Me propuso sentarnos frente a frente y mirarnos fijamente a los ojos por un buen rato, parecía muy alegre haciéndolo, con las piernas cruzadas, intimidándome.
Él era, bajo toda definición, malo. Alguien malo y con poder, como comúnmente es el caso. Alguien con dinero. Y quería convencerme a mí de estar de su lado. Convencer realmente es un eufemismo sobre lo que él hacía. Él subyugaba, él se apoderaba de lo que quería con la confianza que le da el haberlo hecho durante toda su vida. Con él, en la lucha contra el cáncer yo estaría del lado del cáncer, en la de la hambruna yo tiraría alimentos para aumentar los precios. Y él tiraba mi precio, lo buscaba. Dijo que en algún momento se detendría y la oferta perdería validez definitivamente: “50000”… “60000” … “70000”, era como si dictara números a una secretaria que yo no podía ver, lenta y pausadamente los decía como si no significasen nada, como si no fueran el esfuerzo de una vida para ciertas personas el llegar a esa posición o algo que nunca verían en un mismo lugar otras.
Era una batalla silenciosa de mi lado. No lo voy a negar, yo transpiraba, mucho. Por cada 10000 pesos más una gota de sudor gruesa caía por mi costado. Las revoluciones en mi cerebro me excedían. Pensaba en todo lo que quise hacer en mi vida, en cada vez que quise ayudar a alguien y en las veces que lo logré, en lo feliz que me sentí entonces.
“Esto es algo que te pasará una vez en la vida” -Dijo. Y seguramente tendría razón. La mayor parte de la gente común no tiene un solo momento en sus vidas que los marquen, en los que puedan levantar su voz. Yo lo tenía ahora. Pensé en el rostro de mi madre, dije una sola palabra: “No” y salí de su oficina, la mayor sonrisa que un hombre puede tener en su rostro me acompañaba.
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