Memorias de un maestro

Memorias de un maestro

“Memorias de un maestro”

Jamás le pregunté su nombre y no quise indagar cómo se llamaba, simplemente sabía yo que él era profesor, y era uno de mis asiduos clientes que solía en determinado tiempo llevarme su auto a mi taller para efectuarle la revisión periódica de sus frenos.

Su figura era espigada, sus lentes sobresalían de su ya fatigado rostro, su edad 58 años, qué, a decir verdad, no se veía muy veterano. Sus manos denotaban el paso del tiempo, las manchas de su piel eran notorias y sus pliegues se acumulaban sin sobresaltar sus venas. Esporádicamente llegaba a mi taller y observaba, veía cómo y de qué forma yo le daba mantenimiento a su auto. Al finalizar, sonreía y me daba una palmada en mi espalda al tiempo que me decía, “eres bueno en lo que haces” ¡te felicito! rápido y a buen precio, posteriormente nos despedíamos.

Cierto día, llegó a mi taller, gustoso lo recibí, creí que sería una de esas veces donde se repetía la misma historia, yo, dándole servicio a su auto y él con pocas palabras observándome según el ritual que cada ocasión nos lo permitía. Se sentó en una silla justo enfrente de mi escritorio, me vio de arriba abajo, posó su mirada sobre mi pequeño librero, respiró profundo y se quitó sus gafas.

Con su mano izquierda sacó su pañuelo, limpió sus anteojos y nuevamente se los puso. Y con voz melancólica me preguntó – ¿Maestro, ¿usted qué haría si le dijeran que ya no podría seguir reparando autos, o que le quitaran todos sus libros? –

– ¡A caray! Me quedé perplejo, jamás me había puesto a pensar en esa posibilidad. ¿Pero? ¿A qué venía semejante interpelación?

Y entonces surgió su relato:

-Amigo, le cuento a usted porque le tengo confianza de contarle mis penas- Unas lágrimas inundaron sus ojos, lentamente le escurrían por su pálido rostro. Y continuó su narración.

Durante años me he dedicado a dar clases, soy maestro rural, y estoy en la recta final de mi carrera. Me levanto a las 5:30 a.m. preparo las cosas que me han de servir para enseñar a mis niños, lleno mi botella de agua de dos litros y alisto mi maletín. Posteriormente, en mi auto me traslado a una comunidad que está ubicada en las faldas del cofre de perote, a 40 minutos de aquí de Xalapa.

Y empieza mi odisea, camino alrededor de 30 minutos hasta llegar donde se encuentra la escuela. El auto no puede subir, es un camino muy accidentado, una ocasión traté en vano de subir y lo único que conseguí fue que se desprendiera el mofle de su lugar. El lugar dónde trabajo es un poblado muy pobre. La mayoría de la gente se dedica al cultivo de papa. Nuestras aulas están hechas de madera y láminas de zinc, cuando hace buen tiempo ¡pues a todo dar!, pero cuando es invierno el frio cala hasta los huesos, y aunado a las intensas lluvias, hubo ocasiones en donde teníamos que refugiarnos en otro lado a la espera que las inclemencias del tiempo cesaran su furia. Y no es queja ni mucho menos, pero me gustaría que nuestras autoridades se percataran de las condiciones en las cuales nos encontramos.

Hay mucha carencia, los padres de los niños nos facilitan el mobiliario que hacen de la madera que cortan en el bosque, otras, ellos nos obsequian la comida. Nuestra escuela no está en buenas condiciones. Y le comento esto, porque he estado pensando seriamente jubilarme. Mis hijos me han dicho que a mi edad es para disfrutar a mis nietos y sobre todo a mi esposa que es la que ha estado al tanto de mis odiseas en la montaña, en compañía de los pequeños que están ávidos de aprender, de ser alguien en la vida, y después ¿Quién les enseñará? Hoy en día los nuevos profesionistas no quieren salir de la ciudad. ¿Qué va hacer de mis niños? –Y nuevamente sus lágrimas corrían por sus mejillas-

Le insinué que continuara con tan loable obra y me insistía en continuar, la decisión era difícil. Y tarde o temprano tomaría tal determinación. Le hice ver los pros y los contras de su decisión, le comenté que su cuerpo estaba acostumbrado a caminar, su organismo necesitaba diariamente de sus dos litros de agua. Agachó su cabeza, se llevó sus manos a su rostro, sonrió, me dio un abrazo. Y desapareció. Pasó el tiempo y no volví a saber de él. Hasta que un día, me encontré a su esposa y se me hizo raro no ver al maestro a su lado. Con cierta pena pregunté – ¿Y su esposo?

La señora movió su cabeza, puso su puño sobre su boca y me platicó con una tristeza que se me hizo un nudo en mi garganta. -Ay señor, si usted Supiera-

Por largo rato charlamos, y me comentó que su esposo se había jubilado. los primeros años fueron de alegría a lado de su familia, pero dejó de hacer cosas a las que ya se había habituado tales como consumir agua, y su caminata diaria. El sedentarismo empezó a causar estragos en la persona del maestro. Le sobrevino la diabetes, así como un mal renal, aunado a la tristeza que le embargó haber dejado aquel lugar que tantas alegrías le había dado. Únicamente duró cinco años después de su jubilación. Atrás dejó historias que se quedarían para siempre en el corazón de aquellos niños que vieron en el profesor a un mentor, el que les habría dado la posibilidad de aprender a leer y a escribir y encaminarse por el camino del bien. Hoy aquel poblado yace en la montaña, tan lejos de la civilización y tan cerca de Dios.

Nunca supe su nombre, ni lo quise averiguar, simplemente sé que fue un maestro que me enseñó que más allá de las aulas, continuaba enseñando a través de sus pasajes de vida.

Edgar Landa Hernández.

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