¿Adónde mi camino irá? (A. Machado)
Desde pequeño sospeché que la vida iba a ser dura. Murió mi madre en el parto de mi hermana y mi padre se quedó aún más desamparado que yo, creo que si no es por la abuela, mi hermana no habría sobrevivido. Tiramos adelante con bastantes necesidades por cubrir, donde la miseria nos podría convertir en miserables.
Cambiamos de barrio cuatro veces en pocos años, y en cada una menguábamos en calidad y cantidad de metros cuadrados. En el último, la zona era de esas rodeadas de descampados con vocación de páramo y visitada por perros escarmentados. La parada del metro estaba casi a media hora andando, tenía las aceras -cuando las había- desconchadas, aunque a veces llegaba la mano del Ayuntamiento y las remendaba con restos, formándose un mosaico variopinto que la suciedad acababa por homologar.
Mi hermana se formaba en un orfanato para pobres que yo conocí muy bien. Algunos sábados la sacábamos, cada vez menos desde que murió la abuela.
Respecto a mí, iba al instituto a engañar el tiempo. Mi padre resignado, ya ni me preguntaba, apenas hablábamos, ni de eso, ni de nada. De forma natural, me juntaba con muchachos que, mentes biempensantes, calificarían como poco recomendables. Sin embargo, yo los apreciaba. Cuando comenzamos a aborrecer dar patadas a un balón, yo los llevaba -entre indolentes y atrevidos- algunas tardes de domingo a los barrios ricos. Admirábamos sus mansiones y a sus bellas jóvenes. «Jamás nuestras chicas podrían competir con ellas -pensaba yo-. El marisco realza más el cutis que la mortadela».
Varios de la pandilla, ya trabajaban: en talleres de coches, de camareros… Nos invitaban a un trago a los que no teníamos dinero nunca, hasta que Anselmo comenzó a hacerlo con gran ostentosidad. Un día me dijo que si lo acompañaba. Me llevó al centro, a un piso amplio y, para mis estándares, lujoso. Nos recibió un señor que lo trató con confianza, y a mí me miró inquisitivo, como un gitano la dentadura a un burro. Al día siguiente, yo también estaba a su servicio, que consistía, básicamente, en transportar paquetes que este individuo -que no me acababa de gustar- nos proporcionaba. Al principio en metro o autobús, enseguida en una moto que compré de segunda, pero más potente que la de Anselmo. Cobrábamos por entregas. Con la moto aumentaron aún más mis ingresos. Empecé a dormir fuera de casa.
No tardé en comprender en qué consistía el negocio y con cuánto margen se quedaba el inquietante patrón. ¡Ignoraba tantas cosas cuando decidí puentearlo!
Consiguieron que me condenaran por traficante, aportando pruebas que la policía presentó ante un juez. Me metieron en un centro de menores. Mi padre y mi hermana vinieron a verme un par de veces.
Tras la salida, volví a lo mismo, no encontré alternativas. Los antiguos clientes, me preferían a mí, se lo dejaba más barato. Unos años después, acabé, esta vez ya, en la cárcel: ¡cuatro años! Dentro, no me di tregua, me apuntaba a todo tipo de cursos, cursillos, talleres diversos, a los que acudía desesperado. También muchas horas de biblioteca pulieron mi carismática personalidad, dejándola presta para casi cualquier eventualidad que surgiera tras mi salida. Cuando esta se produjo, me vi en la puerta de la prisión, con las manos en los bolsillos, vacíos. Dos polis de guardia me miraban, no supe desentrañar con qué intención. Se me ocurrió pedirles unas monedas para el autobús hasta mi casa, que hallé cerrada, sin rastro de mi padre.
Aquella noche dormí por primera vez en el albergue. Sus normas eran tan escuetas como estrictas: una litera en habitación compartida con otros cuantos y desayuno. Luego había que abandonarla hasta la noche siguiente. Una monja me mostró ropa de segunda -¡o de cuarta!-, aunque limpia y planchada. Tomé la que me permitió, y salí a vivir mis próximas doce horas. Al rato de dar vueltas a la manzana y a mi cabeza, estaba en la puerta de un supermercado con el gorro que me adjudicó la monja a mis pies. Para mi sorpresa, conseguí suficiente para pagarme un modesto menú, en una sencilla taberna. Después me eché una siesta en un banco. Cuando desperté, tenía unas monedas en el gorrito que, al tumbarme, se me habría caído al suelo.
Vicisitudes varias con escabrosos colegas, fueron perfilando mi lugar en aquel mundo. Logré sacar lo suficiente para abandonar el albergue, librándome de los sueños e insomnios ajenos, aunque pude dejar mi impronta. El supermercado que conseguí no era de primera, pero me apañaba, incluso tenía varias clientas ancianas, a las que les llevaba la compra a casa y me pagaban. Alguna de ellas, me ofrecía la habitación libre de su casa para que durmiera allí. Tiempo después, me contactó un sujeto con aspecto de ejecutivo, preguntándome, si podía pedir conmigo. Acabé montando, junto a algunos de mis colegas, un negocio para directivos de banca estresados. Los vestíamos con un uniforme de mendigo digno y los aleccionábamos convenientemente. Todo lo que sacaban era para nosotros, además de una cuota por matrícula. Tuvimos que aumentar los supermercados, las puertas de las iglesias, hasta esquinas estratégicas, pues nuestros alumnos eran ya de todas las sucursales. El director de Recursos Humanos me dijo que era más rentable nuestro negocio que enviarlos con una ONG al tercer mundo, y que al retomar el trabajo, subía su productividad. ¡Les hacíamos un mindfunless avanzado!
Me estaba forrando de nuevo; encima ahora persiguiendo un bien social. En poco tiempo podría reformar el piso que me dejó una clienta fallecida. No tuve problemas de conciencia, aunque sí con los herederos, pero esta vez la justicia me favoreció.
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