Saco el móvil del bolso porque me llama otra vez mi madre:
—Hola, mamá, ¿qué quieres?
—Me he olvidado de decirte que la vecina, Pura, ha muerto esta mañana.
—Ya lo sé. Me lo has dicho hace cinco minutos cuando me has llamado.
—¿Ah sí?, no me acordaba, perdona, hija. Bueno no te molesto más que estás trabajando. Adiós.
—Adiós, mamá.
Después de colgar el teléfono mi mente empieza a cavilar y me traslado hace tres meses a la consulta del neurólogo cuando fui con mi madre: «A pesar de tener setenta y cinco años, el ictus no le ha afectado a la movilidad del cuerpo y podrá hacer una vida normal, pero con medicación» dijo el doctor. «Una vida normal», afirmo y me echo a reír. El día que fuimos a urgencias porque a mi madre no le salían las palabras de la boca y porque tenía una parte de la cara paralizada, algo se rompió dentro de ella. A partir de aquello la mujer alegre y llena de energía que una vez a la semana iba a la peluquería a peinarse, que nunca salía a la calle sin llevar las uñas pintadas, que se iba a pasear con otras viudas y de excursión con la INSERSO, desapareció por completo.
«¿Dónde está mi autentica mamá?», me pregunto; no obtengo respuesta.
Desde que sufrió el ictus tiene lagunas en el cerebro y me repite las mismas cosas cincuenta mil veces. Camina muy despacio como si en cualquier momento pudiera romperse, y tuviera que recomponer las piezas de su esqueleto. Sus ojos no brillan como antes y parece que llame a gritos a la muerte para que vaya a buscarla y se la lleve con mi padre. Cuando está en casa nunca abre las persianas ni las ventanas porque no quiere ver el sol; dice que le provoca migraña. Se pasa todo el día sentada en el sillón del comedor viendo programas en la tele y desea que el día acabe lo antes posible.
Como un acto reflejo apago el ordenador y subo a Recursos Humanos y les pido la excedencia por tres meses. No me ponen ningún obstáculo y me voy directa a casa.
—¿Qué haces aquí a estas horas?—me pregunta mi marido, Jaime.
—He pedido la excedencia en el trabajo—le respondo sabiendo lo que me dirá.
—¿Que has hecho qué, Silvia?
—Lo que has oído. Es por mi madre. Tengo que ayudarla. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras ella se apaga día a día. Por lo menos tengo que intentarlo.
—Justo ahora que nos hemos comprado una casa nueva. Te recuerdo que fuiste tú quien insistió en que nos mudáramos. Por los niños, dijiste, para que tuvieran cada uno su propia habitación.
—Lo sé, te prometo que solo serán tres meses.
Después de discutir con mi marido e intentar disuadirle de que tres meses sin mi sueldo podremos aguantar, consigo convencerlo.
La mañana siguiente apunto a mi madre a clases de aquagym en la piscina municipal del pueblo, sin que ella se entere. Le compro el bañador, las chancletas, el gorro de natación, el albornoz y lo meto todo dentro de una bolsa de deporte. La llamo por teléfono y se lo digo, pero me pone muchas excusas para no ir. No acepto un no por respuesta y le manifiesto que iré a buscarla a las doce y que esté preparada. Cuando llego a su casa veo que aún lleva puesto el pijama y que ni tan si quiera se ha peinado. Nos peleamos y la amenazo que si sigue con aquella actitud no tendré más remedio que ponerla en una residencia. Aunque sabe que nunca lo haría, parece que lo de la residencia la hace reaccionar. Se cambia de ropa en un santiamén y cuando está lista nos dirigimos a la piscina municipal. Va a la clase de aquagym y al cabo de una hora, cuando se acaba, me dice que le ha gustado y que si mañana podrá volver. Le respondo que sí porque la he apuntado todos los días de la semana. Por la tarde le pido hora a la peluquería para que se tiñe las numerosas canas del pelo y para que le hagan un corte moderno. La voy a buscar y me dice que está cansada de la clase de aquagym y que prefiere quedarse en casa. No desisto y la obligo a ir a la peluquería. A regañadientes me hace caso. Cuando sale de la peluquería parece otra; es como si se hubiera quitado diez años de encima. Después nos vamos a un salón de belleza y las dos nos pintamos las uñas. Al salir mi madre sonríe, y yo al verla me siento feliz.
—Gracias, hija, por este día tan maravilloso que me has regalado.
—Una flor no hace verano—le respondo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si mañana sigues como hasta ahora, el día de hoy no habrá servido para nada. Mamá, si tú te lo propones todos los días pueden ser así de bonitos. ¿A que te sientes mejor?
—Sí, pero solo un poco.
—Paciencia, mamá. Juntas lo vamos a conseguir. Tenemos tres meses por delante.
Ese día al volver a casa me encuentro al vecino cotilla de la escalera y me pregunta:
—¿Qué no trabajas, hoy?
—Sí, trabajo cuidando a mi madre. Es un trabajo no remunerado, pero muy gratificante.
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