Llego a casa cuando restan unos minutos para que el sol se oculte. Mis pies parecen reventar por la faena del día, el calor que produce las botas de caucho y el deforme terreno recorrido. Me ciento junto a la estufa de leña y retiro, con un poco de esfuerzo, las botas que parecen formar una segunda piel, siento alivio, pues pareciera que este calzado era todo el peso que cargaba y una vez mi cuerpo vuelve a su temperatura normal, tomo un baño. Mientras cae el agua fría a mi cabeza y desciende a los pies, le brindo especial cuidado y más tiempo a mis manos que están manchadas con la baba que despide el grano, cuando está muy maduro. Retiro el mugre depositado entre mis uñas, que en realidad es un abono natural; pues fue formado al descomponerse los elementos del ambiente, como las hojas secas, palos secos y desecho de las aves. Mi esposa ya ha servido en un pocillo grande, agua de panela caliente y una arepa de maíz amarillo, ceno y a dormir. Antes de ir a trabajar, preparo los alimentos que he de consumir en el descanso al medio día, mientras mi esposa organiza los uniformes de los niños, revisa sus útiles escolares y asea baños y sala. Es casi cómo madrugar a realizar una rutina de ejercicios que darán fortaleza para ejecutar mis labores recolectando café. Es un ritual cocinar lo que he de llevar y preparar mi primer alimento del día, mi desayuno; genera una mezcla de emociones que aceleran el corazón para dar la fuerza necesaria a un nuevo comienzo. Ya todo preparado, mi estómago recargado y mis pensamientos frescos y dinámicos; inicio mi caminata a las montañas que tardará una hora y treinta minutos a las afueras del pueblo. Al llegar levanto mi sombrero en señal de saludo a los cafeteros y como muestra de servicio en lo que requieran, así como una benia a la naturaleza por los frutos que nos brinda. Una vez dentro de los cultivos, inicio la cosecha grano a grano, comenzando desde abajo cerca al tallo y rodeo la planta de tal manera que no quede una rama con un solo grano de café maduro. La humedad que deja el rocío de la madrugada en cada hoja, rápidamente enfría mis manos hasta bajar la temperatura de todo mi cuerpo.
Veo venir a una hermosa mujer con una vasija humeante y revestida de hollín que dejan las brasas de la madera sometida al fuego. Se acerca, me pide hacer una pausa y bajar la canastilla en la que reposan cientos de granos de café ya maduros. Saca de una mochila un par de pocillos de porcelana, ella toma uno y me pide extender mi brazo, (temblaba), abrir mi mano y tomar el otro. Vierte el líquido que contiene la vasija humeante en mi pocillo y en el suyo, dios!. Levantó la mirada al cielo y doy gracias por el fruto de mi esfuerzo, olvido la distancia que recorro todos los días, el dolor en mi espalda y manos, la humedad en mi ropa y la angustia que se apodera de nuestras vidas, cuando llegan las tempestades con truenos y rayos. El más delicioso café que me llena de vida, calienta mi cuerpo y me hace feliz, ha transformado mi buen trabajo por el mejor.
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