdad, yo había aceptado enfrentarme al monstruo, yo había jurado defender la patria, a pesar de que ni siquiera sabía mi propio nombre. ¿Lo había olvidado? El microcentro estaba lleno de pancartas, pañuelos y propaganda política, pero nada de aquello me alteraba tanto como los mosquitos. ¡Qué manera de haber mosquitos! Eran los únicos que no se perdían en aquel laberinto y sabían bien a dónde debían ir a buscar sangre. No vi los peces de grafiti, pintados con aplomo en las paredes y monumentos de las plazas. No vi la espuma ni sentí el sonido del mar; sin embargo, estaba seguro de que todo a mi alrededor era agua, agua para mosquitos, endulzada con insecticida.

…y no tiene ni anverso ni reverso…

Quise buscarle el rostro a los edificios para, por lo menos, tener una brújula y saber de dónde venía toda la luz que se cernía sobre mí. Pegado a la historia encallada en el antiguo edificio, la gente no parecía advertirme. Yo estaba tanteando, en esa angustia, las paredes del Cabildo, a quien hice mi guía, cuando supe que nada podría salvarme de Buenos Aires. Quizás, preguntando, preguntándole a un milico o a cualquiera que pasara, a alguna señora: las mujeres siempre tienen mayor sentido de la ubicación que los hombres. Pero parar a una mujer me pareció un acto casi vandálico; interrumpirla, mirarla a los ojos, hablarle de desconocido a desconocida. Se percataría de que yo también soy un monstruo y de que este es mi laberinto.

…ni externo muro ni secreto centro…

Me negué a parar a alguien en la calle. La marea de gente se me hizo infinita, como el cielo o las sendas peatonales que quise cruzar, con temor a caerme, a infringir, con noble paso, la ausencia del color. Seguí caminando y apuré el paso, tratando de indicarle a mi cuerpo la entrada al subte. Aún era de día cuando bajé las escaleras y despertó en mí el nuevo laberinto subterráneo. Expiré una bocanada de aire, como si hubiera estado todo el tiempo bajo el agua. Me recibió el aire y escuché un llanto o un gemido; no podía distinguirlo. A mi lado, en la oscuridad del subte, dos extraños se abrazaban y se contorneaban, como bailando bruscamente. No quiero decir lo que pensé, porque no había nadie que pudiera comprenderlo.

No esperes que el rigor de tu camino…

En el subte, alguien templaba una guitarra y cantaba tango, entonaba “Muchachos”, en un lunfardo de garganta seca. El vozarrón me desvirtuó mis pensamientos, me sacó de la consciencia por un momento y me mostró, como una epifanía, el ferrocarril moderno, sin el mecanismo de vapor ni los caballos de fuerza. Eso no era un tren, nunca lo sería. Era una bala. Venía la bala fija hacia mí, con la música de tango de fondo. Qué mala suerte haber estado justo en el camino de la trayectoria de la bala amarilla y gris. Alguien gritó y todos los pasajeros que estábamos esperando caímos desmayados.

…que tercamente se bifurca en otro,

Alguien me preguntó mi nombre y yo balbuceé palabras al azar: Dilema, Revelación y Evento. Me levanté con sangre en las manos, como si hubiera matado a alguien. Había olvidado lo violenta que podía volverse una ciudad cuando se hace de noche. Caí preso del malentendido de confundir el transporte público con una bala, que seguramente me mataría cuando lograra encontrar la salida. En la Línea A, uno de los coches La Brugeoise se detuvo ante mí, sin puertas: era como un pequeño submarino azul lleno de lámparas encendidas. En su interior me vi nuevamente perdido entre los pasillos que se multiplicaban, el andén que se bifurcaba y los propios pasajeros que cubrían sus rostros con celulares o periódicos. Llegué a pensar en una locura ininteligible: que yo era lo único. Era imposible repetirse, y eso me condenaba.

…tendrá fin. Es de hierro tu destino…

Imaginé que había llegado al último nivel, que había salido de la realidad en alguna de las paradas y no me había percatado de mi error. Había hecho no-clip cuando la bala me impactó, porque ya no recordaba a dónde iba. Me arrepentí de no haber pedido indicaciones, de no haber parado a esa mujer en la calle. Ahora, el microcentro me apresaba como un microrrelato, arriba de un subte sin destino, y lo único que podía pedir era no quedarme solo. Insistí en sentarme, en calmarme y en ver la oscuridad desde mi ventana: el sentirme fuera de lugar, incluso de mi propio cuerpo genéticamente argentino, me agobiaba. Grité, como si alguien me hubiera dado la paliza equivocada: ¡Martín Hierro, Martín Hierro!, exclamé, como arrepentido. Ese era mi nombre.

…como tu juez. No aguardes la embestida…

Fue un niño quien me extendió la mano, de esos niños cuyo género es incierto. Podría, quizás, haber sido una niña. Gracias a él bajé del subte y volví al agua de la superficie. Me di cuenta de que éramos todos seres de las profundidades. Quise agradecerle a aquel salvador, que me había vuelto a poner en la urdimbre de calles, bancos y plazas, pero lo perdí de vista. Se escondió en la Manzana de las Luces, que, luego, vi comiendo. Se tragó toda la Diagonal Sur y la calle Florida, el Virreinato, los jesuitas y la República. Engulló el microcentro como si fuera una serpiente, y tiró el corazón de la manzana mientras me sonreía y me saludaba con la mano, en la esquina de la calle Perú. Me quedó la curiosidad de preguntarle, aunque casi con desgano, si los manzanos crecían bajo el agua.

…del toro que es un hombre y cuya extraña…

Caminé con paso firme, intentando recordar las esquinas que había recorrido, y no fue hasta que advertí el excremento de los seres alados, a quienes llamaban erróneamente “palomas”, que me orienté en el mar de cemento. Estos desperdicios, tan dignos, me fueron indicando el camino hacia Reconquista, y allí me digné a preguntar si mis pasos eran los correctos, si no me había equivocado en mis ansias siempre desordenadas de dejarme llevar por los sonidos de Buenos Aires, que muchas veces agigantaban la locura. Me dejé guiar por las palomas hacia el interior de una capilla y fue allí donde decidí preguntarle a una señora; tan blanca que parecía hecha de mármol. Eran tres: tres hermosas mujeres que rodeaban, con un silencio ceremonial, un sarcófago negro belga.

Hablé, reclamé, sin lograr que ninguna respondiera a mis pedidos: era imposible escapar de la ciudad.

…forma plural da horror a la maraña…

Volví, desilusionado, a la inmensidad del laberinto, a la condena de encontrarme perdido y a la angustia de obligarme, vencido, a dormir en las calles, como tanta gente. ¿A dónde terminaba el terror y dónde comenzaba la renuncia? ¿Hacia dónde me llevaban las veredas interminables y los pasadizos históricos? Infinitamente, una calle se comunicaba con otra y otra y otra más. No había manera de detener la repetición de un laberinto sin fin que se alargaba hasta convertirse en mi propia existencia humana, en mi martirio urbano: sombra llena de semáforos y de bocinas de autos que nunca se detenían. Me debatí entre el odio y la paz, sin reconocer aún que llevaba en mi símbolo todas las metáforas de la muerte.

…de interminable piedra entretejida.

Pero algo truncó el espectáculo de las imperfecciones en mi ridícula reflexión. Ese desfile de imágenes, cuyos lugares incorrectos e incomprendidos se proyectaban en alta definición, desapareció cuando sentí el apretón, desde atrás, de la mano abierta de mi alter ego, aquel que se presentaba de la manera más atroz y agresiva: tocándome nada menos que el culo. Quise detenerlo, inventar para mí otra historia en donde hubiera más puertas, más ventanas y más cafeterías en donde el olor del pan me regresara a la infancia, pero ya era tarde. El otro, que era yo mismo, ya se había dado a la fuga. Decidí no volver a sentarme nunca más, ni siquiera en las escalinatas que llevaban a la Ex Biblioteca Nacional, donde años atrás me encontraba absorto en la lectura oculta de Borges u Ocampo. Corrí, intentando alejarme de mi propia vulnerabilidad.

—¡El monstruo! ¡Está huyendo! —gritó alguien.

Nunca supe de cuál de los dos hablaba. Todo se me reveló como una promesa que nunca hice.

No existe. Nada esperes. Ni siquiera en el negro crepúsculo la fiera.

Caminé sin rumbo, incompleto, mancillado en lo más profundo, y levanté la vista como si, de mis ojos, se levantara un muerto, un resucitado al que no le habían admitido la entrada ni al cielo ni al infierno.

—¡Al microcentro! —le habían indicado a mi alma vagabunda, luego del juicio, como si no me pesara ya la muerte.

Y allí estaba yo, cumpliendo mi condena, en medio de una manifestación frente a la Casa Rosada. Lo explicaría, pero es un sentimiento que, estoy seguro, nadie podría entender.

FIN

Referencias

[1] Exulansis: “del latín: exulans, ‘personas o ideas vagabundas’. La tendencia a renunciar a hablar acerca de una experiencia porque la gente es incapaz de entenderla”. Del Diccionario de las Penas Oscuras (The Dictionary of Obscure Sorrows) de John Koenings.

[2] Jorge Luis Borges. “Laberinto”. En: Elogio de la Sombra (1959).

Puntúalo

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