Ángel Jr. llega a la torre ya de noche cerrada. Se detiene a unos veinte metros de distancia para contemplarla. La densa cortina de lluvia le obstruye la vista, pero no le cabe duda de que es esta. La piedra negra, el viejo portón de madera, la insignia de cinco líneas paralelas pintadas en blanco… todas las señales están ahí. También el Hombre de la Torre. Permanece inmóvil delante de la puerta, cubierto por una gabardina oscura y un sombrero demasiado ancho y demasiado plano, expectante, como si llevara toda la noche esperando a Ángel. Un bulto yace a sus pies, y a Ángel le parece distinguir el contorno de un cuerpo. Otra víctima. Cuando levanta la vista de nuevo, el Hombre de la Torre ha desaparecido, dejando la puerta entreabierta. Invitándole.
Ángel corre hasta la entrada y confirma que el bulto es un hombre, tendido boca abajo, un papel mojado deshaciéndose entre sus dedos, un río de sangre diluida corriendo desde un agujero de bala en la parte trasera de su cabeza. Le gustaría pararse a identificar a la víctima, leer lo que dice el papel, pero sabe que no tiene el tiempo. Ha sacrificado demasiado para llegar hasta aquí. Se lleva la mano a su propia pistola, única herencia de su padre, y entra a la torre.
***
Habían pasado doce meses desde que todo comenzó, y con ello doce muertes. Una por mes, como un reloj. De las primeras no se pensó mucho. Tragedias, claro, y un tanto agolpadas, pero las víctimas se ajustaban al perfil. Era conocido que la hija del farmacéutico tenía un problema con la droga, así que su sobredosis no sorprendió a nadie. Tampoco había mucho amor por Lorenzo Collar, magnate de la gran ciudad que había traído sus negocios y sus problemas al pueblo, por lo que cuando se encontró su cuerpo en el fondo del lago simplemente se asumió que le había llegado lo que le tocaba. Y a cualquiera le puede caer un rayo, si pasea por el bosque en plena noche de tormenta como lo hizo el pobre Julián, inválido asistente del bibliotecario.
Pero Valle del Lago era un pueblo pequeño, y tres muertes en tres meses seguidos empezaba a ser un suceso poco habitual, que capturó la atención de alguno de sus ciudadanos. Entre ellos estaba el padre de Ángel, del mismo nombre, y el único y veterano policía del pueblo. Empezó a teorizar que las muertes podrían estar conectadas. Tarea complicada, a priori. Un suicidio, un asesinato, y un accidente. Tres métodos distintos, cada uno con su móvil. Pero Ángel Sr. era incansable, y no paró hasta dar con el hilo conector.
Todos habían sido avisados.
No con una amenaza, no una tradicional. Sino que, en algún momento del mes de su muerte, todos habían reportado experimentar una visión, vívida e inequívoca, que les mostraba exactamente la forma en la que acabarían muriendo.
Las campanas de alarma empezaron a sonar de verdad con la quinta víctima. A diferencia de sus predecesores, el panadero era un hombre con cabeza, reflexivo y racional, querido por todos en el pueblo. Amigo cercano de Ángel Sr., estaba al tanto de sus teorías. Así que cuando, en el día tres del mes cinco, le llegó su visión, no se complicó. Ese mismo día apagó el fuego de su horno y cerró el local indefinidamente. Había ahorrado suficiente para sobrevivir varios meses hasta encontrar otro oficio. Pero frente a sus muchas cualidades, el panadero tenía una gran debilidad. Una noche en la que no podía dormir, atormentado por una pesadilla recurrente sobre una gran torre negra, se acabó toda la bebida que le quedaba en casa. Las tiendas no abrirían hasta la mañana siguiente, y la sed, la sed que él tenía, no descansaba. No le quedó otra que recurrir a la vieja reserva que guardaba en el sótano de la panadería. Entró a oscuras, como si así pudiera burlar a su enemigo, bajó al sótano, y extrajo una botella. Razonando que era mejor evitar excursiones adicionales, cogió varias más. Una más de la cuenta, por lo que se ve, ya que una resbaló, cayó al suelo y se hizo pedazos. La luz de pronto se hizo necesaria. Sacó una cerilla del bolsillo y, aferrándose aún al resto de botellas, logró encenderla, justo antes de quemarse el dedo y dejarla caer al suelo, iluminando la panadería por última vez.
Tras la muerte del panadero, el pánico se apoderó del pueblo. Los más cautos, o menos arraigados, huyeron. Y el resto se encerró en sus casas, atormentados por un mal etéreo, sin cara ni ojos. Solo un hombre mantuvo la cabeza.
***
El portón de la torre se cierra tras Ángel Jr. La luz es escasa, pero suficiente para distinguir unas escaleras de caracol que ascienden hasta perderse en la oscuridad. Sube al primer piso y observa a su alrededor. No hay puertas a otras habitaciones. Solo un nicho rectangular labrado sobre la piedra de la pared, donde reposa una cúpula de cristal. Ángel se acerca a inspeccionar su interior, y el estómago se le retuerce. Una cabeza decapitada. La hija del farmacéutico.
Horrorizado, Ángel sube corriendo los siguientes pisos. En todos hay el mismo nicho, con su cúpula de cristal, pero no se detiene a ver su contenido. Son todo caras conocidas.
***
En el mes ocho Ángel Sr. pidió a su hijo que viniera a su casa. Lo condujo al salón, inundado por cajas y cajas de documentos, y le pidió que tomara asiento. Le había llegado una visión. Se lo contó con voz monótona, templada. Como le hubiera leído sus derechos a cualquier criminal. Y le pidió dos cosas. Primero, que no le preguntara por el contenido de su visión. No se lo iba a contar a nadie. Se negaba a vivir sus últimas semanas en cuidados intensivos, sofocado por personas que medían cada paso que daba, cada respiración que tomaba. Y segundo, que le prometiera que, cuando él ya no estuviera, retomaría la investigación donde la había dejado y no descansaría hasta dar con el culpable.
Ángel Jr. se levantó a voces, tratando de hacerle ver sentido, de explicarle que aún había tiempo para ayudarlo. Pero el viejo inspector era implacable. Ángel Jr. acabó cediendo. Nunca había sido capaz de cambiar la voluntad de su padre. Sus últimos días juntos los pasaron encerrados en ese salón, estudiando y absorbiendo cada detalle de la investigación, preparando a Ángel Jr. para lo que venía.
La mañana antes de que se cumpliera el octavo mes, encontró a su padre tendido en el suelo del salón, brutalmente asesinado a hachazos. A los pocos días capturaron al culpable, que no tardó en confesar lo sucedido. Había entrado en la casa del viejo solo a robar, explicó. Pero no había dado un paso cuando se vio encañonado por una pistola. Como si el viejo lo hubiera estado esperando. Este le dio la oportunidad de dar media vuelta y marcharse. Y eso hizo, al principio. Pero había reconocido al viejo como un policía y le entró pánico. Tenía fichada su cara. Así que zafó el primer arma que encontró en la vecindad y volvió a la casa con la intención de intimidar al viejo para que cerrara el pico. Pero este no dio su brazo a torcer. La situación escaló de forma descontrolada, y en un momento de caos el ladrón lanzó el hacha desde el otro lado de la habitación, impactando al policía directamente en el pecho. Este, aún vivo, no callaba, así que tuvo que rematarlo con tres hachazos más. Después razonó que cuanto más brutal y pasional quedara el crimen, menos sospecharían de un simple ladrón. Así que se forzó a unos pocos más. No supo decirles cuántos.
En su testamento, Ángel Sr. solo dejó una cosa a su hijo: su pistola. Evidentemente, su voluntad no había cambiado.
***
Ángel continúa subiendo escaleras, mirada al frente, procurando obviar la hilera de cabezas que deja a su paso. Cada piso se le hace más difícil, cada cara un duro recordatorio de lo ya perdido. Ha logrado superar el octavo piso, donde yace su padre, pero sabe que aún le queda lo peor.
El piso once. Apenas un mes transcurrido desde que sucedió, la herida aún latente. No atendió el funeral, por lo que no ha visto su cara desde el día que se dijeron adiós. La recuerda como si fuera ayer. Se acerca al nicho, levanta la cúpula, y al ver lo que hay dentro se derrumba.
***
Tras el funeral de su padre, al que atendieron solo la docena de personas que quedaban en el pueblo, Ángel Jr. encontró a Valeria, su mujer, esperándolo en la entrada de casa. Bebé en brazos. Maletas hechas. Al principio, le costó entender lo que sucedía. Ella argumentaba fríamente que ya no les quedaba nada allí, debían pensar en la seguridad de su hijo, esta era la lucha de su padre, a quien no le debía nada, no la suya. Además, no había nada que conectara los crímenes aparte de las visiones. Se habían repartido a partes iguales entre asesinatos, accidentes y suicidios. Era imposible que existiera un único responsable detrás de todos los eventos. Su propio padre lo había admitido.
Ángel no opuso resistencia. Era la mejor solución. Ellos estarían a salvo, y él tendría la tranquilidad de mente necesaria para poder acabar lo que su padre le había encomendado. No podía ir con ellos. Porque Valeria estaba equivocada en un punto. Su padre había sido un investigador metódico, racional, excepcionalmente agudo. Pero le faltaba… amplitud. Su pulcra metodología había servido para documentar milimétricamente los acontecimientos, y para descartar, casi con total seguridad, a cualquier sospechoso. Pero tras ocho meses estaban igual de cerca de dar con un culpable que al inicio. Ángel Jr. era distinto. Su padre siempre se lo había hecho saber. Despistado y caótico. Siempre sumido en su mundo o en el de otros. Pero tenía amplitud. Y creía haber desentrañado la clave para resolver el caso. Las conexiones sí existían, solo que no en el plano tradicional, el que todos conocían. Las visiones eran el medio por el cual el asesino se comunicaba, por lo que ahí era dónde debían encontrar las huellas, los rastros. En ese otro plano, el de los sueños.
Empezó por el panadero, quien había documentado exhaustivamente su último mes de existencia en un diario. En él escribía sobre una pesadilla recurrente, de la que únicamente recordaba una torre hecha de una particular piedra negra. Desenterró los documentos de su padre, y volvió a ponerse en contacto con los familiares y los amigos de las víctimas. En busca de señales, rastros, cualquier mención a sueños o visiones. Consiguió sacar tres pistas en claro: un símbolo de cinco rayas paralelas pintadas en blanco sobre un fondo negro, un portón de madera desgastado, y un ojo sin iris, todo pupila negra.
Pero en el mes once cesaron los asesinatos. Ningún habitante del pueblo recibió una visión, Ángel se aseguró de ello. El mes pasó y nada. Algunos empezaron a creer que la maldición se había levantado; otros, más optimistas aún, que todo había estado en sus cabezas, una serie de coincidencias sobre-interpretadas.
Un día después de que se cumpliera el mes, Ángel Jr. recibió una llamada inesperada. Su mujer había muerto. La interlocutora, una amiga de Valeria, continuaba describiendo las extrañas circunstancias del accidente, pero Ángel ya no escuchaba. Se sentía sin fuerzas para continuar. Pero no le quedaba otra opción. La muerte de su mujer, que había huido del pueblo, probaba que nadie estaba a salvo. Tampoco su hijo. Volvió en sí cuando escuchó a la amiga describir un sueño que había atormentado a Valeria en su último mes. Describió a un hombre oscuro, del que no se distinguía rostro, cubierto por una gabardina y un gran sombrero plano. El asesino.
El mes doce Ángel barrió el valle y las montañas en busca del Hombre de la Torre, como había empezado a llamarlo. Recopiló toda la información cartográfica que se disponía de la zona, y trazó un mapa de todas las torres, torreones y castillos que había documentadas. Fue a verlas todas, una por una. Visitó los pueblos vecindarios, preguntando por un hombre que cumpliera la descripción de su mujer. Pero nadie había visto nada. Ni la torre negra ni al hombre que la habitaba.
De vuelta de su última expedición, paró a beber en un pueblo a sesenta km de Valle del Lago. Había perdido ya toda esperanza. Era el último día del mes, y esa mañana se había despedido de un amigo de la infancia en estado delirante, apenas respirando, y sabía lo que le esperaba a su vuelta. Las últimas víctimas las había tenido que enterrar él. Largó sus penas al camarero, que lo vio derrumbado, y le contó el propósito de su expedición. Este le pidió que le enseñara el mapa y dijo que ahí faltaban torres. Había estructuras tan antiguas y derruidas, le explicó, que no se habían documentado. Solo los locales las conocían. Le dio el ejemplo de las torres de la vieja Orden del Oso, un selecto grupo de guerreros encargados con el propósito de defender las montañas de forajidos. Según se teorizaba, habían construido sus torres de piedra negra, por entonces más común, por el efecto intimidante que producía y para que los invasores reconocieran fácilmente su insignia pintada en blanco en lo alto de cada torre: cinco rayas paralelas, como el arañazo de un oso, la forma que tiene de marcar su territorio.
***
Ángel al fin llega al último piso de la torre, el decimotercero. Respira tranquilo. La cúpula aún está vacía. Y a la derecha, esta vez sí, hay una puerta. Entra a una sala austera, con una única antorcha para iluminación y una gran ventana al fondo de la habitación. En frente lo aguarda el Hombre de la Torre. Se ha quitado el sombrero y la gabardina, y su rostro parece casi normal. Sonríe, pero solo con la boca, no con los ojos, que carecen completamente de expresión, todo pupila negra sobre blanco. Con el brazo izquierdo extrañamente sobre-extendido le ofrece un pergamino, donde promete estar escrita la identidad de su próxima y última víctima.
–Lo has hecho bien –le dice. Su voz es monótona y metálica. No parece viajar el espacio que los separa, sino que suena directamente en la mente del policía–. Has desvelado el misterio, y esta es tu recompensa. La oportunidad de elegir. En tus manos. Puedes darte media vuelta. Volver con tu hijo y olvidarlo todo. Es tu elección. Decidas lo que decidas, la de hoy será la última muerte. Solo un nicho por ocupar. La decisión está ya tomada.
Ángel Jr. no se lo piensa. Camina unos pasos hacia el hombre, y este sonríe de nuevo antes de desaparecer, dejando tras de sí el papel, que flota hasta el suelo. Ángel lo recoge y lo abre.
Está en blanco.
Estruja el papel entre sus dedos. ¿Es una broma? ¿Qué significa? ¿La oportunidad de elegir? Camina hasta la ventana abierta y mira hacia abajo. Un escalofrío le recorre la espalda, como si lo hubieran acariciado con el filo de una espada. El hombre que yacía muerto en la entrada ya no está. Comprende entonces lo que el Hombre de la Torre quería decir. Lo que había querido decir todo este tiempo. La decisión está ya tomada. Ha cumplido con la voluntad de su padre, encontrar al culpable, pero solo hay una forma de asegurar que lo que queda de su familia permanecerá a salvo. La de hoy será la última muerte.
Alza la vista hacia el valle que da nombre a su pueblo, desenfunda la pistola de su padre, y encaja el cañón entre sus mandíbulas. Su cuerpo cae inerte por la ventana hasta acabar en el suelo boca abajo, el papel deshaciéndose bajo la lluvia.
 
         Papel en blanco
                                    Papel en blanco                                 El año sin primavera
 El año sin primavera
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