La mujer iba de vestido ligero con flores multicolores; miraba el río. Pedro ya tenía la red lista, los sacos de plástico extendidos en la canoa, y algunos trozos pequeños de cebo amarrados a lo largo y ancho de la red. Justo cuando ponía sus manos en el borde de la canoa para arrastrarla por la arena y llevarla hasta el río, la mujer se dio vuelta. Pedro se detuvo. Le llamó la atención la jaula vacía que llevaba en sus manos.
―Buenos días. Me sabe mal pedirle… –dijo, mirando los ojos vidriosos de Pedro que se escondían detrás de su sudor–. ¿Usted me podría hacer cruzar el río en su canoa? Le pago… claro.
Ahora, le llamaba la atención su acento, la claridad de su piel. Aunque nunca había hablado con una, Pedro supo que era extranjera. Le sostuvo la jaula mientras ponía su mano libre como escalón para que la mujer pudiera subir.
La pértiga con la que impulsaba la canoa se doblaba con más facilidad, pero era casi imposible que se partiera. Pedro no tenía idea de lo que había afuera de la selva, pero sí sabía de peces, de madera, de cordeles, de anzuelos. La conversación entre pájaros y el ruido de la pértiga extenuando el agua eran los únicos sonidos que se escuchaban.
― ¿Sabía que en la mitología de los Kañumak… –dijo de pronto la mujer, volviéndose hacia el pescador desde el rincón de la proa en el que iba mirando el corte de las aguas– a los que se morían los enterraban con algo parecido a una jaula para pájaros? Les tocaba atrapar un águila y adiestrarla para que los hiciese ascender al cielo.
Pedro la miró en silencio. No sabía qué era mitología. No conocía de palabras tanto como de aguas calmas, engañosas, nubes plomizas, pértigas desgastadas. Mientras calculaba lo que podría cobrar (nunca había compensado la balanza entre distancias y dinero) vio en la orilla opuesta un par de piernas color sepia unidas por un taparrabo de piel de tigrillo; atónito, impulsando la embarcación hacia la aparición, el pescador se frotó los ojos cuando la mujer extendió la jaula al hombre rojizo que esperaba, además de algunos sonidos enrevesados en su lengua. En la canoa, ninguno hubiera podido saber la cantidad de hambre impresa por la selva para tragarse al indígena con la jaula en sus manos.
— Ya ve usted –las manos de la mujer echaban agua del río sobre su rostro, y las palabras que le nacían, ese acento–. Me sabe mal… molestarlo. ¿Podría acompañarlo a pescar mientras…? Parece ser que estoy muerta. Necesito mi águila.
Era mejor acceder a tener que comprobar que no entendería nada. La mujer se recostó en la proa a mirar las escasas nubes y a sudar. Al rato se quedó dormida. Tirar la red lo más extendida posible. Esperar. Tantearla y lamentarse del poco peso. Todo, vigilando el sueño de su acompañante.
Muchas horas, pocos peces.
La encomienda estaba cerca; ella lo sabía. Se sentó, volvió a observar los árboles gigantes desde la proa. Pedro comprobó que a la mujer le sabía mal todo cuando le pidió que volviera a la orilla opuesta, que su mensajero, que su jaula. El hombrecito de piel terrosa, en efecto, esperaba por ellos. Más palabras imposibles y un oropéndola adulto, quizá macho, adentro de la jaula.
De la cabaña de Suyay salía humo. Pedro no se alarmó. La vieja chamana de la aldea era conocida por hacer quemas a los espíritus de la selva. Tenía los tres pescados que le había pedido en la mano. La puerta estaba abierta. Llamó. Nadie atendió. Empujó un poco la desvencijada madera. Entró. En medio del único salón de la cabaña yacía un cuerpo desnudo. Vio a Suyay extrayendo humo del puro que fumaba, echándolo al cuerpo tumbado en el suelo en estado de inconsciencia, al tiempo que susurraba sonidos fricativos, guturales. No se atrevió a interrumpirla. Tampoco se quería ir. Vio a la anciana embadurnar el cuerpo de sangre con una brocha gruesa, después con tierra de la selva y plumas que tenía achicharrándose al fuego. Sobresaltado, después de detenerse en el rostro extranjero del cuerpo y reconocerlo, Pedro dejó caer los pescados al suelo. Ya sabía Suyay que el pescador entraría a su cabaña. Ya sabía Suyay que el pescador sería imprescindible. Se acercó despacio, sin dejar de fumar del tabaco.
―Cometió un error –dijo, mirando en dirección al cuerpo tendido en el suelo–. Mucho tiempo estudiando a los Tukak. Salió enferma del interior de la selva. El oropéndola es lo único que la puede salvar.
Se aferraba a las pértigas, a los hábitos de los peces porque allí conocía y decidía. La tarde en que abandonó la cabaña de Suyay, horrorizado, Pedro salió a lo suyo, a pescar. A lo lejos, en la otra orilla, el sol del Amazonas le descubrió el mismo par de pies desnudos. El tukak, mucho sepia al aire, llevaba otro oropéndola vivo en los brazos. No hubo gestos, ni aquí ni allá. Era imposible. Occidente en la selva se volvía un cielo inexpresivo. Recogió la red, acercó la canoa y le hizo ademanes al tukak para que subiera. Impulsando el bote con fuerza, Pedro supo una vez más que no sabía nada del mundo, ni siquiera del indio que llevaba en su embarcación. Sacó la pértiga del agua, le indicó al tukak que sostuviera la punta de un cordel, y lastimando sus dedos lo amarró a la pértiga en un pedazo de corteza por donde se quería partir. Miró el cielo, el río, la espalda del tukak. Se asomó a su reflejo en el agua: tenía cara de pez. Pedro quiso sonreir. Se agitó en el aire y cayó de lado en la canoa. Por el tropel, perdía algunas escamas. El tukak, con el oropéndola piando en sus brazos, se acercó. Cada tres escamas que se comía, le daba una al ave, deslizando sus ojos por Pedro que no paraba de agitarse.
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