El vuelo de la mariposa
— ¡Cuánto me alegra verte!— dijo Wiebke con sinceridad. Sus ojeras son negras, como horadadas por las lágrimas, y parece arrastrar un inmenso cansancio. Sin embargo me regala algo similar a una sonrisa.
—¿Cómo se encuentra?— pregunto con suavidad.
—¿Quién, yo o él?— Responde mientras su sonrisa desaparece y se le llenan los ojos de lágrimas —lleva tres días así…— Puedo oír las palabras que no se atreve a pronunciar, divididas entre el sentimiento de culpa y la agonía de una realidad demasiado triste.
Dirige su mirada a Karl, y yo hago lo mismo. Después de tantos años aún me sorprende la cabeza lampiña que devora el tratamiento. Permanece quieto con los ojos cerrados, unos ojos de párpados transparentes. La mandíbula está tensa y cansada de buscar el aire que le niega su diafragma. Se pueden contar las costillas que flanquean una cueva oscura por donde apenas transita un aire enrarecido.
—Lo siento, no es justo… Es demasiado joven— contesto, y me doy cuenta de que es una frase manida, utilizada en demasiadas ocasiones. ¿Cuándo la aprendí? ¿Qué me da el derecho a expresarla?
Ella me dedica su tristeza. No puede hablar, o quizá no quiera hacerlo. Ha decidido por los dos. Todo está dicho. A su pecho tampoco le queda aire, el poco que tiene es para prestarle, estoica, el último aliento que a su marido le falta. Aunque bien sabe que no hay más crédito. Bien sabe que la vida se le acaba y no soporta su dolor.
—¿Podrías hacer algo más?— Me pregunta a quemarropa, clavándome su mirada violeta.
—Ahora está tranquilo, sigue siendo muy fuerte— no sé qué más responderle —su corazón aguantará mientras su vida tenga un sentido. Usted es el hilo de su cometa, su verdadero sentido —añado con dulzura.
Ella vuelve su rostro decepcionado hacia Karl, mientras unas lágrimas silenciosas ruedan por sus mejillas secas. Tiene las manos entrelazadas a las de él para no sentirse tan sola. Las de Karl se están volviendo azules, pero sé que aún están tibias. Miro a Wiebke, y ahora es cuando la veo, sentada en el taburete de sky, a su lado. Le acaricia la frente perlada de sudor, baja por su brazo y vuelve a enredar sus manos con las de su esposo lentamente en un acto de fe, como si se despidieran con el acuerdo tácito de volver a verse pronto. Apoya la cabeza en su regazo. El cristal de la habitación me devuelve la imagen de una sola alma rota en mil pedazos.
La mascarilla esconde mis lágrimas. Recupero la entereza para comprobar la situación del paciente; el pulsioxímetro marca la danza suave de una vela. Su corazón late despacio como lo haría un metrónomo averiado harto de marcar el compás de una vida de lucha, porque sabe que ha perdido la partida. Observo la perfusión que sigue cadenciosa e inexorable goteando la iniquidad.
Wiebke decide romper el silencio incómodo que se ha instalado entre las dos:
—Cuando llevamos a nuestro perro o a nuestro gato al veterinario, apenas son unos minutos… Ya no hay vuelta atrás, nos lo han explicado todo. No debería sufrir esta agonía… ¿De verdad no puede acabar con esto de una vez por todas?— Me suplica.
—No puedo hacer nada más— respondo, mientras bajo la cabeza impotente y avergonzada.
En ese momento, el paciente abre sus ojos de un azul intenso y estira los brazos, como si quisiera cazar mariposas. Lo veo sonreír cuando parece que alguna se ha posado en la yema de sus dedos. Imagino que la observa curioso y con delicadeza, la deja ir. Un segundo después se arquea con un grito de dolor que atraviesa el cuerpo de su mujer y el mío. Aumento la velocidad de la perfusión hasta que Karl vuelve a relajarse…
Karl logra subirse en esa mariposa en el último momento. Sólo quiere rozar con sus manos, una vez más, el campo de hierba verde de su pueblo natal.
Wiebke vuelve su mirada líquida hacia mí.
—Danke shön…
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