Eran casi las nueve de la noche y caminaba por la acera, muy cerca de la pared del edificio, cuando  me dio por mirar a través del gran ventanal. Su mirada se cruzó con la mía durante unos segundos, tiempo suficiente para despertar mi curiosidad, hasta el punto de volver sobre mis pasos pese a haber dejado el local unos cuantos metros más atrás. 

Entré. El recepcionista, claramente cansado, me dijo con cierto disgusto que cerraban en media hora y me preguntó qué iba a hacerme: — «cortar», respondí sin titubeos. Me guió entonces hacia la zona de los lavabos y me sorprendió verla allí de pie esperando a atenderme. Con la misma mirada penetrante que me había dedicado unos minutos antes, me pidió que me sentase.  Me desató el pelo y comenzó a lavarlo con poca delicadeza. Noté que mis cabellos se enredaban entre sus dedos y sufrí más de un tirón, pero no quise decirle nada. Después me puso una toalla sobre los hombros y, con el pelo chorreando, me acompañó hasta el otro asiento. Tras preguntarme cómo quería que me lo cortase, se puso manos a la obra. Yo apenas me atrevía a mirarla y trataba de mantener fija la mirada sobre mi propia imagen reflejada en el espejo, pero de vez en cuando la vigilaba con disimulo. Varias veces se le cayeron las tijeras al suelo. Un corazón plateado colgaba de su pecho. Llevaba un vestido negro de estilo egipcio que acentuaba sus prominentes y duras nalgas, y atado bajo el pecho, un cinturón elástico plateado. Observé también la diadema de flores que se enroscaba en su moño romántico teñido de rubio platino. Las uñas lucían un desgastado esmalte de color coral. Los ojos destacaban gracias a las enormes pestañas postizas que, junto con su ancha mandíbula,  delataban cuál era su sexo original. Sus manos fueron trabajando de modo rápido el corte, y aunque yo dudé en varias ocasiones del resultado, al final tuve que admitir que mi melena, ahora por encima de los hombros y dividida en múltiples capas, había quedado impecable. 

Del mismo modo seco con el que me había invitado a dirigirme al sillón, esta vez me acompañó a la caja. Mientras le daba mi tarjeta de crédito, aproveché a dedicarle una sonrisa de despedida. No hubo respuesta de ninguna clase por su parte. Ni siquiera un gesto de aprobación, o tal vez de disgusto. Nada. 

Mi sorpresa fue cuando al pasar de nuevo por delante del escaparate y mirar hacia adentro, esta vez intencionadamente, pude comprobar que le había dado tiempo a quitarse el moño y a hacerse una cola de caballo con  la cinta de mi pelo. 

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