Hasta donde llega el nivel del agua

Hasta donde llega el nivel del agua

Cerró la puerta del baño de un portazo, y echó el pestillo. Apoyó las manos en el lavabo y se reclinó sobre el espejo. Con detenimiento, escrutó su reflejo: pelo enmarañado, nariz y ojos enrojecidos y labios fruncidos. Con la yema de los dedos, se palpó el nuevo hematoma del abdomen que contrastaba con los que el tiempo ya difuminaba. Un grito incipiente, nacido en la boca del estómago, se negó a seguir el camino hacia su garganta.

Después de devolverle una mueca de sufrimiento a su reflejo, se giró hacia la bañera. Observó las huellas de los límites alcanzados por el nivel del agua, y se preguntó sin apenas mover los labios: “¿Dónde está mi límite?”

Abrió el grifo de agua caliente, y solo cuando verificó que la temperatura era la máxima, incrustó con fuerza el tapón en el desagüe.

Ensimismada, contempló como el agua subía de nivel.

La voz de su madre la extrajo del trance: «Cariño, no tardes mucho».

—Vale, mamá —fue lo único que pudo articular su temblorosa boca mientras se incorporaba.

De nuevo frente al espejo, fue testigo de cómo su rostro se empañaba a medida que el vaho se adhería al cristal y empezaba a engullirla. El ambiente era parecido al que tenía que aguantar cada día en la cocina inmunda del restaurante donde trabajaba. La diferencia estribaba en que en lugar de vaho, en aquel cuchitril habitaban efluvios culinarios difíciles de clasificar.

Despojada ya de las bragas y del sujetador, metió los dedos de una mano en la bañera y comprobó que el agua estaba casi hirviendo. Apretando la mandíbula, introdujo un pie, luego el otro, y después se puso en cuclillas. Mantuvo esa posición hasta que el agua cubrió sus nalgas al completo, para luego sentarse en el fondo.

Echó las cortinas y cerró el grifo. Dada la largura de la bañera, tuvo que encoger las piernas para sumergir la cabeza y ahogar las ganas de gritar que de nuevo la acechaban. El agua rebosó y se derramó, como sus esperanzas y anhelos, sobre el frío gres del suelo.

Aguantando la respiración, y sin cerrar los ojos, admiró cómo el mundo se desvirtuaba sobre ella: desaparecieron los desconchones del techo del baño; su lugar lo ocuparon nubes esponjosas diseminadas por un cielo de azul intenso. Además, allí sumergida, no le alcanzaba el olor rancio del sudor que rezumaba su tediosa vida; y hasta los sonidos exteriores se amortiguaban junto a sus dolencias. No. No se refería a sus dolencias físicas, más bien a las que sufría bajo la piel, a esos dolores que le perforaban el estómago, el corazón, el alma.

Emergió cuando sintió las primeras convulsiones de su cuerpo. —Su cuerpo sí que era sabio: agitándose era su modo de pedir auxilio—. Con una larga inspiración, abriendo al máximo la boca y las aletas de la nariz, hinchó los pulmones. Se abrazó a sus piernas, e incrustó la cabeza entre las rodillas, como si pretendiera esconderse dentro de su propio cuerpo.

Mantuvo esa postura hasta que la voz de su madre irrumpió de nuevo: «Cariño, ¿va todo bien?».

—¡Sí, mamá; no seas pesada! —refunfuñó sin sacar la cabeza de entre las piernas.

Un movimiento más bien involuntario, tiró de la cadena del tapón que mantenía al agua presa en la bañera y el nivel comenzó a bajar.

Con parsimonia, se incorporó y se enjabonó con esmero. Ayudada de una esponja, cubrió cada centímetro de su piel, enrojecida a causa del calor, de espuma antes de abrir el grifo de la ducha, esta vez con agua fría. Vio cómo su piel recuperaba su tono rosado, y sintió sus poros cerrarse como la flor de la gloria de la mañana que pliega sus pétalos de noche para proteger lo más preciado: su néctar, su polen, su esencia.

Sin dejar de observar el agua jabonosa resbalando por su cuerpo y perderse en el desagüe, llevándose consigo gran parte de su ira contenida junto a los restos del pasado reciente, sonrió. Ya no queda ni rastro de olor a aceite requemado ni tampoco de las huellas de sus manazas, se dijo.

Alargó el brazo para alcanzar una toalla que enrolló sobre su cabeza, abrió las cortinas y se enfundó en su albornoz.

Ya frente al lavabo, con la manga derecha, en círculo, restregó el espejo para ver de nuevo su cara, ésta más relajada, sin un vestigio de muecas hostiles.

Encendió el secador y comenzó a cepillarse el pelo. Ni un quejido brotó de sus labios por muchos tirones que se daba para desenredarlo.

Su madre, esta vez a gritos, le preguntó: «Cariño, ¿te queda mucho?».

—¡No, mamá; ya estoy terminando! —exclamó con media sonrisa.

Guardó el secador y sacó el neceser. Aplicó vaselina en sus labios, colorete en sus mejillas y sombra en sus ojos. Una vez hubo terminado, se despidió de su reflejo con un sonoro beso. Abrió la puerta, esta vez con suavidad, y se dirigió hacia su habitación.

Una vez allí, se puso unos vaqueros ajustados y una blusa blanca holgada, y se calzó las deportivas. Cogió su mochila y verificó que estaban las llaves, la cartera y el móvil. No sin echarse un último vistazo en el espejo de la cómoda, fue a la cocina, donde la esperaba su madre.

—¡Ya era hora! —le dijo malhumorada—. Anda, desayuna antes de que se enfríe.

Engulló las tostadas, y de un trago se bebió el café. Se le hacía tarde, y no quería darle la mínima excusa a su encargado para que la llevara a la despensa y… Aunque en realidad, aquella bola de sebo con patas no necesitaba excusa alguna.

—Aquí te dejo el dinero —dijo con voz casi inaudible.

—Si no fuera por ti, no sé…

Se dirigió a la puerta sin permitir a su madre terminar la frase. Antes de abrirla, cogió aire, cerró los puños, clavándose las uñas en la palma de la mano, y salió sin decir ni un hasta luego siquiera. 

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