«Hay que imaginarse a Sísifo feliz»

Albert Camus

Eran las 5 am cuando intentaba, de manera ineficaz, dar con el botón correcto para desactivar el despertador. Tenía varias ideas inutilizando mi capacidad de raciocinio, pero atiné a empezar por buscar mis pantalones. Los necesitaba para salir de allí, y para pagar a quien yacía con su cuerpo desnudo sobre mi cama. Al revisar mi billetera, comprobé que llegaba justo al precio acordado. Haciendo balance, la noche anterior había gastado todos mis ahorros en otra colección de libros sobre mitología griega y una cita con Adonis, dando como resultado el plan del día: iría a la fábrica, continuaría siendo el operario 3743.

Ya en la fábrica, el vigilante miraba indolente cómo hacía mi trabajo. Era la desesperante celebración de mi vigésimo aniversario haciendo la misma tarea, una vez tras otra, siempre con el mismo tormentoso libreto parlanchín:

Se te va a caer toda esa agua, decía. Y yo corregía el cubo y cerraba el grifo. No eches tan rápido el saco de sal, exigía. Y yo me enlentecía. Agita bien la mezcla, ordenaba. Y yo zarandeaba. Coloca bien las etiquetas, insistía. Y yo abofeteaba las botellas en el lugar exacto, para que se leyese claro: Agua de mar.

Así, todos los días.

Ya faltaba poco, lo recuerdo. Mi angustiada espalda delató mi edad, crujiendo de tal forma que todos la pudimos escuchar. El vigilante solo me observó, no dijo nada, para desaparecer entre toda la maquinaria. Al volver, acompañado de un muchacho parecido a Albert Camus, me dijo una sarta de palabras inservibles. Yo solo comprendí que tenía que enseñarle al joven Camus todo lo que sabía acerca de fabricar nuestra milagrosa agua de mar. Y que el operario 3743 tenía los días contados.

Para terminar, cuando el vigilante me dio el dinero de aquella jornada, otra vez permaneció callado. ¿Qué se hace cuando tu jefe deja de decirte “hasta mañana”?

El caso es que, entre las horas de trabajo, y las infaltables horas extras, estuve de regreso a casa a las 18:21 horas.

Para cuando eran las 21:33, había hecho una reconfortante meriendacena y leído sobre lo absurdo de la existencia, así que ya no tenía nada más que hacer. Era solo yo. ¡Solo yo! Y no el operario 3743.

Pero sucedió entonces, sucedió de nuevo. El televisor suplicaba mi atención. Volví a ver lo poco que me había pagado el vigilante, así que me prometí gastarlo todo esa noche solo con lo que estrictamente pareciese un buen negocio. Hasta que pusieron el programa que buscaba. Eran las 22:11.

Una guapa presentadora gritó de inmediato la gran pregunta:

¿Cuál es el nombre del personaje de la mitología griega, cuyo castigo es empujar cuesta arriba una gran roca, para que al poco de llegar a la cima se caiga al principio, teniendo nuestro personaje que volver a empezar?

Quien la respondiese primero, se llevaría 250 euros en efectivo. Casi lo mismo que gano con una semana de trabajo en la fábrica, pensé.

Maldije en voz alta, desesperado. Era la primera noche que estaba seguro de saber una de las respuestas de mi concurso favorito.

Después de dudar un instante, me puse a buscar el teléfono entre todo el desorden angustiante que tengo como hogar. Apenas tuve el aparato entre mis manos, le di dos besos suplicantes para luego marcar el número que aparecía en pantalla.

Esperé. Una máquina inoperante respondió, avisando del costo de la llamada. Silencio. Esperé otra vez. Y volvía la máquina con la misma cantaleta…

Así transcurrían los minutos, tan inservibles como eternos, hasta que escuché la voz de la presentadora.

Por un acto reflejo, vi la hora. Era casi medianoche. No sé por qué, pensé inútilmente que tal vez hubiera sido mejor idea irme a la cama.

En lugar de eso, solo respondí a la pregunta:

Sísifo… El personaje se llama Sísifo.

Entre aplausos, la presentadora me felicitaba. Luego me preguntó de dónde era, en qué trabajaba, y no sé qué más. Yo solo tenía cabeza para pensar en mi premio.

Me pasaron con un tipo de voz nasal, casi infantil, que me pidió los datos de mi cuenta bancaria. Accedí, encantado. Es algo en lo que ya tengo mucha práctica.

Al colgar, encendí de inmediato mi portátil. Ingresé en la página web de mi cuenta bancaria y, en efecto, habían depositado el premio de 250 euros.

Pero también había un cobro reciente. Una empresa llamada Concursos S.A. me había quitado, exactamente: 250 euros.

Apagué todo entre golpes infructuosos. Vi por última vez la hora antes de irme a dormir un poco. Ya había empezado un nuevo día. Y ya existía un plan: tenía que ir a la fábrica, tenía que volver a empezar como el operario 3743. O por lo menos intentarlo.

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