Sólo la vi dos veces en la vida. Pero aún hoy, treinta y siete años después, me descubro recordándola con espanto.

La primera vez que la vi fue a mi regreso, cuando finalmente me dieron el alta luego del accidente y por obvias razones no pude volver al sector de corte. Me enviaron directamente al de costura. Un lugar abarrotado, mal oliente y por demás ruidoso. Era sabido que el sitio tenía sus propias reglas, como la selva. Para hacerte de una buena máquina, tenías que llegar temprano y aún así negociar con las tutoras, muchas veces a cambio de plata o cigarros. El ruido era, como ya dije insondable. Había niños pequeños sentados en el piso  jugando con los retazos de tela. Yo me ubiqué en la número cincuenta y ocho detrás de la columna, entonces la vi. Estaba sentada en la última máquina, la que nadie quería por ser la más cercana a la compactadora, y por ende la que tenía un ronroneo constante. No debía tener más de diecinueve años, flaca como un palo y algo encorvada. Sentada con la mirada perdida en su costura y entre las piernas una mochila. No es que me sorprendiese su actitud porque en ese lugar del infierno todas manejábamos el mismo desgano, pero algo en ella me llamó la atención. Adela se dió cuenta y levantando la cabeza de su máquina me dijo:

-Si la mirás profundo te engualicha, eso dicen las chicas. Pero no es mala la pobrecita. Es una criatura, a veces le convido el sanguche porque me doy cuenta que hace días que no prueba bocado. La Luchona la llamo yo. Es de esas que se aferran a la vida cuando la vida lo único que hace es querer desbarrancarte. Me hace acordar a mi hija, la Myriam.

La segunda vez que la vi fue en la línea 76 a las cinco y treinta y cinco de la madrugada. A esa hora el colectivo ya estaba atestado de gente somnolienta queriendo hacerse una vida. Ella se subió y la reconocí enseguida por su flacura extrema y su cara de pocos amigos. Estaba más ojerosa que de costumbre. Salió de  fiesta, siguió de largo y viene drogada, pensé. Tenía su mochila colgada por delante y pasó entre la gente hacia la mitad del vehículo. Cruzamos una mirada y noté que me reconocía, pero ninguna saludó. Una buena para la justicia,  un pasajero se levanta y la Luchona logra sentarse para envidia del resto. Durante todo el trayecto la miré hipnotizada con su lentitud de movimientos. Su mochila apoyada sobre el regazo y cada tanto metía la mano dentro y miraba chequeando algo. Seguro tiene su celular, es lógico que no quiera sacarlo, si acá te roban hasta las esperanzas. Nos bajamos en la misma parada pero ella apuró el paso y se perdió en la cola de empleadas que esperaban para ingresar a la textil.

Dentro la volví a ver ya puesta a su labor con la mochila entre las piernas. El ambiente estaba caldeado porque hacía semanas que no nos pagaban y la hambruna se empezaba a cargar los ánimos de todas. La Banda de Maribel fue la que empezó la revuelta pasando por los puestos queriendo sacarnos lo poco que traíamos encima, amenazándonos con hablar con los patrones, diciendo que hacíamos mal nuestro trabajo. Y con eso no se jode. Pasaban y con violencia tomaban lo que encontraban. Nos quejábamos por supuesto, pero de nada servía, cuando menos mostrábamos el descontento. La Luchona seguía con la mirada en la costura, pero la sentía tensa. Podía verle las venas del cuello como le latían a medida que la banda de Maribel se acercaba a su sector. La Colorada Rivera apareció por detrás de ella y rápidamente le arrebató la mochila, triunfante la levantó por el aire y comenzó a alejarse en dirección a la Banda. Y lo que sucedió después si que no se lo esperaba nadie. 

La Luchona aulló. un aullido animal y gutural. Se incorporó y de un salto se colgó por detrás de la Colorada y le fue directo al cuello. Se lo mordía con desesperación y la sangre brotaba a borbotones oscuros. Por un instante el mundo estaba en pausa porque el silencio se tornó espeso. Al siguiente, todas las de la Banda fueron al ataque dispuestas a matar a golpes a la caníbal. Pero la Luchona fue ágil como un felino, recupero la mochila y aprovechando el revuelo se fue corriendo para la sala de máquinas. Crucé una mirada rápida con Adela y corrí detrás de ella. La sala de máquinas era oscura y más roñosa que la textil. Traté de aguzar el oído, pero fue el olor a orín el que me señaló el camino. Se meó del susto, pensé. Y ahí en la negrura de una ochava, la encontré agazapada como un animal asustado. Estaba alerta y tenía una tijera en la mano. Me agaché a su altura con las manos abiertas por delante para que viese que no quería lastimarla. Su mochila comenzó a moverse y la Luchona se tensó aún más. Cruzamos miradas como en el colectivo y sin quitarme los ojos de encima, metió sus manos huesudas dentro del bolso y la sacó. Una cría humana, no tendría más de un mes de vida. La palpó por todas partes y antes de que pueda llorar se la llevó al pecho. Jamás bajó la vista y por primera vez intuí algo suplicante en su mirada. Escuchaba a la banda acercarse asique acerqué un chapón a la ochava, las dejé ahí resguardadas y salí del sector.

 Adela y yo decidimos quedarnos a hacer doble jornada ese día. Y en la soledad de la noche nos acercamos sigilosas a la sala de máquinas. No había nadie detrás del chapón. Nunca más volvimos a verla. 

Su máquina sigue vacía, las chicas dicen que está engualichada. Nosotras seguimos pensándola, hoy treinta y siete años después.

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