Lima, invierno de 1954.
Una garúa terca caía sobre las calles empedradas de Barrios Altos, como si el cielo tuviera gripe y estornudara neblina. Las luces del tranvía se reflejaban en los charcos, y los serenos bostezaban con cara de alma penante.
Yo venía de cerrar un caso raro —una viuda que juraba que su difunto esposo seguía pidiéndole puchos desde el más allá— cuando me topé con él.
El señor Torre.
No sé su nombre de pila. En el bajo mundo de Lima, bastaba con decir “Torre” para que cualquiera hiciera silencio. No era brujo ni político, aunque trataba con ambos. Decían que vendía secretos, de esos que no se deben saber porque saberlos te jode la vida.
Lo conocí en el Café Carbone, ese tugurio donde los intelectuales se mezclan con los que tienen demasiada plata o demasiada culpa. Torre estaba en una mesa del fondo, con su chaleco impecable y un fajo de papeles amarillentos. Fumaba algo que olía a vainilla y muerte.
—Señor Alarcón —me dijo apenas me vio—. He oído que usted resuelve problemas que la policía prefiere ignorar.
—Depende del tipo de problema. Si tiene que ver con su suegra, eso cuesta extra —le respondí, tratando de sacarle una sonrisa.
No se rió. Torre no reía. Movió los dedos sobre los papeles como si contara pecados.
—Hay un libro —dijo—. El Codex de las Encrucijadas. Lo tenía un anticuario en Miraflores. Pero anoche lo robaron.
—Y quiere que se lo recupere.
—No exactamente. Quiero que lo destruya.
Ahí supe que la cosa olía a brujería.
El anticuario, un tipo gordo y tartamudo, vivía en una casa que parecía un museo de los sustos. Entre máscaras africanas, crucifijos y frascos con cosas que mejor no preguntar, encontré una vitrina rota.
Y un cadáver.
El viejo tenía los ojos abiertos, secos como pasas, y en su mano apretaba una figurilla de piedra con forma de sapo. Al lado, un papel con una frase escrita con tinta verde:
“En cada elección, una sombra se acerca.”
Me tembló el estómago. Esa frase no era nueva para mí. La había escuchado una vez en los callejones del puerto, cuando un contrabandista me habló de un grupo secreto que hacía pactos con “cosas que no eran de este mundo”.
La “Hermandad de la Encrucijada”.
A las pocas horas, ya tenía medio caso armado.
Torre sabía más de lo que decía. Su “libro maldito” había pasado por manos peligrosas: curas, espiritistas, incluso un senador.
Cada uno había muerto poco después de abrirlo.
Y ahí estaba yo, un detective con más deudas que suerte, metido hasta el cuello en un asunto que olía a azufre.
Decidí visitar a un viejo amigo del puerto, el Chino Ramos, un anticuario informal que sabía de rarezas.
—Ese libro, causa, es bravo —me dijo mientras me servía un trago de cañazo—. Dicen que si lo abres, el libro te pone a prueba. Te da dos opciones, siempre dos, y ninguna buena.
—¿Y Torre?
El Chino bajó la voz.
—Dicen que él fue el primero que lo leyó. Pero hizo trampa. Aprendió a usar los secretos del libro sin pagar el precio. Desde entonces, trafica con ellos.
Esa noche volví al Café Carbone. Torre me esperaba como si supiera la hora exacta en que yo aparecería.
—¿Encontró algo interesante? —preguntó, sirviéndose un coñac.
—Un muerto, y una figurilla de sapo que me miró feo.
Torre asintió.
—Entonces ya sabe lo que está en juego.
—No del todo.
Él sacó un sobre del bolsillo. Dentro, una foto en blanco y negro: una mujer joven, con ojos que parecían pedir auxilio. Detrás, una dirección en Jesús María.
—Ella tiene el libro. Su nombre es Magdalena.
—¿Y qué quiere que haga con ella?
—Convénzala de entregarlo. Si se niega… —hizo una pausa, y por primera vez lo vi dudar— …no permita que lo abra.
Llegué a la casa de Magdalena pasadas las nueve. El barrio olía a pan recién hecho y gasolina. Toqué la puerta y una voz dulce me respondió desde adentro.
Era una mujer menuda, de cabello negro y sonrisa triste. En la mesa del comedor, entre tazas de té, reposaba el libro. No era grande, pero su cubierta parecía absorber la luz.
—¿Usted viene de parte del señor Torre? —preguntó ella, sin mirarme.
Asentí.
—Él me dijo que el libro era peligroso.
—Peligroso es no saber —replicó, con una calma que me heló la sangre—. Yo solo quiero respuestas.
Y entonces lo abrió.
Las luces parpadearon. El aire se volvió espeso, como si alguien hubiera tapado el cielo con una manta. Las letras del libro se movían solas, cambiando de forma.
De pronto, una voz surgió de la nada, profunda, burlona:
“Magdalena Díaz. Has llegado a la encrucijada. Elige.”
Y el libro se iluminó, mostrando dos frases escritas con fuego:
-
“Conoce la verdad, pero entrega tu alma.”
-
“Ignora el secreto, y olvida todo lo que amas.”
Magdalena lloraba. Me miró como si yo pudiera salvarla.
—¿Qué hago? —susurró.
Y ahí entendí el verdadero horror: no podía ayudarla sin elegir también.
El libro giró hacia mí, como si me invitara al baile.
“Tú también, extranjero. Elige.”
No sé qué me hizo hablar, tal vez el miedo, tal vez la caña del puerto.
—Yo elijo por ella.
El fuego se apagó. El libro se cerró de golpe. Magdalena cayó desmayada.
Y yo… escuché una voz dentro de mi cabeza:
“Has tomado un secreto que no te pertenece.”
La llevé al hospital Loayza. Los médicos dijeron que estaba viva, pero con la mirada fija, como si mirara algo detrás del mundo.
Torre apareció poco después, impecable como siempre.
—¿La tocó? —preguntó sin rodeos.
—Intenté salvarla.
—Entonces el libro lo eligió a usted.
Me reí, aunque por dentro quería gritar.
—No me venga con cuentos. Usted sabía lo que iba a pasar.
Torre no negó nada.
—Todos estamos en una encrucijada, señor Alarcón. Algunos vendemos secretos, otros los compran. Usted acaba de pagar el suyo.
Esa noche soñé con el libro.
Estaba en el centro de la Plaza San Martín, rodeado de sombras que me ofrecían cosas: dinero, poder, redención.
Cada una pedía solo una cosa a cambio: “un recuerdo feliz”.
Me desperté sudando. En el espejo, mi reflejo tenía los ojos verdes.
Intenté buscar a Torre. El café estaba cerrado. Nadie lo había visto en días.
El Chino Ramos juró que el tipo se había ido a Callao, rumbo a un barco sin destino. Pero no le creí.
Volví a la casa de Magdalena. El libro ya no estaba.
En su lugar, sobre la mesa, un sobre con mi nombre.
Dentro, una nota escrita con esa maldita tinta verde:
“El secreto no se destruye. Solo cambia de dueño.”
Y una llave.
Con el tiempo, empecé a notar cosas.
Gente que me miraba dos veces en la calle. Voces en el teléfono que decían mi nombre y se cortaban.
Cada vez que abría un caso nuevo, ya sabía las respuestas antes de hacer las preguntas.
Y cuando intentaba dormir, el libro me hablaba.
—Otro trato —decía, con voz de humo—. Una elección más.
No podía apagarlo. No podía olvidarlo.
Una noche, la garúa era tan densa que parecía sopa. En el reflejo del vidrio del tranvía, vi a Torre sentado frente a mí.
—Ahora entiende —me dijo, sonriendo por primera vez—. Los secretos son como la peste. Se contagian.
—¿Y cómo se cura uno de esto?
—No se cura. Solo se comparte.
Y al bajar, dejó un sobre en mi asiento.
Adentro, tres papeles amarillos. Cada uno tenía un nombre:
“Ramos. Magdalena. Alarcón.”
Y al pie, una nota más:
“Solo uno puede olvidar. Elige.”
Pasé la noche bebiendo en silencio. Afuera, los gatos peleaban en los techos y el cielo olía a fierro viejo.
Sabía lo que tenía que hacer. El libro me había enseñado su lógica cruel: toda elección tiene un precio, y toda deuda se paga.
Tomé el sobre y fui al puerto. El Chino Ramos dormía en su taller, rodeado de santos sin cabezas. Dejé su papel sobre el mostrador.
Luego caminé hasta el hospital. Magdalena seguía igual, con la mirada perdida. Le dejé el suyo bajo la almohada.
Y el último… lo guardé para mí.
En el muelle, la neblina parecía un manto. El mar no se veía, pero se escuchaba, como un animal respirando.
Saqué el papel con mi nombre. Detrás, solo una palabra:
“Recuerda.”
Y entonces lo entendí.
El secreto no era un castigo. Era una promesa.
Dicen que, desde entonces, me ven de madrugada caminando por el centro, ofreciendo “información confidencial” a quien quiera escuchar.
Algunos me llaman loco, otros me pagan por adelantado.
Yo solo les doy lo que piden: una verdad a medias, un rumor útil, un secreto bien envuelto.
Y cuando alguien me pregunta cómo lo sé, sonrío y digo:
—Me lo contó el señor Torre.
Después de todo, Lima siempre ha sido una ciudad de secretos.
Solo que ahora, yo soy el que los vende.
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