Aquella vez que iba en auto a casa me llamaron de las postulaciones universitarias, antes de eso mi fe en quedar alguna carrera se iba por el drenaje oxidado, mi cabeza solo pensaba «Eres inútil, eres un vago, un tiro al aire», así que empecé a trabajar. Fue junto a mi padre, en una empresa de minería, sin experiencia alguna, estuve días enteros rellenado pólvora en cartuchos con aroma a neopren, otras descargando camiones de material pesado e incluso haciendo nudos a las bolsa de ocho kilos que eran enviados al norte del país, me preguntaba cuanto duraría mi cuerpo. La jornada laboral era cómoda y flexible, a mis 17 años mi físico desnutrido no ayudó mucho en esta labor de arduo esfuerzo, mis compañeros movían cajas de 50 kilos como si se tratara de un algodón quirúrgico, yo lo sentía como un elefante esperando crías, me lesioné un par de veces ante la mirada controladora del jefe, no di muestras de dolor, quería demostrar(me) que era capaz. Las semanas dieron abasto a una relación colectiva con mis compañeros, Víctor de 67 años,  era un anciano para mi, me contaba sus experiencias en el campo, de sus hijas, y cómo perdió los dedos de su mano derecha, «Allá dónde vivía yo, había que hacer un pozo, de estos que se saca el agua de la tierra pá abajo, la cuestión es, la cuerda que ataba el contrapeso para bajar se soltó, se me enredó en los dedos y FAAAM!, salieron volando», me costaba creer que aquel accidente, mi padre me lo confirmó de regreso a casa, sentí pena y soledad. Robin y Héctor parecían Don Quijote y Sancho Pansa, uno escuálido con ideas disparatadas, adulto con mente de niño, el otro su apañador colega de gran barriga y sensatez ante los actos, ambos flojos pero importantes en el trabajo en equipo. Sin restar importancia, Charley y Gustavo, quienes cómo mi padre venían de trabajar casi 10 años para la empresa, más de la mitad de mi vida, más de la mitad que muchas vidas en el mundo, que parecieran ser efímeras al momento del finiquito. El capataz era mi padre, quien se encargaba de la seguridad y también el apoyo durante esa temporada en la gestión de la bodega, regularmente él va a terreno, en el escritorio al final de la trampa de lata se encontraba Francisco, el jefe «JEFE» del lugar, su actitud era ir de frente a la discusión, además de tener un estado de ánimo agresivo, quizás el estrés de ser jefe, o quizás algo más íntimo. Los días avanzaban, hubo un tiempo que solo se escuchaba la radio y nosotros agonizábamos el calor que repelían aquellas latas, se paró la producción por tres días, los cuales solo íbamos a conversar, contar chistes, e incluso compartí relatos o poemas, «Ah saliste poeta, humorista y cantante» lo decían entre risas, no me molestó. Firmé contrato indefinido, me ofrecieron la oportunidad de trabajar ahí el tiempo que estime conveniente, estaba atento a las respuestas universitarias pero no tenía mucha fe en que ocurriera, ya había visualizado mi vida de obrero, de pasar de la bodega a terreno, de terreno a viajes, de viajes a conferencias y dedicarme a la minería lejano a mis pensamientos, lejanos a mis reflexiones de insomnio, quizás era la cura necesaria al tormento que pasaba por mi cabeza noche tras noche al intentar responder, ¿Quién soy?. Una semana antes que se cumpliera mi mes trabajando, los hijos de Francisco vinieron de apoyo a la bodega, para ganar su dinerito extra, eran jóvenes, 25 o 26 años, se acercaban a mi con facilidad debido a eso, llegaban en un Jeep, estos que sirven para andar en la sahabana, al menos eso imaginé, me llevaban de vuelta a casa, escuchando radio, conversando de la vida, en particular de mi futuro, «¿Que harás después de trabajar aquí?, ¿Qué te gusta?» solo respondía, «Espero que me llamen de la Universidad, aún no se que me gusta». Uno de esos días, ya rutinarios, 5:00 am en pie, 6:30 en la locomoción, 7:30 desayunando, 8:00 trabajando, hasta las 11:30 del primer break, luego hasta las 14:00 del almuerzo, y finalmente la salida a las 17:00 ocurrió lo impensado, de regreso a casa junto a estos jóvenes adultos me suena el teléfono, durante todo ese mes me percaté de tener señal, en sonido y con internet por si intentaban contactarme, contesté. «Aló, con Dante M. te llamo por la Universidad, veo que postulaste a Bachillerato en Humanidades, cuéntame aún estás interesado, se abrió un cupo en la lista de espera y eres el siguiente, ¿Qué me dices?», fue quizás tres segundo de incredibilidad, ¿una broma telefónica?, ¿un sueño?, solo atiné, «Si, con él, si, me interesa, que debo hacer», me dio las instrucciones necesarias, colgué. Avisé a mi padre, al jefe, a todos aquellos que esperaron conmigo aquella angustia, el contrato terminó al mes, entré a estudiar, sentí que el mundo me daba la oportunidad de elegir, y decidí irme al mundo académico de las humanidades, dónde sentí pertenecer. 

Pasaron los años, y el 2019 ocurrió un siniestro en aquella bodega, resultando en la muerte de Gustavo y tres colegas más que no alcancé a conocer, una explosión de magnitud inimaginable, que se llevó a las cenizas 3 bodegas completas, mi padre tuvo la suerte de estar en las oficinas administrativas aquel día, y yo, la de estar en la universidad.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS