Había oído historias de la colina desde niño, relatos de desapariciones y secretos antiguos. Mi curiosidad, siempre más fuerte que mi prudencia, me llevó a Sentinel Hill buscando respuestas… o quizá solo buscando sentir algo que mi vida cotidiana no me ofrecía. Nunca imaginé que lo que encontraría cambiaría mi percepción de la realidad para siempre.
Desde la primera noche en que llegué, supe que algo en el aire era distinto. El viento susurraba notas que mi mente humana no podía descifrar, y cada sombra parecía inclinarse en ángulos que desafiaban toda lógica. Fue entonces cuando los vi: los anacardos. No eran los frutos que uno encuentra en mercados o estanterías, y distaban mucho de ser como las almendras o las nueces. Sus formas no euclidianas parecían doblarse sobre sí mismas, como si la geometría misma respirara en la bruma. Cada uno pulsaba con una energía que retaba mi percepción, y un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
Los ancianos del pueblo impío de Dunwich hablaban de ellos solo en susurros. Decían que eran “llaves”, y que “quien posea los anacardos entenderá los ángulos y las puertas del mundo”. Al principio lo tomé como superstición. Hasta que la primera llave me habló. No con voz humana, sino con un murmullo que atravesó mis sueños y se incrustó en mi mente: “Yog-Sothoth… los anacardos son la llave y la puerta de todo”.
Esa noche soñé con geometrías imposibles: escaleras que ascendían hacia un cielo que se inclinaba en abismos sin fin, paredes que se doblaban en ángulos prohibidos. Los anacardos flotaban ante mí, girando en espirales que parecían abrir portales hacia lugares que mi mente no debía comprender. Su forma —imposible de describir con palabras humanas— retaba toda lógica: cada arista y vértice parecía prolongarse hacia dimensiones que no deberían existir. En la cima de la colina, percibí su presencia: omnipresente, incorpórea y opresiva. Yog-Sothoth estaba allí, y al tocar mi conciencia, su mirada se extendió a través de todos los ángulos del mundo, observando y comprendiendo.
Intenté huir, pero los anacardos me seguían llamando. Cada uno parecía contener un fragmento de la omnisciencia de Yog-Sothoth, o quizá de la estructura misma del cosmos. Al tocarlos, sentí que mi cuerpo no me pertenecía, que mi mente era absorbida por algo que comprendía todos los secretos de las puertas y llaves. Y mientras sentía miedo de lo que me rodeaba, un terror aún más íntimo me carcomía: mi propia obsesión por ellos. No era solo la presencia de Yog-Sothoth lo que me aterraba; era la forma en que deseaba tocar cada fruto, entender cada ángulo, poseer cada llave. Esa compulsión me asustaba más que cualquier abismo.
Cuanto más tiempo pasaba entre ellos, más mis pensamientos giraban en torno a los anacardos. Me sorprendía a mí mismo contándolos una y otra vez, girándolos entre los dedos, imaginando qué secretos contenía cada curva imposible, y sintiendo una compulsión creciente por devorarlos, como si su sabor ocultara algún conocimiento prohibido. Mis sueños empezaban a ser solo un reflejo de esa obsesión: veía anacardos flotando en mi habitación, escuchaba susurros que me llamaban, y no podía distinguir entre vigilia y sueño. La idea de dejarlos atrás se convirtió en un miedo tangible, un vacío que mi mente no podía tolerar.
Me encontraba en una encrucijada que parecía materializarse de la nada. Cada sendero se doblaba en ángulos imposibles, y en medio de la bruma comprendí que cada decisión era una ilusión. Allí estaba el Señor Torre, un hombre alto y sombrío, cuya voz resonaba desde todos los ángulos a la vez. Señaló los anacardos y su mirada me atravesó: “Quien desee comprender… debe pagar por cada fragmento de conocimiento. Cada llave tiene un precio, y nadie ofrece sabiduría sin deuda. Existe una promesa de poder para quien se atreva a seguir, pero también un riesgo que ningún mortal puede medir. Sigue el camino de los ángulos, si osas… pero no te sorprendas si pierdes algo que jamás podrás recuperar”.
Los aldeanos, incluso los que habían sido poseídos años atrás, no estaban muertos sino ausentes; sus mentes habían sido arrastradas a través de los ángulos, ocupadas por entidades que estudiaban nuestra línea temporal como si fueran hojas de un diario. Comprendí entonces que los anacardos eran instrumentos de esa observación. Cada fruto seco no euclidiano, con sus aristas y vértices imposibles, era una llave, una puerta y un fragmento de todo lo que Yog-Sothoth comprendía. Y cuanto más lo entendía, más crecía mi obsesión, más me aterraba mi necesidad de poseer y comprender. Sentí que estaba perdiendo mi cordura lentamente, atrapado entre el miedo y el deseo.
Al amanecer, desperté junto a los anacardos, dispersos por toda la colina. Cada uno parecía pulsar con vida propia, y el aire todavía vibraba con los susurros de sectarios y entes invisibles. Sabía que si me movía en línea recta, los Perros de Tíndalos vendrían por mí, cruzando el tiempo y el espacio desde ángulos imposibles.
No era solo un miedo físico; era un terror de otra especie. Sabía que Yog-Sothoth estaba más allá del sueño y la vigilia, pero su influencia se filtraba por los ángulos, los anacardos y la tierra de Sentinel Hill. La colina parecía inclinarse hacia mí, y cada anacardo vibraba como si conociera mi nombre, mis pensamientos y mis secretos más oscuros. Comprendí que no había lugar seguro, ni escapatoria: solo la aceptación de que los anacardos, los ángulos y Yog-Sothoth eran uno y lo mismo, y que mi propia mente se deshacía ante la fascinación y el hambre antinatural que sentía por ellos.
En los días siguientes, regresaría a la colina casi como un ritual. Cada visita profundizaba mi obsesión: observaba cómo la bruma jugaba con los ángulos, cómo los anacardos reflejaban fragmentos de luz que no deberían existir, cómo la geometría misma parecía burlarse de mí. Comencé a escribir notas, bocetos, diagramas que ningún humano podría comprender, y cada trazo me hacía sentir más cerca de un conocimiento prohibido… y más aterrorizado de mi propia fascinación. A veces me detenía a contemplar mis manos, temblando, preguntándome si alguna vez podría dejar de tocar los anacardos… pero siempre regresaba.
Ahora, cada anacardo que veo me recuerda lo que hay más allá: que la realidad no es sólida, que los ángulos esconden puertas, y que Yog-Sothoth observa, esperando el momento en que mis sueños lúcidos permitan que las llaves se abran y la omnisciencia se manifieste nuevamente. Cada noche, cuando cierro los ojos, un débil sonido de flautas parece atravesar la bruma de mi mente, apenas perceptible, girando alrededor de Sentinel Hill, entre los ángulos, los anacardos y la figura del Señor Torre, recordándome que mi obsesión y mi miedo son inseparables, y que nunca estaré completamente a salvo. Un trago de Aquarius para terminar.
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