La Promesa y la Grieta

La Promesa y la Grieta

Aurelio del Valle

24/10/2025

Aquel jueves, tras una jornada larga y una lluvia inclemente, Gabriel giró el volante sin pensarlo. No había motivo. Solo un impulso, un tirón que lo arrastró hacia una calle que no recordaba haber visto nunca: Calle Caracol. El nombre le pareció extraño, casi ridículo, pero algo en él —quizá la fatiga, quizá una grieta en su lógica habitual— lo empujó a seguir.

La calle era tan estrecha que el coche ocupaba casi todo el espacio. Los edificios se cerraban sobre ella, viejos, desconchados, cubiertos de cables y manchas de moho. El olor era espeso: mezcla de papel mojado, basura de medianoche y humedad antigua.

Gabriel detuvo el coche. El limpiaparabrisas bailaba al compás de la lluvia. Durante unos segundos no supo por qué estaba allí. Luego la vio: una puerta abierta que lo invitaba a pasar. Madera oscura, hinchada por la lluvia, con una extraña aldaba en forma de pulpo. La puerta no hacía ruido, pero su silencio tenía algo de invitación.

No sintió miedo. Solo curiosidad, que lo empujó a cruzar el umbral.

El interior era una librería que parecía un laberinto de papel. Los estantes torcidos, los libros amontonados sin orden, muchos sin título, algunos con portadas escritas a mano. El aire estaba suspendido, lleno de polvo en reposo, como si el tiempo allí respirara más despacio. Una lámpara de aceite proyectaba sombras que parecían moverse solas.

El suelo crujía bajo sus pasos y el sonido se expandía como un eco multiplicado.

Le recordó a la casa de su abuela, muchos años atrás, cuando entraba en el desván prohibido.

Caminó entre los estantes, rozando los lomos con los dedos. Algunos estaban tibios, otros fríos. Uno, sin embargo, palpitó al contacto. Era grueso, encuadernado en una piel extraña, gris, rugosa como piedra. No tenía título ni autor.

Cuando lo tomó entre las manos, sintió que vibraba, como si respirara. Abrió el volumen. Dentro no había palabras corrientes, sino diagramas, símbolos, notas dispersas escritas en tinta desvaída. Al pasar la primera página, un escalofrío recorrió su cuerpo. Allí había una fotografía en sepia de su propia casa. La fachada, el número, incluso la ventana del dormitorio.

En el reverso, tres palabras escritas con caligrafía firme, casi familiar:

Promesa de Poder. 

El corazón le dio un vuelco.

—Buena elección —dijo una voz.

Detrás del mostrador, una mujer lo observaba. No había estado allí cuando entró. Tenía el rostro pálido, inmóvil, y unos ojos grises que parecían tragar la luz en lugar de reflejarla.

—Al fin llegas —dijo—. El libro te estaba esperando.

Gabriel intentó formular una pregunta, pero las palabras se le enredaron en la lengua y fue incapaz de hablar.

Ella extendió la mano.

—Son veinte euros —dijo con una sonrisa casi burlona.

Pagó con un billete. El precio, que parecía algo simbólico, lo desconcertó aún más. Salió sin mirar atrás.

Esa noche no pudo dormir. El libro permanecía abierto sobre la mesa, como si lo vigilara. Las páginas parecían reordenarse cada vez que las miraba. Las secciones tenían títulos extraños: Procedimiento para alterar un encuentro casual, Cómo reconfigurar un recuerdo, Geometría del arrepentimiento evitado.

Al principio creyó que era un juego literario, una especie de broma esotérica. Pero había algo en la escritura que latía con sentido.

Leyó hasta el amanecer. Cuando por fin cerró el libro, sentía el cuerpo ajeno, como si las palabras se hubieran deslizado bajo la piel.

El primer suceso ocurrió al día siguiente, en la oficina.

Su jefe, un hombre que nunca sería recordado por su paciencia, se disponía a despedir a Beatriz, la becaria. Pero Gabriel lo supo antes de que el otro abriera la boca. Una certeza precisa. Se adelantó y habló: explicó, justificó, inventó.

Todo encajó como si lo hubiera ensayado. Beatriz se salvó. Lo miró con gratitud, y en esa mirada él sintió un placer extraño, una vibración interior, como si algo en el aire se hubiera inclinado a su favor.

Los días siguientes descubrió que esa intuición no era un hecho aislado.

Sabía quién llamaría antes de que sonara el teléfono, qué número marcaría el ascensor, qué frase exacta usaría un compañero.

Y cada acierto lo dejaba un poco más vacío.

Al principio lo disfrutó. Evitó conflictos, predijo errores, consiguió ascensos. Una mañana, incluso, acertó la lotería con una frialdad que le dio miedo. Todo encajaba demasiado bien.

Pero entonces comenzaron las grietas.

Primero fueron pequeños detalles: un espejo que devolvía un reflejo con otra corbata, otra expresión. Un cansancio sin causa. Luego los olvidos: la risa de su hija, el perfume de su esposa, el sabor del café. Recordaba los hechos, pero no las emociones.

Y entonces finalmente, una noche apareció la torre.

La soñó una noche: alta, sin base visible, partida por una grieta vertical que la atravesaba desde el cielo hasta el suelo. En torno, una llanura amarilla infinita bajo un cielo inmóvil. Despertó con el corazón desbocado.

Al principio creyó que era una pesadilla, pero la torre comenzó a perseguirlo. Aparecía en los reflejos del agua, en las vidrieras del metro, en los márgenes del libro. Era real.

Comprendió que cada uso del libro tenía un precio.

Cada vez que lo abría, algo en él desaparecía. No del todo, sino como si una parte de su humanidad se desplazara unos milímetros fuera de su piel. La pérdida parecía soportable, hasta que dejó de sentir por completo. Ni alegría ni tristeza. Solo una calma aséptica, una claridad sin vida.

El tiempo comenzó a fracturarse. Los relojes marcaban horas distintas, los días se repetían con ligeras variaciones. A veces veía a las mismas personas decir las mismas frases, con un tono apenas diferente. En las noches, el sonido de las páginas pasándose lo despertaba. A veces oía su nombre susurrado entre ellas.

Trató de deshacerse del libro, pero ya era demasiado tarde. Lo arrojó al muelle una tarde de viento. Lo vio hundirse y sintió alivio. Pero al llegar a casa, el libro estaba sobre su escritorio, seco, con una mancha de sal en la tapa.

No volvió a tocarlo, pero sabía que lo seguía observando.

La torre se hacía más real.

La veía en los charcos, en los espejos, en la televisión apagada.

Dentro de ella, luces, movimientos, sombras que parecían llamarlo.

Gabriel intentó dejar de usar el poder. Pero fue inútil. Las coincidencias ocurrían sin que él las provocara: conversaciones calcadas, gestos idénticos, como si la realidad se corrigiera sola.

Su esposa comenzó a temerle.

—No eres tú —le dijo una noche—.

Él quiso negarlo, pero sabía que era cierto. Podía anticipar sus palabras, prever cada reacción.

Ella lloró.

Él no. Ni siquiera lo intentó. Ya no podía.

Una madrugada despertó y la grieta apareció en su casa. Una línea de luz cruzaba el suelo del salón, temblando, viva. Dentro de ella vio escenas de su vida: la infancia, los días felices, los errores. Todo ordenado, sin emoción, como un archivo bien corregido. Se acercó. Tocarla fue un dolor físico, un desgarro. Por un instante el mundo se alejó, como si su cuerpo ya no encajara del todo en él.

Comprendió que la grieta no estaba fuera. Estaba en él.

Esa noche no durmió. Se vistió, tomó el coche y condujo hacia el puerto. El mar era una sábana negra. Había niebla, y en medio de ella, la torre.

La grieta resplandecía. Dentro flotaban fragmentos de su vida: risas, miedos, deseos. Todo limpio, ordenado, sin contradicciones. Por un instante pensó en entrar, renunciar del todo, disolverse.

Pero retrocedió.

El mar estaba inmóvil. El cielo, vacío.

Regresó a casa con un temblor nuevo.

A la mañana siguiente volvió a la librería.

La puerta seguía abierta. Dentro, el mismo desorden de siempre.

Ella lo esperaba tras el mostrador, inmóvil, los ojos grises como ceniza.

—No quiero el don —dijo Gabriel—. Quiero cerrar la grieta.

Ella sonrió, apenas.

—Todos dicen lo mismo. Pero la grieta no se cierra. Ella llega a ti.

Gabriel sintió un escalofrío.

Salió sin despedirse.

La ciudad seguía igual, pero algo había cambiado. Podía prever cada gesto, cada palabra. Todo ocurría como si alguien hubiera escrito el día antes de que sucediera.

Caminó sin rumbo hasta detenerse frente a un escaparate. En el cristal, su reflejo: un rostro pálido, casi transparente. Los ojos no eran suyos.

Detrás, la torre.

Comprendió con horror que, aunque no hubiera entrado, una parte de él ya estaba dentro.

Dentro de la grieta.

Mirando el mundo desde el otro lado.

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