Esta semana, en la librería, se me acercó una señora pidiéndome recomendación literaria para una adolescente a quien no le gusta leer.
A la cabeza me sobrevino este primer pensamiento: «Entonces, no fuerces porque es probable que el resultado sea peor y acabe por detestar los libros» y le siguió este otro: «Podría darme una pista sobre los gustos de la persona en cuestión y nos ahorraríamos tiempo ambas». Sin embargo, la conversación que había iniciado conmigo misma se vio interrumpida por su insistencia en la ayuda que me pedía. «Lo ha pasado muy mal. Va al psicólogo desde hace bastante tiempo y no quiere salir de casa, así que quiero algún libro entretenido».
De manera inmediata deseché lo que había pensado en un primer momento, como si fuera un aspirador recogiendo toda la basura que sobra en la moqueta sucia que estábamos pisando, tan rápidamente, que sólo acerté a decir: «Entonces necesita ser salvada por un libro. Uno. Aunque sea UNO».
Lo dije, como quien en un momento dado verbaliza un «te quiero» sin pensar, quitándose las manchas negras de petróleo que inundaban su interior al pronunciar la «o» final. Como quien cuenta un secreto a un señor mayor en un banco y después se marcha con la angustia ya fuera y dando gracias a aquel viejo, en la distancia, por haber sido el muro de sus lamentos.
Lo dije y añadí después: «A mí también me salvaron», como un pobre que comparte un pedazo de pan con otro pobre porque sabe lo que es pasar hambre, con el petróleo ya desecho y el muro hecho pedazos.
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