El Retorno de la Calina

El Retorno de la Calina

Nunca pensé que el calor pudiera tener memoria. En Santa Cruz, el aire se pega al cuerpo como si quisiera adueñarse de los recuerdos; uno suda no solo agua, sino también pasado.

Llegué a la ciudad después de una llamada breve, de esas que parecen venir desde un sueño olvidado. La voz era de mi primo Efraín, un tipo que siempre tuvo un pie en lo real y otro en lo imposible.
—Che, venite… —me dijo con ese acento mezclado de camba y porteño que tenía desde que vivió en La Plata—. Venite antes que esto se acabe, ¿sabés?

No explicó qué era esto, y yo, que venía huyendo de una vida que ya no me pertenecía, acepté.

Desde el bus, la carretera brillaba como un río fundido bajo el sol. A los costados, las chicharras cantaban con furia, y los árboles torcidos parecían retorcerse de calor.

Apenas crucé el letrero de Bienvenidos a Santa Cruz de la Sierra, me envolvió un olor raro, una mezcla de humedad, tierra y carne vieja. Pensé que era el mercado Los Pozos o alguna curtiembre cercana. Pero no: ese olor me seguiría toda la estancia.

Efraín me esperaba en una moto destartalada. Tenía los ojos hundidos, la piel curtida y una sonrisa que ya no era suya.
—No te asustés si la gente anda rara —me dijo mientras avanzábamos por calles que parecían un laberinto de polvo y murmullos—. Desde hace un mes, el aire cambió.
—¿Cambió cómo?
—Como si respiraras a alguien más. Como si el viento te mirara.

Nos detuvimos frente a una casa baja, sin pintura, con las ventanas tapiadas por dentro. En la puerta, un símbolo extraño pintado en tiza: una espiral partida al medio.
—¿Y eso? —pregunté.
—Es pa’ que no entren. —
—¿Quiénes?
—Los que no están vivos… pero caminan igual.

Me reí, aunque una parte de mí sabía que no era chiste. Dentro, la casa tenía olor a kerosene y a fruta podrida. En el fondo, una lámpara colgante iluminaba un mapa extendido sobre la mesa. Era un plano de la ciudad, pero con túneles dibujados bajo las calles.

—Esto lo encontré en los archivos del cementerio La Cuchilla —me explicó—. Hay toda una red subterránea, vieja, de cuando los españoles escondían oro o quién sabe qué. Pero hay cosas ahí abajo que no son de este mundo, primo. Te lo juro por mi madre.

Las primeras noches soñé con agua turbia corriendo entre paredes de piedra. Una sombra se movía dentro, lenta, enorme, con tentáculos que parecían de humo. En el sueño, siempre oía la voz de Efraín llamándome desde lejos: «No mirés atrás, pase lo que pase».

Al cuarto día, me llevó hasta una boca de túnel cerca del río Piraí.
—Vamos a entrar —dijo con firmeza—. Si no lo hacemos, ellos van a venir.

No supe a quiénes se refería. Pero la forma en que lo dijo —como quien ya cruzó una frontera invisible— me convenció.

Descendimos con linternas y sogas. El aire se volvió más denso, como si el oxígeno tuviera edad. Las paredes estaban cubiertas de grabados extraños, figuras de peces con rostro humano, ojos abiertos en la piedra, y símbolos que parecían repetir una oración: “La Calina nos cubre, la Calina nos une, la Calina despierta.”

Efraín temblaba.
—Antes solo era niebla —dijo en voz baja—, pero ahora tiene hambre.

En el fondo del túnel, encontramos una bóveda natural. En el centro, un espejo de agua inmóvil reflejaba la linterna como si tuviera conciencia. Al borde del estanque, una figura encapuchada, inmóvil, mirándonos. Me pareció un mendigo, pero su piel tenía el brillo del cuero mojado.
—¡No! —gritó Efraín—. ¡Ya salió!

El cuerpo se alzó, y bajo la capucha no había rostro, solo una superficie húmeda que ondulaba. De ella emergieron manos —demasiadas— que se arrastraron hacia nosotros. Corrimos. Detrás, el túnel se llenó de un rumor como de miles de voces rezando.

Cuando salimos, el cielo había cambiado: la ciudad parecía envuelta en una bruma amarilla que olía a sal y sangre. Las calles estaban vacías. Ni un perro ladraba.

Efraín cayó de rodillas, riendo con desesperación.
—Ya es tarde… ¿sabés qué es la Calina? No es niebla. Es memoria. Es el aire de lo que fuimos cuando Dios aún no sabía pronunciar nuestros nombres.

Esa noche no dormí. Desde la ventana, vi gente caminando lentamente hacia el río. No hablaban, no se miraban. Solo iban. En la orilla, algo los esperaba: un resplandor bajo el agua, como una ciudad sumergida que volvía a encenderse.

Al amanecer, Efraín ya no estaba. En su lugar, sobre la cama, había dejado un cuaderno con páginas mojadas. En una de ellas, con su letra temblorosa, escribió:

“No todos morimos igual. Algunos dejamos de existir antes de que el cuerpo se entere.”

Leí el resto entre manchas de humedad. Decía que la Calina había surgido en los años de la fiebre amarilla, cuando la gente enterraba a los enfermos antes de morir.

Que los túneles no eran refugio, sino pasajes hacia otra versión de la ciudad, una donde el tiempo se doblaba. Que él había sentido la llamada, que había escuchado una voz desde el agua prometiendo volver.

Pasaron tres días antes de que saliera de la casa. La ciudad era otra. La gente andaba sin prisa, con los ojos vidriosos, como si caminaran dentro de un sueño compartido.

En la plaza principal, los niños jugaban con muñecos de barro con rostros humanos, y al centro, una estatua nueva: un hombre con tentáculos en lugar de brazos, cubierto de inscripciones antiguas.

Una mujer me miró fijo desde una esquina y susurró:
—Ya respirás con nosotros, gringuito. Ya sos parte.

Sentí el aire caliente meterse en mi garganta, pesado, dulce, como si se disolviera dentro de mí. Comprendí entonces que la Calina no estaba afuera, sino adentro.

Intenté huir. Corrí hasta el terminal de buses. Nadie conducía. Los choferes estaban parados, mirando el horizonte, sonriendo. En el suelo, una radio vieja transmitía una voz que repetía en guaraní y castellano:

“El agua sueña con volver a ser carne.”

Caminé de regreso, sin saber por qué. En cada esquina, los edificios parecían respirar. Las paredes se movían levemente, como si adentro algo latiera.

Llegué al río al atardecer. La bruma era espesa, dorada, casi hermosa. En la orilla, Efraín me esperaba, desnudo, con la piel traslúcida. Su voz ya no era suya:
—Te dije que vinieras antes que esto se acabe… pero esto nunca acaba.

Y entonces comprendí que no me hablaba a mí, sino a algo que estaba dentro mío.

La Calina me rodeó. El mundo se disolvió en un murmullo espeso, y antes de perder la conciencia, vi bajo el agua las calles de una ciudad imposible, donde los vivos y los muertos compartían el mismo aire, donde el tiempo no era una línea, sino un círculo sin salida.

Cuando desperté, estaba en el centro de Santa Cruz. El cielo era amarillo.

La gente me saludaba por mi nombre.

Nadie recordaba a Efraín.
Nadie recordaba el túnel.

Solo yo sabía que ya no estaba vivo.

Solo yo sentía que el aire me observaba, paciente, esperando que la Calina me disuelva del todo.

Del todo.

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