No creo ni en mitos ni leyendas. El dueño del rebaño, el amo como dicen por estos lugares, piensa que por ser un capitalino enamorado platónicamente del mundo rural, voy a beberme de un trago, cuan bota de vino, todo lo que me cuenta sobre Guara ¿Cómo van a existir sirenas en la sierra pre-pirenaica? No las hay en el mar, como para que haya alguna en las montañas. Eso es lo que no te enseñan en la escuela de pastores, a diferenciar entre la verdad y la imaginería.
Con las ovejas revolucionadas en el corral, trata de conmoverme anunciando una tormenta. Él no cree en los smartphones, muchos menos en las aplicaciones. Se avecina sol en toda la trashumancia. Cruzaremos al valle de Nocito. De allí a la Guarguera. Final de camino en Sobrarbe. Le muestro la pantalla:
—Palabrería de urbanitas. Te aconsejo que vayas pensando en que cueva pasar la noche. Déjame que insista. En alguna habita una sirena.
—Entiendo la situación, pero no lo haga.
—Insisto. Por algo te he pagado todo por adelantado. Para que no te enamores de otros ojos, que no sean los del carnero.
Mi dilema no es en que cueva dormir, me preocupa más hacer el recorrido solo, y en todo caso, si le creo, por qué no esperar a que escampe.
— El rebaño salió hace más de una semana y regreso solo a casa. Se encontraría con la sirena de Bastarás y el incauto se enamoraría. No así los perros y las ovejas. Ya deberían estar durmiendo en Puértolas.
Mi abuela era de un pueblo cercano. No tuve mucho tiempo para conocerla. Sin embargo las noches de aquel verano, las pasé mirando por la ventana abierta de mi habitación, en la bodega, esperando el regreso de las ovejas después de la cena y su vuelta a correr los campos antes del amanecer. Para quitarme la costumbre, me contó un secreto. La dueña de algún rebaño era una bruja. Si te pillaba mirándola, y sobre todo, si la mirabas a los ojos, te abducía y te convertía en su pastor eternamente. Nunca la creí, y acabadas las vacaciones, en su lecho de muerte, volvió a recordarme a la bruja, aunque poco importaba, no habría próximo verano. Pese a ello, su insistencia me generó muchas dudas. De ellas me sacó mi madrina.
—La abuela no quería que entrasen pulgas a casa. Esa historia ha pasado de generación en generación. La última bruja que hubo aquí la quemaron en la plaza, mucho antes de que existiera esta casa, y ha cumplido dos siglos.
Mi abuela me dejó en herencia un pequeño poder. Un libro de cuentos aragoneses. De allí, tergiversando alguna historia encontré el miedo que trataba de inculcarme, algún personaje mitológico, y como no, el temor de cualquier pastor, el lobo. Cómo para que ahora me vengan con sirenas, sirenas de agua dulce de las que no he leído nada. Lo que quiere realmente es que no me entretenga, que no me despiste, que si hay tormenta no me quede mirándola desde una cueva y siga para delante, o simplemente que huya de ella. Nada ha dicho de las parideras. En esta sierra se contaban por docenas.
Una visita a los lavaderos en desuso, para que abreven perros y ganado. Comienzo el camino con los EPI’s reglamentarios (paraguas de palos y escopeta). En la mochila sobres de té, comida deshidratada, unas raciones militares, algo de abrigo, unas mudas, botas de repuesto, chubasquero y el agua justa y necesaria. Beberé en las fuentes del Formiga, quiero hacer la primera noche en Santa Cilia. Sin novedad en el frente. El sol guía mi camino hasta Morrano. Un vecino trabaja la huerta y me invita a tabaco negro. Yo toso. El escupe.
—Hoy es Santa Irene de Tesalónica. Por Santa Irene el agua viene. Hoy me excusaré de regar.
—Buen hombre, Santa Irene era especialista en ocultar libros, y hoy como verá, también lo es en ocultar cualquier atisbo de tormenta.
—Tú lo has dicho zagal. Está oculta. No podemos ver lo que viene del otro lado de la sierra.
No merece la pena enseñarle el smartphone.
— ¿Dónde quieres echar el cuerpo? Imagino que en Panzano pues hay posada.
—Pensaba llegar a Santa Cilia y dormir en alguna paridera.
—De los tejados de las parideras, tejas viejas y tejas nuevas —dice señalando al pueblo.
Le contesta mi cara de circunstancias.
—Si encuentras alguna quizás conserve las paredes. Hubo un tiempo en que las tejas iban muy caras y por unos duros los hombres nos convertimos en depredadores. En Santa Cilia hay nuevos colonos.
Ahora entiendo porque el ganadero no me nombró las parideras.
— ¿Has elegido cueva? No te dará tiempo a llegar y en Bastarás no quieren extraños.
—Si tan mal pinta el tiempo, también podría quedarme con usted.
—Visto el hierro del rebaño, se me acabaron los favores con tu amo. Ten cuidado con las sirenas.
—Parte de mi familia es de esta zona. No encontraré sirenas, como mucho, si duermo en Solencio, encontraré ninfas, y si voy a buscarlas.
—Quédate en Chaves, es mejor escuchar a Solencio que padecerlo.
Parto a buen ritmo. Pasando junto a Bastarás leo con pesadumbre que tenía razón. “Prohibido el paso. Propiedad particular. Perros sueltos”. Algunos ladridos a los que los border collie no hacen ni caso. Media tarde, tiempo de sobra para llegar a destino. Parada obligatoria en las fuentes del Formiga. El rebaño se agacha a beber en el río. Yo tomo agua directamente de las surgencias. El primer trago es bajo el sol, en el segundo, el más liviano, se proyecta una sombra sobre los congregados. Puestos a elegir preferiría que fuera una enorme sirena. Empieza a llover. Nada del otro mundo hasta que ruge la sierra. Subimos a la carretera. Con educación se puede ir a todas partes. Hasta Santa Cilia hay un mundo. Para llegar a Bastarás menos de un kilómetro y un puente. La lluvia es llevadera, el estruendo insoportable. Tiembla el paraguas, se asusta el ganado. Me visita el miedo cuando un amasijo de piedras, ramas y agua desbocada, arrasan el trozo de carretera sobre el barranco, y con ella, un poco más abajo, el camino. Mi refugio se llamará Chaves.
No la recordaba tan cerca. Era un niño cuando me llevaron hasta ella, cuando entré arrastrándome a Solencio. La entrada de Chaves es mucho más grande, incluso más de un tiempo a esta parte por la acción del hombre. En las paredes brillantes que la escoltan, nidos y heces blanquecinas de los buitres. En su boca la misma higuera que ya encontró Lucien Briet. En el techo de conglomerado, el hollín negro dejado por pastores de antaño. No rebla la lluvia, merman los balidos. Las doscientas cabezas cogen el sueño caída la noche. Los perros descansan con un ojo abierto. Yo con los míos cerrados. A media noche se rompe el silencio con una nana.
—Sirenas, claro —me digo.
Ha cesado la tormenta. Los canes aúllan, los lobos ladran. Pares de ojos en la letanía. Los border collie flanquean la entrada. Inquietud en ganado. Armo la escopeta. Un disparo a ninguna parte. Silencio. Las lanas vuelven al sueño. De nuevo la nana. La nana podría ser un balido. No llevo ningún cordero pero pareciera ser uno descarriado en las profundidades de la montaña. Me pongo el frontal y me aventuro entre estalactitas y estalagmitas. El balido se convierte en melodía. Las ninfas se han mudado y no quieren que me duerma. Cada vez se hace más presente, cada vez está más cerca. Tras un cuello de botella una sala caída en el olvido me mi niñez. Mi luz led se multiplica por las paredes. Sobre un promontorio una eterna melena negra me da la espalda. La melodía proviene de su voz. Voz de sirena. Sirena de agua dulce.
— ¿Por qué has venido? ¿Por mí o para besarme?
Me acerco. Se gira. Tiene el rostro difuminado. no puedo ver más allá de sus ojos, no puedo besar más allá de sus labios. En sus labios me duermo.
Me olfatea. Abro los ojos. Ojos de perro herido. Me incorporo. Le acompaña una enorme dentellada en el cuello. Ni rastro de las ovejas. Los buitres se dejan caer al barranco. El otro border collie es un reguero de sangre huyendo. Me dejo caer. Maldita sirena. Me olfatea. Pierde el aliento. Quién pudiera también perderlo.
Me olfatean. Abro los ojos. Ojos de lobo. Cierro los ojos. El aullido de mi amo.
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