Envuelvo, una hoja de periódico tras otra. Giro, la muñeca con la pita como si de una danza secreta se tratara. Cubro, el extremo de las flores como si de un corazón frágil se hablara. Agradezco y vuelvo a sumergirme en la humedad del frío depósito, que preserva las flores y adormece mi alma.
-¡Debiste traer a un hombre señora! ¡se necesita esa fuerza, no esto!- se queja un jalador de buses, al verme intentando recibir una caja que lleva más de 400 unidades de rosas.
Se me llena un nudo en la garganta del coraje.
Mamá trabaja en el negocio de las flores desde los catorce años, una mujer que ha llevado en sus brazos fardos y cajas. Unas manos que se han cortado con espinas y tijeras, que se descascaran de vez en cuando por los hongos, cuya artrosis se ha ido expandiendo con el tiempo. Los incontables surcos en las manos rememoran el tacto constante con el agua y la tosquedad del trabajo con las delicadas flores.
¿Flores?, las hay y de todos los colores. Las usan para expresar sentimientos o lo fugaz de las emociones. También, para espantar el susto del alma, bendecir carros y casas, con la ilusión de que lo inesperado no se asfixie en lo trágico; para pagarle a la tierra otro año de buenas cosechas o agradecer a Dios o algún buen santo.
Bodas, quinceañeros, funerales, inauguraciones, declaraciones de amor o de engaño, misas, nichos, mesas de casa o restaurantes; son algunos de los destinos de las flores. Aunque, no todos conocen su otro lado, como el olor del agua guardada con las hojas negras, el frío y la humedad, la nariz abrumada de polen o del polvo que expide cada tallo al ser partido, correr tras un bus o esperar en la madrugada por la carga.
Vender flores es un acto de valentía, fuerza y estrategia. Las flores perecen con el tiempo, pero la paciencia de los floristas no. Mi madre suele decir «a veces se gana, a veces se pierde» mientras bota flores marchitas, las mira mientras mastica su hojita de coca y sabe que es tiempo de empezar otra vez, acomoda su mandil, saca sus cuentas mientras ve el calendario al lado y piensa en una próxima fecha de mayor venta.
Cuando la pandemia llegó muchas flores se quedaron en las chacras y otras se pudrieron en los baldes, se fueron al igual que la tristeza de perder mucho, con la misma fuerza que ahora le ponemos para un nuevo comienzo.
-¡A sol, casera, lleve su ramito a sol! – gritaba desde niña, con atados de pompos en cada mano, para quienes recordaban a sus muertos o para la celebración de Año Nuevo. En ese entonces y hasta ahora, las calles del mercado o lugares cercanos a un cementerio son el puesto de flores perfecto.
He vendido flores desde que tengo memoria, cada feriado es un ritual para trabajar desde temprano, cambiar el agua, abrir paquetes, soltar ligas, cortar los tallos, volver a amarrarlos y ponerlos devuelta al agua. Luego, poner mi mejor sonrisa para atender con la suficiente prisa.
– Chas-chas-chas – suenan las tijeras, acompañado por una novela, un huaynito o el ruido de afuera.
El depósito hace eco a este sonido que llevo conmigo desde pequeña, cuando dormía en cajas de flores, saltaba sobre bolas de rafia o simplemente esperaba. Alrededor, está el mercado, he crecido en él con los llamados de venta, el ajetreo humano constante de la oferta y la demanda de atención por una prenda.
Cuando era niña mamá siempre viajaba, le echaba la culpa a las flores porque sabía que la cansaban, sus pies fríos en la cama eran un recordatorio del trabajo que llevaba. Con el tiempo he llegado a amar las flores, aunque las prefiero secas en mi escondida caja, quizás por la nostalgia de ver a tanta gente emocionada llena de amor o tristeza o por mi insistencia de preservar recuerdos como ver a mamá cantando y bailando de lado, enojada, feliz, preocupada y tranquila.
Vender flores me hace sentir viva, pero me recuerda lo fugaces que somos y que nuestro tiempo se marchita, no hay alguien que nos preserve como flores secas en un cajita o nos inmortalice por si nos olvidan. Vendo flores y me pregunto ¿Cuáles son tus flores favoritas?
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