Existe un lugar en el mundo que solo unas pocas personas pueden presumir de haber visitado, aunque con toda seguridad, el verbo presumir no sea el más indicado.
Aparentaba cierta tranquilidad, como si estuviera a punto de entrar en alguno de los destinos turísticos anunciados en cualquier agencia de viajes, solo que aquí no hay turismo, las únicas personas que entran en este apretado rincón del planeta son cooperantes internacionales o periodistas. No pensó mucho en ello, estuvo normalizando la situación como medida de seguridad, una estrategia involuntaria ideada por su inquieto cerebro.
Perdió la cuenta de los interrogatorios y minuciosos controles por los que le hicieron pasar. El primero tuvo lugar en un edificio con aspecto de terminal de un pequeño y poco frecuentado aeropuerto. Cuando la agente fronteriza le llamó, su voz se envolvió de la resonancia que habita en los lugares vacíos. Mientras sus pasos le acercaban a ella, el sonido de su nombre aún se mantenía en el aire.
—¿Qué es lo que vienes a hacer aquí? — le preguntó en un perfecto inglés mientras sus ojos marrones se clavaban fijamente en los de él sin apenas pestañear.
Conseguir el visado catalogado de especial no resultó nada fácil. Fue un proceso tedioso y complejo, meses de papeleos y semanas esperando una respuesta que llegó tan solo hacía cuarenta y ocho horas. Ahora todo dependía de su respuesta y de que aquella mujer, carente de sonrisa, diera su visto bueno.
—Vengo a realizar talleres para mujeres a través de Mundubat, la ONG con la que trabajo.
Temía que la mentira se reflejara de alguna manera en su rostro y que ella, experta como era en interpretar microexpresiones, se diera cuenta de ello. Por eso trató de no desviar la mirada, ni tocarse una oreja o rascarse el cuello. Tampoco tragó saliva ni apretó los labios mientras esperaba, deseoso, que estampara el sello en su pasaporte. Lo que no sabía era que para que eso pasara, aún le faltaban unos cuantos controles que pasar, tanto civiles como militares.
—Puedes continuar —dijo al tiempo que le devolvía el pasaporte y la demás documentación.
Al final de la sala le esperaba un escáner de rayos X y un meticuloso registro de su equipaje. Miraron cada bolsillo e inspeccionaron todas y cada una de las costuras. Le devolvieron la mochila toda revuelta, con sus cosas tiradas sobre la cinta transportadora, sin ningún respeto ni cuidado a la hora de hurgar entre sus pertenencias. En ningún momento se le pasó por la cabeza protestar.
Un militar le pidió el pasaporte, se lo entregó junto al resto de papeles que tanto trabajo le había costado reunir. Era un hombre de facciones duras y ángulos rectos. Hablaba con una autoridad que le pareció excesiva.
—¿Dónde has nacido? ¿En qué año? ¿Qué lugares has visitado en el país? ¿Qué has venido a hacer aquí?
Tenía muy bien aprendida la coartada y a base de repetirla, él mismo terminó por creérsela. El hombre le devolvió el pasaporte y le entregó otro papel que añadió a los demás y por fin, abandonó el edificio y salió al exterior.
Lo primero que hizo fue coger aire. Parecía que se hubiera olvidado de respirar durante el tiempo que estuvo ahí adentro. Le hubiera gustado sentarse, descansar unos minutos antes de enfrentarse a los controles del otro lado fronterizo, pero obedeció a la inercia que le marcaron sus pies y continuó caminando. Lo hizo durante un kilómetro por tierra de nadie, entre alambradas que soportaban afiladas cuchillas de afeitar, alejando todo intento, si es que lo hubiese, de trepar por encima de ellas. Los altos y gruesos muros prolongaban una sombra a lo largo del camino hasta el siguiente puesto de control. Todo era gris y polvo; el silencio dejaba lugar a las peores cavilaciones. En ese momento, bajo la atenta mirada de los vigilantes armados situados en lo alto de las torres de control, recordó la historia que Nour le había contado unos días atrás. De un solo disparo le atravesaron las dos piernas mientras se fumaba tranquilamente un cigarrillo en la azotea de su casa.
Siguió caminando, sin mirar atrás, hasta el siguiente puesto de control. El ambiente era sobrecogedor. Todo estaba desolado, tal y como lo estaba al otro lado de la frontera, pero aquí, las infraestructuras eran, si cabe, aún más pobres y deficientes. Se dirigió a una ventanilla situada bajo un sombreado construido con cuatro postes y un trozo de tela viejo y entregó su documentación a través de los barrotes que le separaban del funcionario. Tras unos instantes, este le indicó el lugar al que tenía que dirigirse, un contenedor oxidado que habían habilitado como oficina.
Ni los interrogatorios, ni los controles a los que acababa de someterse, ni tampoco los vigilantes de las torres de control fueron los que hicieron que tomara consciencia de la realidad a la que acababa de entrar. El detonante fue ver la cantidad de furgonetas de las Naciones Unidas y Médicos Sin Fronteras
que se encontraban aparcados frente a la oficina a la que tenía que acceder. Le trajeron de golpe al lugar en el que se encontraba. Más que un paso fronterizo, parecía que estaba en una trinchera. Los sacos de arena amontonados unos sobre otros le recordaban a los escenarios bélicos que había visto en decenas de películas.
Esperando dentro del destartalado contenedor lo que iba a ser el último trámite administrativo, sentado al lado de un miembro de Hamas, no pudo evitar hacerse la siguiente pregunta:
“¿Qué pinto yo aquí?”
Le devolvieron el pasaporte y obtuvo el permiso para acceder a la mayor cárcel a cielo abierto de la historia.
Allí le esperaba Arfan, la persona que se iba a convertir en su sombra durante toda su estancia en la tristemente famosa Franja de Gaza.
—Bienvenido Alex —le dijo —aquí todo el mundo está impaciente por ver tu espectáculo de payaso.
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