El Calendario Roto: El Año sin Primavera
El pueblo de San Melior, rodeado de colinas verdes y ríos cristalinos, siempre había vivido al ritmo de las estaciones. La primavera era la más esperada: las flores pintaban las calles, las ferias llenaban la plaza y los niños correteaban bajo los cerezos en flor.
Pero aquel año ocurrió algo imposible: la primavera nunca llegó.
El invierno se extendió más de lo debido. La nieve seguía cayendo en abril, los ríos seguían helados en mayo, y cuando los ancianos del pueblo abrieron sus almanaques para buscar consuelo en las fechas, descubrieron algo aún más inquietante: el calendario estaba roto.
No era un error de imprenta ni una confusión humana. Literalmente, no existían las páginas de marzo, abril ni mayo. Después de febrero, las hojas de los calendarios mostraban directamente a junio, como si alguien hubiera arrancado la estación de la vida y la hubiera arrojado al vacío.
Al principio, los habitantes creyeron que era una broma cruel. Compraron calendarios nuevos en la ciudad vecina, pero todos estaban igual. Ni un solo calendario en el mundo mostraba primavera.
La maestra del pueblo, Clara, fue la primera en preocuparse seriamente. Ella enseñaba historia natural a los niños y notó que algo más profundo ocurría: las semillas que había plantado en clase nunca germinaban, por más que regara y cuidara la tierra.
—La primavera no es solo una fecha en el calendario —susurró, mirando con angustia las macetas vacías—. Es el latido de la vida… y se está deteniendo.
Pronto, los campesinos descubrieron que sus cosechas estaban condenadas. El trigo se marchitaba, los árboles permanecían desnudos y los animales que debían despertar de la hibernación seguían dormidos, atrapados en un invierno interminable.
Las noches se volvieron más largas, el cielo permanecía gris, y aunque junio apareció en los calendarios, la temperatura no subía. Era como si el tiempo hubiera sido manipulado, amputado de su ciclo natural.
Un día, llegó al pueblo un hombre extraño. Llevaba un abrigo gastado, un sombrero ancho y una maleta repleta de relojes sin manecillas. Se presentó como Adrián, el Cronista de los Días Perdidos.
—Lo que ocurre aquí no es un accidente —dijo en la plaza, mientras todos lo rodeaban—. El tiempo está siendo robado. La primavera fue arrancada del tejido de la realidad.
Los habitantes lo miraron incrédulos.
—¿Robado? ¿Por quién? —preguntó Clara, la maestra.
Adrián abrió su maleta y mostró un reloj de arena agrietado. Los granos de arena caían hacia arriba, desafiando toda lógica.
—Por los Guardianes del Invierno Eterno —explicó con voz grave—. Ellos se alimentan de los días cálidos, de las flores, del canto de los pájaros. Sin primavera, el mundo se marchitará, y pronto, todas las estaciones serán invierno.
El pueblo quedó en silencio. Algunos lo tomaron por loco, otros por un profeta. Pero Clara creyó en sus palabras, porque en sus sueños había visto un calendario roto flotando en la nada, y una mano invisible arrancando las páginas con furia.
Guiados por Adrián, un pequeño grupo de valientes decidió buscar respuestas. Clara se unió, junto con Tomás, un joven campesino que veía su tierra morir, y Elena, una boticaria que conocía las antiguas leyendas.
—Si robaron la primavera, debe estar en algún lugar —dijo Adrián—. Debemos encontrar el Equinoccio Perdido, el punto en el tiempo donde marzo debería haber comenzado.
El viaje los llevó más allá de las colinas, hacia el Bosque de los Relojes Caídos, un lugar donde los árboles colgaban relojes oxidados en sus ramas, como frutos metálicos. Allí, el tiempo se deformaba: los pasos resonaban con eco de minutos que no existían, y las sombras se movían al revés.
En el centro del bosque encontraron un arco de piedra cubierto de escarcha, y sobre él, una inscripción antigua:
«Cuando el calendario se rompa, busca al Guardián del Tiempo.
Él sabe quién arrancó las estaciones.»
Tras cruzar el arco, llegaron a una llanura blanca, donde el cielo parecía un reloj detenido. Allí conocieron al Guardián del Tiempo, una figura gigantesca con rostro cubierto por engranajes. Sus ojos eran esferas de reloj que giraban lentamente.
—El equilibrio fue roto —dijo con voz profunda—. La primavera fue robada por Nivhar, el Soberano de las Nieblas, quien desea que el mundo duerma eternamente bajo el frío.
Clara dio un paso al frente:
—¿Cómo podemos recuperarla?
El Guardián extendió sus manos y les mostró tres llaves de cristal, cada una marcada con un símbolo: una flor cerrada, un sol naciente y un río en deshielo.
—Debéis llevar estas llaves al Calendario Original, el primer calendario que dio forma al tiempo. Allí, podréis restaurar la primavera… si logran vencer al Soberano.
El grupo emprendió una travesía llena de peligros. Cruzaron montañas cubiertas de tormentas, atravesaron lagos congelados y enfrentaron espectros de hielo enviados por Nivhar.
En cada paso, Clara sentía más fuerte el peso de la misión. Si fallaban, no solo San Melior, sino todo el mundo quedaría atrapado en un invierno sin fin.
Una noche, alrededor de una fogata, Tomás confesó sus temores:
—¿Y si el mundo ya está condenado? ¿Y si la primavera nunca regresa?
Clara tomó su mano con firmeza.
—Mientras quede alguien que recuerde el canto de los pájaros, la primavera vivirá en nosotros. No podemos rendirnos.
Tras semanas de viaje, llegaron a un valle oculto donde se alzaba un edificio colosal: un templo circular, cuyas paredes eran gigantescas páginas de piedra, cada una representando un mes del año.
En el centro, flotaba el Calendario Original, un disco luminoso que giraba lentamente. Pero ante él se erguía Nivhar, el Soberano de las Nieblas, envuelto en un manto de escarcha. Su rostro era apenas visible, cubierto de sombras heladas.
—La primavera es un lujo innecesario —dijo con voz gélida—. Bajo mi reinado, no habrá hambre ni calor, solo silencio eterno.
La batalla fue feroz. El suelo se cubrió de hielo, los relojes invisibles estallaban en el aire, y cada palabra de Nivhar era como un viento que cortaba la piel.
Clara, aferrando las llaves de cristal, avanzó mientras Adrián y Tomás lo distraían. Elena lanzó polvos curativos contra las nieblas, abriendo un camino.
Con un grito, Clara colocó las tres llaves en el disco del Calendario Original. El templo comenzó a temblar, y de las páginas de piedra brotaron flores, cantos de aves y rayos de sol que derritieron la escarcha.
Nivhar gritó de furia mientras su cuerpo se deshacía en vapor helado.
El mundo despertó. Los cerezos florecieron en San Melior, los ríos se llenaron de peces, y las semillas finalmente germinaron. Los calendarios volvieron a mostrar marzo, abril y mayo.
El pueblo celebró como nunca antes. Era como si la vida hubiera renacido después de un largo sueño.
Adrián, el Cronista, guardó sus relojes y se despidió.
—El tiempo siempre intentará romperse —advirtió—. Pero mientras existan quienes lo defiendan, siempre habrá primavera.
Clara, mirando los campos en flor, comprendió que aquel año nunca sería olvidado. El año en que la primavera fue robada… y recuperada.
Y en cada calendario del mundo, alguien escribió en los márgenes de marzo:
“No olvides que hubo un año sin primavera.”
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