El Emoji de la mierdita. Eso fue lo último que Clara leyó de mí. Lo último que le “dije”. Mi dedo sube y baja a lo largo de la pantalla del móvil, como si eso pudiera cambiar algo. Con la esperanza de que en la siguiente bajada ya no esté. Pero ahí está, con sus dos tics azules. A mis 7:54 de la mañana. Solo espero que la pobre Clara haya escuchado alguna canción alegre en la radio del coche o haya visto una escena entrañable, por ejemplo, de una madre con su niño, antes de que la acera de cemento gris la recibiera con toda su dureza.

En lo que se refiere a mí, desearía que no lo hubiese leído y que mi despedida fuera uno de nuestros tantos «te quiero» o el «te extraño» de la semana pasada. O los planes de ir juntas a Buenas Aires a beber mate (aunque a mí me parezca asqueroso) con la Lili pequeñita dentro de su delantal hirviendo el agua. O las carcajadas porque Cortázar desarrolló a un personaje que, según el intelectual de turno, es un antiguo emperador indonesio fundador del comunismo cooperativo lacaniano.

Acababa de contarme que su jefe se había dirigido a ella por primera vez en toda la semana para, como prólogo a la carcajada, decirle que la veía «muy relajada», que se pusiera a trabajar. Y ella con esa angustia porque la situación sin precedentes, la volatilidad, la incertidumbre, la crisis siete veces peor que la del 2008, las medidas de eficiencia. De qué iban a vivir ella y sus padres si les tocaba el sorteo de la eficiencia. Ella ya no tenía 30 años y, desde hace cuatro tenía a sus padres en casa, rescatados de un país que ya solo les ofrecía maltrato, malvivir.

A mí no se me ocurrió nada mejor que ese espantoso icono. El trozo de excremento sonriente. Patri, mi compañera ciega, me contó que así se lo decía la aplicación que ella tiene para leer el whatsapp. Cuando alguien le manda cuatro figuritas, ella oye cuatro trozos de excrementos sonrientes seguidos, uno tras otro. Entonces ya no es tan gracioso.

Como el jefe cuando le dijo eso a Clara. Que se rio él solo de su chiste, con su risa estruendosa y perruna, para luego irse tan tranquilo de vacaciones de verano a su piso en la Costa Brava, sin preocuparse por volatilidades, ni por padres, ni por crisis. Me contó en uno de sus últimos mensajes que a ella la mascarilla le permitió ahorrarse la sonrisa. Que volvió la vista angustiada a la pantalla y confirmó, con el corazón a mil por segundo, que había mandado todos los correos del día. Revisó la lista de tareas pendientes y estaba todo hecho, sí que había trabajado duro.

Yo la saludé como todas mis mañanas, con mi café caliente de estas latitudes. Clara vivía en el futuro, del otro lado del charco. Encontraba casi cada día sus mensajes al despertar. Ella decía que trataba de guardarme días bonitos. A veces adelantaba lecturas y me esperaba para comentar. Era unas horas más vieja que yo. Le encantaba recordarme que tenía ventaja porque yo entraba más tarde al año nuevo, lo que me dejaba más margen para cumplir los propósitos apuntados los primeros días de enero, que igual ninguna de las dos alcanzaba jamás.

La imagino guardando todo y dejando puesto el cartelito para desinfectar el puesto de trabajo. La veo bajando por el ascensor con el entrecejo arrugado, con hambre de comida tardía española de jornada intensiva y, a la vez, con el estómago contraído. Luego caminar al parking con la mochila, el bolso, el móvil y los latidos a todo volumen. Restregarse gel entre los dedos por quinta vez y, por fin, quitarse la mascarilla para respirar y conducir.

Me contó entre el ascensor y los semáforos sobre su miedo a la eficiencia, a la recesión, a su edad, sus padres, el alquiler, el seguro médico… Yo le mandé una mierda en forma de cono, con ojos muy abiertos y dientes muy blancos. Sonriente. Ella no estaba relajada, pero el del otro coche sí. No vio la luz roja y siguió.

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