La Promesa del Poder

La Promesa del Poder

Había un rumor que corría como un eco enfermo entre los pasillos podridos de la ciudad vieja: en una taberna olvidada, bajo techos húmedos y lámparas moribundas, alguien había dejado caer una carta doblada en cuatro. El papel, manchado de vino barato y café frío, llevaba en su cabecera una frase escrita con tinta que no obedecía al tiempo:

“La Promesa del Poder”.

Juan, un hombre sin más fortuna que el filo de su lengua, la encontró entre periódicos amarillentos y anuncios de empleos imposibles. Nadie lo habría advertido si no fuera por ese extraño magnetismo que tienen las cosas malditas: brillaba, no con luz, sino con sombra. Como si absorbiera el resplandor de las lámparas débiles que colgaban en la taberna y lo concentrara en sí misma.

Juan la tomó con dedos trémulos. En cuanto el papel rozó su piel, un escalofrío lo recorrió desde la nuca hasta la planta de los pies. No era frío, ni tampoco calor: era una vibración, como si alguien más, algo más, lo hubiera tocado a través del papel. Esa sensación no venía de la tinta ni del cartón, sino de una conciencia oculta, maliciosa, agazapada entre las fibras de celulosa.

No dijo nada. Guardó la carta bajo la chaqueta y salió de la taberna, dejando a los borrachos sumidos en sus propias derrotas. Afuera, la ciudad se desmoronaba en la llovizna: fachadas corroídas por la humedad, faroles que parpadeaban como si temieran apagarse de una vez, perros callejeros buscando algo que no encontraban.

Juan caminó con la prisa de un hombre que carga un secreto demasiado pesado. No se detuvo hasta llegar a la biblioteca abandonada, un edificio de piedra ennegrecida que parecía un mausoleo. Allí, en el sótano, se reunía cada semana con su pequeño séquito: maestros sin aulas, estudiantes sin sueños, gentes cansadas de respirar la misma derrota.

Esa noche, el sótano olía a humedad y tabaco viejo. Una bombilla colgaba del techo como un ojo cansado. El grupo lo esperaba alrededor de una mesa rescatada de la basura. Había unas velas encendidas, y en sus llamas se adivinaban los rostros: demacrados, hambrientos de algo más que pan.

Juan colocó la carta en el centro, como quien deposita un cadáver sobre una mesa de autopsias. La desplegó con lentitud, cuidando de no desgarrarla. El silencio era tan denso que las respiraciones parecían gritos.

—Escuchen —dijo Juan, con voz grave—.

Y leyó:

«Las promesas del poder son falsas, nos las venden envueltas en papel de regalo, pero van llenas de mentiras amargas».

El silencio que siguió no fue humano. El sótano mismo parecía contener la respiración. Afuera, la ciudad bostezaba entre ómnibus herrumbrosos y gritos cansados, pero allí abajo, algo más viejo que la ciudad había abierto un ojo invisible.

Juan sintió un leve mareo, pero prosiguió, como si hablara con él y con todos:

—El poder nos habla de paz y armonía, de milagros en la economía… para después regalarnos guerra y hambre, y encarecer el pan de cada día.

Un joven tembloroso, de apenas veinte años, alzó la mano como en un aula inexistente.

—¿Entonces qué nos queda? —preguntó, con la inocencia quebrada en los labios.

Juan dobló la carta con lentitud. Su mirada reflejaba ternura y fatiga, pero también un brillo que no era suyo.

—Nos queda lo único que no pueden manipular: el humanismo. Esa semilla que sobrevive incluso en los inviernos más crueles.

Una mujer de rostro enjuto, siempre sentada al fondo, habló con voz firme:

—Dicen que este año no habrá primavera.

No hablaba del clima. Era una advertencia. Algo más que estaciones estaba siendo devorado.

—Un año sin primavera no es un año —respondió Juan—. La primavera debe florecer en las conciencias, porque allí nada puede marchitarla.

El murmullo creció, como una corriente subterránea que amenazaba con desbordarse. Entonces, el viejo de barba amarillenta por el tabaco escupió una risa amarga:

—Las ideologías, como palabras vacías, ven el mundo con un solo ojo. Unas prometen maravillas desde el ángulo izquierdo, otras desde el derecho. Pero ninguna ve con los dos.

Se inclinó hacia adelante, como si confesara un secreto prohibido:

—Tenemos que aprender a ver con los dos ojos… y con el espíritu que haga de la humanidad algo más humano.

El aire cambió. Juan lo sintió en la piel: no estaban solos. Desde el rincón más oscuro del sótano, donde la humedad se acumulaba como una lágrima petrificada, un crujido rompió el silencio. No era madera carcomida. Era el tiempo desgarrándose. La carta había abierto una grieta.

Juan volvió a desplegarla. Ya no era lector: era un traductor de un idioma maldito. Las letras parecían moverse, recomponerse.

—El poder vive gracias a nuestras cegueras —leyó—. Nos quieren divididos, incapaces de ver completo. Si llevamos la primavera a las conciencias, si vemos con los dos ojos y el alma, ninguna promesa bastará para encadenarnos.

Nadie habló de fusiles ni de palacios. El despertar era más silencioso y más peligroso. Como una raíz que avanza bajo tierra. Como una idea que no debería pensarse.

Cuando salieron, la ciudad parecía dormida bajo la llovizna. Pero había un murmullo distinto: un cambio diminuto, escondido en las imaginaciones.

Juan caminó solo. La carta palpitaba bajo su brazo, como un corazón ajeno. Comprendió entonces: no la había encontrado. Ella lo había elegido. No era un objeto, sino una entidad. Un arma estratégica contra la cordura.

Esa noche no durmió. La carta, abierta sobre el escritorio, se retorcía. Las letras se movían, se reordenaban como insectos, obedeciendo a una lógica desconocida. En medio del insomnio, vio visiones: ciudades devoradas por ideas, hombres convertidos en estatuas por pensar demasiado, bibliotecas consumidas sin fuego por verdades prohibidas.

Al día siguiente, volvió al sótano. Nadie lo esperaba. Solo otra carta, sobre la mesa.

La Encrucijada.

La tocó, y una voz —sin idioma, sin sonido— le habló desde dentro. Juan supo entonces que el poder no era estructura ni ideología: era una entidad, una conciencia anterior al tiempo, que ofrecía redención y cobraba obediencia.

Juan quemó las dos cartas. Vio las cenizas con los ojos abiertos. Con los dos ojos. Y con el tercero, el que nunca debió existir.

La ciudad cambió desde entonces. No por decretos ni ejércitos, sino por susurros. Por sueños que se filtraban como veneno. Por mujeres que escribían en lenguas olvidadas y hombres que hablaban dormidos. La primavera llegó, pero era otra cosa. Una floración mental… que también devoraba.

Y en la taberna olvidada, bajo techos húmedos y lámparas moribundas, alguien dejó caer otra carta. Doblada en cuatro. Manchada de vino barato y café frío. En ella, una frase perturbadora marcaba la siguiente jugada:

Acto y Agenda: haciendo avanzar la historia, marcando el progreso del mal.

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