La ceguera

Como representante del Ministerio de Educación, cargando una vasta experiencia de veinte años en la docencia, debía realizar la observación de una clase que sería parte de un seguimiento y evaluación del sistema educativo, que hasta el momento no venía siendo muy ponderado.

Se trataba de un colegio secundario nocturno, ubicado en el conurbano de la provincia de Buenos Aires. Ya sabía de esto y no esperaba nada que me sorprenda; la típica sería una profesora con muchos alumnos, cansada por el horario (seguramente daba clases en otra escuela) y que no pondría mucho ánimo en la tarea.

Por lo tanto, fui con un espíritu crítico, y desde el principio, esperaba una “clase desastre”. Por algún secreto y vanidoso motivo me sentía en una especie de pedestal evaluador. Siempre había admirado a un antiguo profesor de didáctica de la universidad, el señor Lenz. Él llegaba a clase diez minutos antes, impecable, traje gris, corbata, calzado lustroso, maletín. Se ubicaba en la tarima en que se hallaba el escritorio y desde allí observaba el aula, entonces comenzaba a acomodar cada uno de los asientos, de modo que quedaran al alcance de su vista. Cuando el alumnado ingresaba, todo era perfecto, y sin pérdida de tiempo él comenzaba un repaso minucioso de la clase anterior, mientras se desplazaba por los espacios que intencionalmente, había dejado. Todo era ordenado y perfecto, los alumnos manteníamos silencio, salvo que él nos formulara alguna pregunta.

Que la docente llegara cinco minutos tarde me pareció una falta de respeto total a los alumnos, a mí como observadora y a la institución. Mientras permanecí en el aula esperando su llegada, observaba a los alumnos, turno nocturno (19,30 horas), adultos. Algunos eran adolescentes repetidores, otros, adultos que venían de trabajar y seguramente, estudiar les restaba tiempo para compartir con sus familias, por ello mi indignación por la demora de la profesora. Sin embargo, ellos parecían felices de encontrarse y se saludaban afectuosamente, comentando acerca de un examen que más tarde tendrían, todo era algarabía.

También observé el estado del aula, que dejaba mucho que desear, paredes descascaradas, puerta vieja y quejumbrosa, ventanas que no cerraban bien, filtrando el aire frío y los ruidos de la calle. La zona de trabajadores, clase media baja.

Cuando ella se hizo presente, minimizó la situación de su tardanza, al punto que ni se excusó, saludó simpáticamente y me presentó al alumnado, que ya me creían una alumna nueva.

Se quitó el viejo abrigo, que colgó del respaldo de su silla, y maquinalmente, se recogió el cabello en una cola desprolija. Tranquila y casi ignorándome, presentó la consigna: analizar un texto “Ensayo sobre la ceguera” de José Saramago, que ya venían tratando en clases anteriores, para lo que leyó un significativo párrafo final, solicitando que alguien lo interprete; una jovencita levantó tímidamente la mano y dio una bella respuesta muy profunda. De inmediato entraron algunos alumnos que llegaban atrasados, a los cuales la docente reprendió (pensé que ella no daba el ejemplo de puntualidad). Tras esta interrupción ingresó la preceptora y las dos se abocaron a cuchichear al menos ¡unos diez minutos! Los alumnos se dispersaron, hablaban en voz alta y todo se convirtió en un verdadero “barullo”, que pensé no tendría retorno.

Terminada su charla con la preceptora, la docente retomó la clase como si nada, volvió a explicar la consigna acerca de la interpretación del texto, pero esta vez debían hacerlo en forma grupal de 4 alumnos por grupo. Para esto se generó toda una movilización de asientos (y más pérdida de tiempo), y a partir de allí la clase pareció encaminarse armoniosamente, con preguntas y respuestas entre alumnos y docente.

Para finalizar, cada grupo leyó su conclusión, a la vez que todo alumno que quisiera podía hacer acotaciones al respecto, generándose un ambiente de intercambio y crecimiento admirable.

Y luego la docente expresó con su simpleza: “y no importa que cada uno imagine un final diferente, justamente esa es la magia de la literatura fantástica, poder recrear el final que uno desee o percibe. ¿Acaso la ceguera no es lo mismo que vivir en un mundo que no deseamos ver? ¿Se preguntaron qué tan civilizados somos en situaciones extremas?”. Entonces la hubiese aplaudido, porque parte de la magia estaba en ella, en esa mujer simple, humilde, que no aplicaba el poder, que no se ubicaba en un podio con visión panóptica, ella se instalaba a la par del educando haciendo un loable intercambio, esa mujer que era capaz, día tras día de soportar la ventisca de la ventana rota y los ruidos de los motores, el cansancio de los alumnos y el propio, pese a todo, los motivaba hacia un texto crudo que interpretaban maravillosamente.

Aprendí que lo que decía mi abuelita “cada maestrito con su librito” era cierto, como expresé antes, fui bastante crítica y hasta vanidosa, ya que llegué a sentir que esa docente podía necesitar de mi ayuda para organizar la clase, “su” clase; obviamente, no fue así y aún tengo mucho por aprender. Entendí que yo no escapaba de la ceguera, que el pedestal me daba seguridad, esa seguridad de estar elevado, lejos de las necesidades, del frío, de las miserias. La desigualdad educativa.

Hay que ver, saber ver…

Cabe recordar lo que tan sabiamente expresa Paulo Freire: “…sabemos que somos inacabados, los árboles y demás animales también lo son, pero no lo saben…La conciencia del inacabamiento creó lo que llamamos la “educabilidad del ser”.

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