“Es la hora. Están aquí para llevarnos. Hasta hace poco no creía en nada, con el correr del tiempo y oyendo los gritos de mis amigos, decidí aferrarme a algo. Debemos creer en alguien, material o no. Yo no pude hacerlo, no tuve tiempo. Es la hora final y vamos a morir solos…”
“Muchos años atrás. En algún lugar de mi mente…”
Tenía doce años, faltaban apenas dos meses para cumplir los trece y nunca imaginé que aquel terrible descubrimiento se convertiría en un regalo oscuro. Que jamás olvidaría. Que me marcaría para siempre. Que seria mi condena. Roman tenía solo diez años, era mi mejor amigo. Encontraron su cadáver a trescientos metros de casa, semi enterrado entre barro y arena, camino al mar. Yo les mostré ese camino a la policía, ahogándome en llanto y dolor. Aterrado.
El oficial a cargo en aquel entonces se llamaba Orson y trataba con su metro noventa y cien kilos, de abrazarme y contenerme. Quería gritar y no podía, pensando no solo en lo terrible que sería seguir viviendo sin tener con quien compartir juegos , risas, secretos y lo ancho y hermoso de la playa Berckman, con su bellísimos atardeceres. Sino también, me imaginaba las caras de sus papás al enterarse. Y su desesperación. Su impotencia. Aquello era mucho para mi mente de niño.Temblando de dolor y espanto, me desmayé.
Horas después,como en un flash, los relámpagos de imágenes superpuestas me van mostrando rostros. De una mujer gritando desgarradoramente el nombre de su niño,una Iglesia colmada de gente y otros rostros conocidos,rumores de voces en voz baja pronuncian también mi nombre y se lamentan por mi. Como si yo fuese el muerto. Compadeciéndose. No quiero su lástima, me basta con mi horror. Pasó un año y para mí, como un siglo. Mis compañeros de colegio, la mayoría, trataron no solo de consolarme sino también de sostenerme para que no me deprimiera. Tuve pesadillas,claro, como cualquier niño a esa edad. Más aún cuando días después escuché que los forenses que revisaron el cadáver de Román, descubrieron que su cara había sido reemplazada por algo similar al rostro de un asqueroso pulpo, sus manos se habían transformado en aletas rojas y viscosas y parte, gran parte de su cuerpo, era el de un batracio que supuraba una baba sanguinolenta. De olor pútrido. No se había ahogado, intentó salir del agua desesperadamente. Y sus cuatro pulmones no resistieron al tratar de respirar el aire puro de nuestra atmósfera.
Todo se desencadenó con la llegada de Agatha, muchos la esquivaban, evitaban darle charla o tener contacto con ella. Se decía que era hija de un gitano que había llegado un par de meses antes de los acontecimientos que pusieron al pueblo al borde del Infierno. Y que aunque nunca nadie lo contó, yo debo hacerlo…porque aún sigo creyendo que fué mi culpa, además, durante días y noches volvía la vista al caminar por las penumbrosas calles cercanas a mi casa y ahí estaba Román, parado a veces como esperándome. Intentando detenerme para decirme algo que tal vez no quería oír. Tenía en sus manos sucias de arena y caracolas pequeñas, algunas de las cartas con que jugábamos el juego de Arkham. En el que yo lo inicie.
Nunca supimos bien las reglas, íbamos improvisando de acuerdo al lugar donde estuviéramos jugando, mi living, el sótano de su casa, el patio del colegio, cada uno de esos lugares, para nosotros, escondía un secreto, un demonio, algunos de los seres más horrendos que se nos ocurriera. Acechandonos. Creíamos que bastaba con ponerle imaginación a las prendas impresas en el reglamento. Pero no nos interesaba seguirlo. Hasta que nuestra nueva amiga, Agatha, se unió al juego. Para enseñarnos. Era increíble su habilidad en entender consignas y manejar los tiempos para llevarlas a cabo, eso quizás hizo que Román se enamorara de ella. Y todo empezó a ponerse difícil. Y peligroso. Algo o alguien la trajo hasta nosotros, la colocó en nuestras vidas por algo. Jamás lo sabremos. Jamás lo entenderemos. Con el correr de los años, tal vez. Hoy, ahora, solo existe esta angustia. Este miedo sobrenatural a un juego que nos llevó al borde del abismo. Y que debo contar.
Poco a poco descubrimos que la niña era una experta en el Arkham Horror. Según nos contó, su bisabuelo conoció a un escritor famoso quién fué el creador a través de sus investigaciones, del misterioso y complejo juego. Lo que nunca imaginamos, mientras seguíamos sus instrucciones, ansiosos por saber, que aquellas lecciones nos dejarían al borde de un mundo oscuro. E infernal…
Stephen Black, el pariente de Agatha en cuestión, no solo fué ayudante del escritor, sino también su discípulo y escondió tres cartas que nunca fueron halladas en ningún mazo de las demás que constituían el núcleo central del juego. Esas poseían el don de abrir portales prohibidos a los simples mortales. Salvo que tuvieran la valentía de quemar la naves y pasar, definitivamente, a otros mundos. Y otros horrores.
Ahora, sentados en las rocas que sufren la erosión del mar cada vez que las olas las golpean, soportando su embate durante años, mojados, tristes y observando el mar enfurecido, Agatha y yo, tratamos de recuperarnos. Ella sabe, pero aún así, lo extraña. Y lo compadece. Pero su mandato era ese. Conseguir adeptos al juego, mostrarles algunas de las cartas secretas que lograban hacer conocer a los ocasionales jugadores la oscuridad de mundos imposibles y llevarlos a la locura. A través del entusiasmo, la amistad…o el amor. Cuando la policía intentó localizar al abuelo de Agatha y a la niña para conseguir alguna información sobre el crimen, no hallaron ni rastros de ambos. La casa rodante en la cual muchos pobladores los vieron llegar, ya no existía. Les dije de mi parte, que había estado con ella, les describí cómo era, les dí su nombre, que fué nuestra amiga, que nos enseñó a jugar el juego maldito y que tal vez eso fué lo que llevó a Román a la muerte. Pero solo me creyeron parte y aunque busqué por todas mis pertenencias el mazo de cartas (…incluídas las prohibidas…) no las hallé en ningún lado. Quería mostrarles.
Creo que tendré que hundirme de nuevo en el mar junto a la niña, ya nadie nos busca, ni mostrarán jamás su lástima, ni seguirán sospechando de alguien que quizás nunca existió. Ambos preparamos nuestros tentáculos y nuestras aletas para las profundidades abismales, listos para sumergirnos. Sus cinco ojos me observan y desde su extraño orificio violeta que se ubica donde debería estar una boca sensual e inocente, parece esbozar una sonrisa. Horrenda. Hace frío, el viento arrecia y la espuma nos acaricia arrastrándonos al agua. A nuestro nuevo mundo…que no elegimos.
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