Tres sombras en la noche del espejo

Tres sombras en la noche del espejo

Norberto Luengo

24/10/2025

(En una habitación vacía, iluminada por una lámpara que parece temblar. Afuera, una lluvia que no cae.)

ÉMILE:
No hay paz en las paredes que escuchan.
Cada palabra tuya, Clara,
es una daga envuelta en perfume.
¿Crees que no sé?
He visto su sombra entrar cuando callas.
He contado los pasos,
he oído su respiración detrás del silencio.

CLARA:
Tú ves lo que deseas ver,
como el ciego que ama su oscuridad.
No hay nadie, Émile.
Solo este aire que huele a traición
porque tú lo respiras con miedo.
Si pudiera abrirme el pecho
y mostrarte el corazón intacto,
también dirías que sangra por otro.

RODOLFO:
No invoquen mi nombre.
Yo no soy el fantasma que los ronda.
Ni el deseo ni el enemigo:
soy la grieta entre sus voces.
Me llaman sombra,
pero fui testigo.
Los vi amarse con palabras que dolían,
los vi herirse con gestos que pedían perdón.

ÉMILE:
¡Mentiroso!
Tu voz lleva el olor del vino y del beso.
No hables de lo que no entiendes.
Ella fue mía antes de que tú existieras.

CLARA:
Nadie fue de nadie,
pero tú quisiste poseer mi nombre
como si el amor fuera una herencia.
¿No ves?
Tu miedo creó el delito.
Tu celosía inventó al culpable.

RODOLFO:
Y sin embargo, Clara,
fuiste tú quien me llamó aquella noche,
cuando la luna ardía como un ojo vigilante.
Tus manos no mentían.
Tus labios sabían.
Yo solo fui la consecuencia.

CLARA (temblando):
Calla, Rodolfo,
que la verdad no cura.
Hay palabras que solo existen
para destruirnos.

ÉMILE (sacando un cuchillo):
Entonces todo era cierto.
Tus silencios eran confesiones,
y tus lágrimas, defensa.

CLARA:
No, Émile,
era miedo.
Miedo a este instante,
a este filo que brilla como una pregunta.
¿De qué sirve matarme
si después seguirás viendo fantasmas?

RODOLFO (avanzando):
Baja esa mano.
No eres un juez,
ni un dios,
ni un hombre libre.
Eres un prisionero de lo que imagina su dolor.

ÉMILE (grita):
¡Entonces seré libre matándolo!

(Lo hiere. Rodolfo cae. Clara grita.)

CLARA:
¡No! ¡Él no te robó nada!
Fui yo quien lo amó por piedad,
por no sentirme una sombra en tu mirada.

ÉMILE (aturdido):
Dices eso… ahora…
cuando ya no hay sangre que perdone.

(Clara toma el cuchillo y se lo clava a sí misma.)

CLARA:
Así termina tu historia, Émile.
Sin culpables.
Sin amor.
Solo con tres cuerpos y una mentira.

(Cae. Émile la sostiene, luego la suelta. Mira sus manos.)

ÉMILE (último monólogo):
Todo lo que toqué se convirtió en culpa.
Toda sospecha se volvió destino.
Y ahora los espejos me miran sin rostro.
Oigo sus voces, mezcladas, eternas.
Quizás nunca existimos.
Quizás fuimos inventados por la noche
para recordar que el odio
es solo una forma de amor mal pronunciado.

(Émile se deja caer. La lámpara parpadea.
La lluvia finalmente comienza.)


(El amanecer entra sin permiso. Las sombras retroceden como culpables. El narrador habla desde un lugar que no pertenece al tiempo.)

NARRADOR:
La casa aún respira.
No con aire,
sino con el rumor denso del silencio.
Tres cuerpos yacen donde antes hubo palabras.
Uno sostiene el cuchillo,
otro la herida,
el tercero, el secreto.

No hay música,
solo el goteo de una llave mal cerrada,
una gota que marca los segundos
como si el tiempo quisiera arrepentirse.

Dicen —los que aún creen en el alma—
que cuando tres mueren por error,
los dioses se alejan,
cansados de explicar lo obvio.
Que nadie mata por odio,
sino por la torpeza del amor.

Y sin embargo,
el aire está lleno de nombres mal pronunciados.
Émile, Clara, Rodolfo.
Tres sílabas que se repiten
como un conjuro al revés.

NARRADOR (camina entre los cuerpos):
Clara aún parece pensar.
Su rostro conserva una ternura final,
esa paz que llega cuando el dolor
ya no tiene destinatario.
Rodolfo, el inocente voluntario,
reposa con los ojos abiertos,
mirando un techo que jamás entenderá.
Y Émile…
Émile yace como un espejo roto,
con el rostro vuelto hacia lo que no existe.

Qué simple, qué inútil,
la mecánica de la tragedia.
Un rumor,
una mirada mal leída,
una frase no dicha,
y el universo decide repetir el error
que lo mantiene en movimiento.

(Se inclina y recoge la lámpara caída.)

Miren:
La luz aún tiembla,
como si recordara el instante exacto
en que todo se quebró.
Hay una belleza inhumana
en el gesto final de los que se destruyen.
Un equilibrio entre la rabia y el perdón.
Como si el amor, en su forma más pura,
solo pudiera expresarse con muerte.

NARRADOR (más íntimo):
A veces pienso que todos somos esta escena,
que cada día discutimos
con alguien que no entendemos del todo,
y que el filo no siempre es metálico:
a veces es una palabra,
una sospecha,
una omisión de ternura.

Los tres podrían haber sido felices
si hubieran callado en el momento justo,
o si hubieran gritado antes.
Pero el destino,
ese dramaturgo sin rostro,
prefirió el final correcto:
la confusión,
la sangre,
la poesía inevitable del error.

(Camina hacia la puerta abierta.)

El amanecer entra y limpia.
No perdona, no consuela.
Solo convierte lo que fue tragedia
en historia,
lo que fue amor
en rumor,
y lo que fue vida
en literatura.

Y así —como siempre—
la casa cierra los ojos.
El sol no pregunta.
Los muertos no responden.
Y el narrador, cansado,
sigue su camino hacia otra casa,
donde alguien, ahora mismo,
está diciendo la primera mentira
que fundará otra tragedia.

(La luz final cae sobre las manos del narrador,
que parecen llevar una mancha invisible.)

NARRADOR (último verso):
No hay castigo más cruel
que comprender,
cuando ya no queda nadie
para escucharte.

(Oscuro.)


(Un vacío blanco. No hay arriba ni abajo. Solo un temblor de voces que recuerdan lo que fueron.)

CLARA:
¿Esto es morir?
No hay frío, ni sueño, ni siquiera fin.
Solo un temblor que insiste en repetirme.
Émile, Rodolfo… ¿están?
¿O soy el eco que se inventa compañía?

ÉMILE:
Estamos,
si es que estar aún significa algo.
Yo también me pregunto
si soy el que mató o el que fue matado,
si la sangre era mía o ajena,
si acaso la culpa se evapora
cuando el cuerpo ya no pesa.

RODOLFO:
No hay culpa, Émile.
Ni inocencia.
Solo la torpeza del impulso,
ese instante donde el alma tropieza
y cae sobre otra.
Yo aún siento la caída.
No el golpe,
sino la sorpresa de haber sido capaz de darlo.

CLARA:
¿Y para qué tanta palabra después del silencio?
¿No bastaba con morir una vez?
¿Por qué seguir repitiendo lo que duele?

ÉMILE:
Porque lo que duele es lo único real.
La belleza vive ahí,
en esa punzada que no se cura.
El resto —la razón, el perdón, la memoria—
son decorados de una tragedia ya escrita.

RODOLFO:
Pero ya no hay público.
Ni aplausos.
Ni castigo.
Entonces, ¿quién nos mira?

CLARA:
Tal vez los espejos.
Los mismos que nos mintieron,
los que nos hicieron creer
que cada gesto tenía dueño,
que cada sombra nos obedecía.
Ahora veo que eran ellos los que jugaban,
y nosotros apenas piezas del reflejo.

ÉMILE:
Siempre pensé que el amor era simétrico,
como un espejo que devuelve lo mismo.
Pero el amor, Clara,
es un vidrio torcido:
de un lado da luz,
del otro se quiebra.

RODOLFO:
Y sin embargo, lo buscamos.
Lo invocamos aunque sepamos
que duele,
que mata,
que al final nos deja así:
hablando solos,
entre sombras sin eco.

(Silencio. Una pausa que no pertenece a los segundos.)

CLARA:
¿Y si la muerte no fuera un final,
sino la posibilidad de entender lo que no supimos?

ÉMILE:
Entonces somos afortunados,
porque al fin lo entiendo:
te odié, Clara,
porque no supe amarte sin miedo.
Y a vos, Rodolfo,
te maté porque fuiste mi reflejo.
Y ningún hombre soporta
mirarse demasiado tiempo en otro.

RODOLFO (con voz más calma):
Yo también los odié,
pero mi odio era solo un disfraz
para no confesar que los necesitaba.
Ahora que no tengo boca,
puedo decirlo sin temblar.

CLARA:
Entonces todo fue un malentendido.
Una tragedia escrita en el idioma equivocado.
Una promesa rota por orgullo.

ÉMILE:
Tal vez por eso estamos aquí,
en este lugar sin relojes.
Para repetir lo que no dijimos,
para amar cuando ya no duele.

RODOLFO:
¿Y si eso fuera la eternidad?
Una conversación sin fin,
donde nadie puede irse
porque al fin todos comprenden.

(Una bruma los rodea. No hay miedo. Solo comprensión.)

CLARA:
Yo los perdono.
A ustedes y a mí.
Aunque el perdón ya no sirva.

ÉMILE:
El perdón no cambia el pasado,
pero ilumina el error.
Y eso basta.

RODOLFO:
Entonces quedémonos así,
como tres voces que alguna vez se odiaron
y que ahora, en este no-lugar,
descansan sin nombre ni sombra.

(Una luz los atraviesa. Ya no se distinguen. Solo queda una voz que pertenece a los tres.)

LA VOZ:
El amor y el odio son la misma palabra
dicha con distinto miedo.
Y toda tragedia,
por más humana que parezca,
es solo el eco de los dioses
jugando a no entendernos.

(Silencio eterno. Luego nada.)



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