Pedro bosteza sin dejar de contemplar con asombro a Julia, su compañera. Julia, que hoy llega un par de minutos más tarde que él. Julia, que le mira y le obsequia con su ancha sonrisa.
Lo que más sorprende a Pedro no es la increíble belleza de esa expresión ya conocida, sino la sinceridad del gesto. La amabilidad. La felicidad. La satisfacción escondida detrás de esos labios. Julia es feliz y eso, a Pedro, le parece totalmente imposible.
Sentado en su incómoda silla y tragando su café aguado, Pedro la mira desconcertado.
Julia está contenta cada mañana. Entra a la oficina, apaga la música del móvil y avanza, con paso lento pero decidido hasta su mesa de trabajo. Da un rodeo para llegar, antes se para a saludar a cada uno de sus compañeros:
Hola Juan, buenos días. (sonrisa) Cristina, ¿cómo estás? (sonrisa) Buenos días Marina, ¿qué tal el concierto de tu hijo? (sonrisa)
Se para, pregunta, sonríe, escucha la respuesta y, lo más sorprendente, tiene interés. Julia se acuerda de los nombres de todos, de sus problemas, sus sueños, los acontecimientos de sus ordinarias vidas. Julia pregunta. Quiere saber más cosas sobre esas personas.
Personas que Pedro no ha mirado a la cara. Personas insignificantes. Mano de obra. Como él. Otro engranaje en esa máquina que constituye la empresa. Una simple pieza. Que si no funciona se puede reemplazar.
Esas piezas prescindibles, para Julia son su familia. Todos son importantes. Incluso Pedro.
Pedro la observa cuando se quita la chaqueta dejándola delicadamente en el respaldo de su silla, cuando coge su taza de café y se va hacia la cocina. Silbando. Alegre. La observa cuando se pone los auriculares, se ajusta el micrófono, y empieza con la primera llamada. Escucha su voz saludando amablemente al posible cliente. Julia sonríe, para la clientela. Sonríe, aunque no puedan verla.
Pedro siente un desconcierto inmenso dentro de su pecho. No la entiende. Ese mismo trabajo rutinario y vacío que está acabando con su salud, es para Julia una fuente de alegría. Ese puesto que a él le provoca apatía. Que le obliga a despertarse media hora antes cada mañana porque sabe que sus piernas se paralizarán, justo delante del cruce del semáforo. Se quedará inmóvil, observando de lejos su oficina. Su mente empezará a divagar entre ideas depresivas. Sus rodillas no responderán. No será hasta al cabo de unos largos minutos cuando el claxon de algún coche lo despertará de su oscuro trance y volverá en sí, avergonzado de haber deseado ser atropellado por un automóvil para no tener que ir a trabajar. Entonces, avanzará con la mirada baja intentado apartar de su cabeza su antiguo sueño de llegar a ser escritor. Se sentará en su silla, puntual, sin saludar a nadie. Con la sensación de estar atrapado en medio de un rebaño de patéticos conformistas con la absurda tarea de realizar un sinsentido de llamadas a personas que tienen cosas mejores que hacer que perder el tiempo escuchando a un desdichado intentando venderles algo que no necesitan.
La tristeza invadirá a Pedro después de cada llamada. Y cuando levante la cabeza de su pantalla la sonrisa de Julia le deslumbrará. Obligándole a entrecerrar los ojos mientras la mira y se pregunta por qué ella es tan feliz en su misma pésima situación.
Día tras día, Pedro no podrá dejar de sentir curiosidad por Julia. Una curiosidad que a veces se convertirá en pena. O en desprecio. Que no le permitirá trabajar. Que le obligará a observarla continuamente. Una curiosidad que le provocará inquietud, o compasión o incluso, aunque él no lo reconozca, envidia.
Pedro la contemplará con asombro y duda todos y cada uno de los días en los que coincidirán en esa pequeña oficina. Sin atreverse a formular preguntas. Absorto y distraído, sin prestar atención al trabajo. Sin llegar nunca a descubrir por qué Julia es feliz.
Julia es feliz porque esté trabajo es su segunda oportunidad.
Hace nueve meses se despertó aún borracha, mareada por el olor de su propio aliento. Abrió los ojos y los tuvo que volver a cerrar. La luz del sol en sus retinas pareció cegarla. Pero rápidamente los volvió a abrir, para comprobar asustada que esa figura que la miraba con decepción, asombro, frustración y tristeza, no era otra que la de su madre.
El teléfono sonando de madrugada la había sacado de la cama. Había descolgado temblando, porque ya se sabe que las llamadas a esas horas solo son para comunicar malas noticias. Un policía le había explicado que la alcohólica de su hija estaba entre rejas después de haber organizado una pelea de esas que incluyen sillas volado por los aires, en el bar de siempre. Esa hija que un año antes había perdido la custodia de su hijo en el divorcio. Que había sido una joven profesional de éxito felizmente casada antes de sucumbir a los encantos de su jefe. La misma que de pequeña le pedía magdalenas con chocolate cuando estaba triste y se acurrucaba a comer en su cama dejándose acariciar el pelo. La que había sido su niña estaba tumbada en su sofá, apestando a alcohol y vómito, mirándola con los ojos hinchados y la expresión avergonzada.
Gracias al amor de su madre y muchos meses de terapia, Julia tiene ahora trabajo. Gracias a su nuevo empleo, Julia está ahora luchando para recuperar el derecho de poder ver a su añorado hijo. Gracias a su segunda oportunidad, Julia tiene esperanzas y sonríe, porque es feliz. Porque ya no está sola. Tiene a su madre y a sus compañeros, un techo y trabajo.
Pedro la observa hoy sin saber nada de eso.
Nunca lo sabrá. No tendrá valor ni tiempo para preguntar. Pronto lo echaran. Y entonces, entenderá que vivir sin trabajo es muy duro. En la soledad de su piso añorará el empleo que tanto odiaba, las estúpidas llamadas, el café aguado, su incómoda silla, añorará incluso sus conformistas compañeros.
Pero sobretodo añorará la sonrisa de Julia.
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