Veo muchos relatos que usan UNA y no DOS cartas
POR FAVOR LEAN LAS BASES
GRACIAS!!
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El polvo flotaba en haces dorados que se filtraban entre las ventanas altas de la biblioteca abandonada. Los ventanales, casi opacos, estaban cubiertos de telarañas que se agitaban con el aire frío de la tarde. En el centro, sobre un atril de madera carcomida, descansaba una figura de piedra: un ídolo con ojos verdes que parecían brillar con vida propia. A su lado, un hombre de sombrero ancho y mirada inquisitiva estudiaba cada detalle, con el ceño fruncido, como quien sostiene en sus manos una pregunta demasiado pesada para ser respondida.
Se llamaba Elías. Había pasado los últimos tres años siguiendo pistas fragmentadas, mitades de mapas y notas que hablaban de reliquias antiguas, promesas de poder y caminos que nunca debían recorrerse. Ahora, frente a ese ídolo, sabía que estaba en una encrucijada: cualquier decisión tendría un precio.
La voz del destino parecía susurrar desde las paredes agrietadas: “elige un camino, pero recuerda que ninguno es gratuito”.
Elías podía extender su mano, accionar el mecanismo oculto del pedestal y desatar la fuerza encerrada en la piedra. Podía también retroceder, guardar silencio y perder lo que había buscado con tanta obsesión. Ambos caminos eran válidos, y ambos lo condenaban.
No estaba solo. En la penumbra del salón resonó un leve carraspeo. Desde las sombras, emergió una figura elegante, de chaleco oscuro y gafas redondas, que llevaba bajo el brazo un fajo de documentos atados con una cinta de cuero.
—Ah, Elías —dijo con voz suave, casi entretenida—. Siempre he admirado a los hombres que saben llegar hasta el final de un misterio. Pero no todos saben elegir en el momento justo.
Elías lo reconoció de inmediato. El hombre era conocido en círculos prohibidos como el señor Torre, un tratante de secretos, un mercader de verdades incómodas que muchos pagarían con su alma por obtener. Había aparecido en su camino demasiadas veces para ser casualidad.
—Sabía que vendrías —murmuró Elías—. Tú siempre llegas donde los secretos pesan más.
El señor Torre sonrió, mostrando apenas los dientes.
—No soy yo quien llega. Son los secretos quienes me llaman. Y este lugar… este lugar me ha estado llamando desde hace mucho.
Caminó despacio hacia el atril, pasando la mano sobre las paredes llenas de símbolos tallados, como si fueran viejos conocidos. Cuando se detuvo junto a Elías, señaló la figura con un gesto casi casual.
—Aquí tienes tu dilema, amigo mío. Actuar ahora y arriesgar lo poco que guardas, o esperar, perder un turno en la danza de la vida, y ganar el triple de conocimiento. Todo tiene su precio.
Elías apretó la mandíbula.
—¿Y tú qué propones?
Torre sacó de su fajo un pergamino, lo desplegó sobre la mesa cercana y lo giró hacia Elías. Eran diagramas, fórmulas, símbolos que parecían arder en la tinta.
—Propongo ayudarte a elegir. Puedo mostrarte lo que se oculta detrás de tres, seis o nueve velos de ignorancia. Pero recuerda: entre todo conocimiento hay siempre una debilidad. Y si la miras demasiado de cerca, tendrás que cargar con ella.
Elías sintió un escalofrío. El dilema no era solo suyo: Torre lo había transformado en un juego de azar. Elegir una carta entre varias, tomar un secreto y, quizá, cargar también con una condena.
El tiempo parecía haberse detenido. Solo se escuchaba el golpeteo distante de una gota cayendo desde el techo y el crujir de los documentos al ser manipulados por Torre.
—Decide, Elías —insistió el tratante—. La encrucijada no esperará eternamente.
Elías cerró los ojos. La obsesión que lo había guiado hasta allí ardía en su pecho: el ansia de saber, de ver lo que los demás nunca podrían. Pero también estaba el miedo, esa certeza helada de que cada verdad tenía su sombra.
Finalmente, habló:
—Muéstrame seis.
La sonrisa de Torre se ensanchó. Extendió seis papeles sobre la mesa. Cada uno contenía un fragmento de historia, un pedazo de verdad arrancada al silencio del tiempo. Elías recorrió los textos con la mirada, hasta que uno de ellos brilló tenuemente bajo la luz que se filtraba desde la ventana. Lo tomó con las manos temblorosas.
El pergamino narraba el pacto de un antiguo rey con una entidad sin nombre, el precio de un poder que había destruido a su linaje entero. Al pie del texto, una advertencia: “Quien repite esta promesa, repite también su maldición”.
Elías sintió un dolor agudo en la sien, como si la historia hubiese penetrado en su carne. La voz de Torre lo sacó del trance:
—Has encontrado lo que buscabas. Pero también has encontrado tu debilidad. Ahora ya no puedes retroceder.
Elías alzó la mirada, con los ojos brillantes entre la fascinación y el terror.
—Entonces, ¿qué hago?
Torre le dio la espalda, guardando los otros papeles bajo su brazo.
—Eso, mi querido amigo, es lo que define a los hombres en las encrucijadas: lo que hacen después de saber demasiado.
Elías observó de nuevo el ídolo de piedra. Ya no lo veía como un objeto arqueológico, ni como una pieza valiosa. Era un espejo. Una promesa y una advertencia. Podía tomarlo y sellar su destino, o podía dejarlo y cargar para siempre con la herida de no haberlo intentado.
La sala parecía respirar con él. Un silencio denso, casi vivo, lo envolvía.
Finalmente, Elías extendió su mano.
Y entonces comprendió: las encrucijadas no eran elecciones entre caminos diferentes, sino entre heridas distintas. Siempre se perdía algo. Siempre.
En toda encrucijada no hay victoria completa, solo pactos con uno mismo. Los secretos, como las promesas de poder, siempre exigen un precio: el de la acción precipitada o el de la espera cargada de dudas. Y al final, no es la elección lo que marca el destino, sino la herida que aceptamos llevar en silencio.
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