El viento que azotaba las ventanas de la Universidad Miskatonic parecía traer murmullos desde algún lugar lejano, más allá del tiempo y del espacio. Henry Caldwell, arqueólogo y profesor adjunto, observaba el ídolo sobre su mesa como quien mira a una fiera dormida: con fascinación… y con un miedo casi infantil a que abriera los ojos.
El despacho olía a polvo, tinta y café rancio. En las paredes, mapas del Mediterráneo, del Mar Negro, incluso de la Polinesia, estaban llenos de chinchetas y cuerdas rojas que unían puntos con un propósito solo claro para Henry. Bajo su luz mortecina, el ídolo parecía absorber la claridad, dejando su propio contorno apenas perceptible, como si se resistiera a ser visto del todo.
El profesor había recibido la pieza esa misma tarde en una caja sin remitente, sin carta oficial del museo, sin nota del Departamento de Antigüedades. Solo una hoja doblada con una frase que no ayudaba demasiado:
«La decisión será tuya, pero no hay elección sin precio.»
Henry había pensado al principio que era una broma de algún estudiante con ínfulas literarias. Pero la sensación que el objeto le producía —ese extraño calor al tocarlo, ese cosquilleo eléctrico bajo la piel— no era obra de ninguna imaginación burlona.
Ahora, a medianoche, la soledad del despacho se había vuelto absoluta. Y fue entonces cuando ocurrió.
Una sombra, imposible de proyectar por la lámpara, emergió lentamente de la esquina del techo. Tenía la forma de… bueno, no de nada conocido. Cambiaba a medida que intentaba definirla: unas veces parecía un hombre, otras un enjambre de insectos, otras una silueta reptiliana. De pronto, una voz surgió, pero no desde la sombra. Sonaba dentro de su propia cabeza:
—Profesor Caldwell. Ha llegado el momento.
Henry parpadeó varias veces, con la incómoda sensación de que el aire se había espesado.
—¿Quién… qué eres? —preguntó, notando que su propia voz temblaba.
—Eso es irrelevante. Lo importante —dijo la voz, con un tono casi aburrido— es que tienes dos opciones. Siempre hay dos opciones.
La sombra señaló el ídolo, o al menos Henry creyó ver un brazo esquelético hacerlo.
—Puedes actuar ahora mismo, desatar su poder, entender secretos que tus colegas ni soñarían… pero pagarás con algo que no estás dispuesto a perder.
La otra opción quedó en el aire, como una fruta prohibida que solo la impaciencia podía alcanzar.
—O puedes esperar. Perderás tiempo, oportunidad… pero recibirás conocimiento. Tres fragmentos de sabiduría que te ayudarán en lo que está por venir.
La voz se detuvo, como si esperara su respuesta.
Henry sintió que la frente le ardía. El ídolo parecía vibrar con una frecuencia apenas perceptible, como si en su interior algo estuviera despierto y hambriento.
Dos caminos. Ninguno bueno.
Porque Henry Caldwell, arqueólogo y profesor adjunto, sabía dos cosas:
-
La curiosidad lo había llevado siempre demasiado lejos.
-
La prudencia no era precisamente su fuerte.
Se rascó la barbilla, respiró hondo y dijo:
—Dame un momento para pensarlo.
La sombra suspiró. Literalmente suspiró, como un funcionario harto de explicar el mismo formulario por quinta vez en el día.
—Es medianoche, profesor. Y no tengo toda la eternidad… Bueno, técnicamente sí la tengo, pero hay otros humanos que atormentar esta noche.
Henry soltó una risita nerviosa. Si de algo podía enorgullecerse, era de mantener cierto sentido del humor ante lo inexplicable.
—Muy bien —dijo finalmente—. Si actúo ahora… ¿qué pierdo?
La voz se hizo grave, profunda, con un eco imposible en la pequeña oficina:
—Algo que no recuperas jamás. Algo que ni siquiera sabrás que has perdido.
Henry tragó saliva. Por supuesto, sonaba a una amenaza. Y, al mismo tiempo, a una promesa.
Por otro lado, si esperaba, perdería tiempo. Podría estudiar el ídolo con calma, obtener esas tres piezas de información, pero a cambio… algo ocurriría. Algo que le retrasaría, que le pondría en desventaja cuando más necesitara actuar.
Era un dilema. Un verdadero dilema.
Finalmente, Henry Caldwell, arqueólogo y profesor adjunto, tomó una decisión.
Y fue en ese instante cuando comenzó el Año sin Primavera.
Epílogo: Bajo un cielo sin estaciones
Nunca volvió a amanecer del mismo modo en Arkham.
El profesor Caldwell —arqueólogo, profesor adjunto, testigo involuntario de lo innombrable— descubrió muy pronto que aquel instante en que su mano rozó el ídolo había dividido su vida en dos. Antes y después. Luz y sombra. Razón… y aquello otro.
Lo que perdió aquella noche, nunca pudo precisarlo del todo. Al principio creyó que eran recuerdos: la sensación de abrir un libro favorito y no encontrar familiaridad en sus páginas; la incapacidad de reconocer la voz de un viejo amigo hasta que le repetían el nombre tres veces; el perfume de una calle lluviosa que ya no evocaba nada. Pero pronto comprendió que era algo más profundo. Como si una parte de sí mismo hubiera sido amputada con bisturí de silencio.
Lo inquietante era que, a cambio, había ganado un tipo de claridad extraña. Empezó a soñar en idiomas que no conocía y, sin embargo, comprendía. Vio mapas donde el mundo no terminaba en los océanos, sino en costas más allá de la geometría. Y sobre todo, comenzó a entender la risa de aquella sombra. Era la risa de algo que había visto nacer y morir galaxias enteras, que contemplaba la mente humana como un niño observa las hormigas: con curiosidad, pero sin rastro alguno de compasión.
Durante semanas, Henry intentó continuar con su vida académica. Dio conferencias. Publicó artículos. Incluso recibió una oferta para dirigir una excavación en Turquía. Pero todo carecía de peso. Había aprendido, demasiado tarde, que el conocimiento por sí mismo no era una luz, sino un agujero: cuanto más lo llenaba, más se ensanchaba.
A veces, en la biblioteca vacía, abría el cuaderno donde solía tomar notas y escribía frases que le venían en sueños:
«Los hombres no temen a los dioses porque no los conocen. Temen a la oscuridad porque intuyen que algo la habita.»
«El universo no es un libro escrito para ser leído. Es un grito en una lengua que mata al pronunciarla.»
Se volvió más silencioso, más huraño. Los estudiantes murmuraban que el profesor Caldwell había perdido la chispa, la gracia socarrona con la que antes hablaba de tumbas y ciudades sumergidas. Nadie sospechaba que cada palabra que pronunciaba ahora le pesaba como una piedra.
Un día, varios meses después, Henry visitó a un antiguo colega en Innsmouth. Paseando por el muelle, miró al horizonte y vio que el mar parecía latir, como si respirara. Pensó en el ídolo, en la sombra, en la voz que le había ofrecido dos caminos y sonrió con amargura.
Había elegido.
El precio no fue inmediato, ni evidente. No hubo relámpagos, ni portales abiertos, ni tentáculos emergiendo del cielo. Solo esa primavera que nunca llegó. Un frío persistente, un gris inamovible, como si el mundo hubiera quedado atrapado en un estado intermedio. La gente en Arkham comenzó a hablar del Año sin Primavera. Las flores no brotaban. Los pájaros no regresaban. Y Henry, en silencio, sabía que todo comenzó aquella noche en la universidad.
La última vez que lo vieron, caminaba hacia el bosque al anochecer, con una pequeña caja bajo el brazo. Algunos dijeron que murmuraba en un idioma extraño, otros que hablaba solo. Nadie lo siguió.
Quizá buscaba respuestas. Quizá buscaba recuperar lo que había perdido. O quizá había comprendido, al fin, que no había diferencia entre ambas cosas.
Porque en el fondo, Henry Caldwell había aprendido la lección que los dioses antiguos siempre enseñan demasiado tarde:
Que la curiosidad no nos hace humanos. Solo nos hace breves.
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