-Yo creo que, si estamos en democracia, todo el mundo tiene derecho a manifestarse – aseveró Marina, en un rapto de lucidez esporádico.

-Está bien-asintió Esteban-pero permítanme usar una frase trillada: “mi derecho termina cuando empieza el del otro”.

El coloquialismo que reina en las mesas familiares se trasladaba al ámbito laboral.

Todos los almuerzos se disfrazaban de opulentas trivias de conocimiento fugaz.

La sabiduría aplicada a la coyuntura vernácula espetaba la siguiente conclusión: quien más noticias lograba repasar en quince minutos, ganaba.

Este ejercicio narcisista conlleva la insoportable participación de todos los comensales.

Desventaja de los espacios reducidos: no hay escapatoria, todos los mensajes son dirigidos hacia uno y todo lo que uno dice interpela al resto por igual.

-¿Quién dice qué cosa está bien y qué cosa está mal? A mí me parece que no estaban haciendo nada malo… fue una protesta inofensiva y la reacción del Estado, desmedida-sugirió Ricardo, queriendo poner paños fríos al debate.

-Para eso está la Ley…¡que aprendan a respetarla!-interrumpió Esteban, casi dejando entrever algún símbolo patrio escondido debajo de su cárdigan gris.

La heladera continuaba siendo asaltada por los últimos en llegar. Los aderezos yacían por doquier. Las servilletas, tal vez el bien más preciado en situación de comilona multitudinaria, jugaban a crear formas en las mentes dispersas.

A la hora de la siesta, en este trabajo, se come.

A la hora de la siesta, lo que duerme es el razonamiento.

Pervive el bastardeado sentido común. El objetivo máximo es ganar una discusión. Como programa televisivo con ínfulas culturales.

De eso se trataba: de ganar. Aunque el premio fuera un gajo extra de mandarina.

Imponer una postura sobre otra es el sueño húmedo de los conservadores. Es el hombre de la bolsa de los progresistas flexibles. Cuando de creencias se trata, conviene esquivar la furia de los seres humanos.

Disminuir a cenizas el argumento del adversario de turno y perpetrar un baile triunfal sobre su tumba. Podría ser la sinopsis de aquellos diálogos que nada tienen de fundamentales.

Montones de epitafios mentirosos, improvisados, se presentaban justo cuando el último eructo omitido anunciaba la retirada.

¿Quién podía estar tan atento a las vicisitudes de la vida cotidiana como para poder opinar de todo?

Para él, eso era una empresa imposible. Consideraba que a lo largo de siglos de educación estancada en el Medioevo se había endiosado la opinión como herramienta retórica en pos de la explicación de los acontecimientos mundiales.

Él prefería leer mucho y actuar poco.

Escuchaba más de lo que hablaba. Y así pasaba desapercibido.

No podía decir abiertamente que las ideologías son para los idiotas, que los aporreos son necesarios para contener a las masas subversivas, que la espera de un mundo mejor es lo que mantiene a las clases bajas con esperanza, ergo, ocupadas.

Estaba parado, apoyado en la mesada de mármol frío, cabizbajo.

Con la punta del zapato intentaba limpiar los pisos de cerámica gris: disimulaba colaborar con los menesteres higiénicos.

Orejeaba las muecas de los oyentes y analizaba los gestos de los enunciantes.

De vez en cuando sonreía para sí mismo, con el miedo propio de quien en realidad quiere esconder sus acciones.

Mostrar los dientes en plan pícaro e insolente (dado el tenor de la charla en la mesa del almuerzo aledaña), podía generar un llamado de atención furtivo.

Decidió levantar la vista. Tiró los mocos para adentro de su nariz y se la frotó con los dedos, en una acción conjunta y veloz.

Se incorporó venciendo a la leve curvatura de la espalda.

Chisporroteaban algunos huesos de cordero en el horno microondas.

-Nosotros, desde acá, no vamos a cambiar nada-cerró Ricardo, esta vez para siempre, la compuerta del pensamiento.

Suspiro generalizado, documentales de National Geographic, chismes locales e indignaciones generales en torno a las nuevas tarifas del estacionamiento urbano.

Cuando por fin pudo sentarse a comer, desafió con los codos haciéndose lugar. Los demás ya estaban por el último bocado.

Una inquietante sensación de saciedad flotaba. Las miradas desencontradas afectan mucho más que un inquisidor.

-Así que…no van a hacer nada–dijo mientras sopaba el pan en la grasa, con la maña de quien no quiere dejar caer una gota fuera del plato–digo…tanto discurso, tanta elocuencia…para luego levantarse y continuar su rutina. Es un poco conformista–dijo mientras le guiñaba un ojo a Esteban.

-¿Y qué pretendés que hagamos?–se quejó adustamente Marina.

-Vos elegís pensar eso–soltó él–y está bien. Te admiro. Escupir tanto veneno con tanta liviandad acá y esta noche poder dormir en paz, es digno de admiración–dijo haciendo una mueca con la boca.

Marina se quedó sin palabras. Esas charlas no tenían devoluciones que implicaran confrontación.

Él sacó el revólver.

Reluciente como copa de cristal publicitaria, letal como flecha de indígena despojado.

Temblaba desde el mango hasta el final del silenciador.

El asfixiado grito de sus compañeros no inmutó su rígido rostro.

El blanco yeso de las paredes que los rodeaban era testigo del enmudecido temor que se apoderaba de sus cuerpos.

Los repasó desde la mirilla.

Gozó con sus temblores, transpiraciones y su oportuna taquicardia.

Respiraban agitados quienes hacía instantes definían el rumbo del país, y eso a él le causaba fascinación.

Le pertenecían en un extraño juego de toma y daca: sentimientos reprimidos estallando desde lo inesperado.

Se pasó la lengua por los labios para recolectar las últimas migas.

Parpadeó varias veces para vencer el letargo de la determinación más honesta.

Mentalmente, confeccionó el mensaje que cada familia recibiría.

En puntitas de pie, esquivando su arduo trabajo de limpieza, se abrió paso hasta la silla de la que colgaba su abrigo. Ahora le serviría para pasar desapercibido entre las gotas de lluvia que golpeaban el cielorraso con intensidad y atenuaban la reverberación de los estallidos.

Tomó su bolso y abrió la puerta con cuidado. Miró hacia arriba, entrecerrando los ojos.

Salió apurado para que el agua no le arruine la paciencia.

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