Todos necesitamos un proposito

Todos necesitamos un proposito

Maria planillo

09/06/2019

TODOS NECESITAMOS UN PROPÓSITO

Trabajar es tener una vida. Sin trabajo no hay vida. Trabajar no es sólo el trabajo.

Dos días importantes en la vida de cada uno son: el día que naces y el día en que encuentras tu propósito. Nací el doce de septiembre de 1977, una fecha insignificante para muchos o quizás no para todos; y diez años más tarde encontré el sentido de mi vida, que no era otro que trabajar. Con esa edad realizaba tareas sencillas para la familia, lo que viene a llamarse encargos. Estaba siempre disponible. En el momento justo. Observaba mucho y conocía perfectamente las necesidades y debilidades de los demás. Primero de mi familia luego del mundo entero. Tengo un interés profundo por la sociedad en general. Aunque contrariamente soy un marginado. Soy capaz de estar en una sala llena de gente y aun así sentirme solo.

Conforme más hacía, más me gustaba hacerlos. Para mí no suponía ningún esfuerzo, al contrario, me daba una profunda satisfacción, y se convirtió en mi razón de ser. Progresé como un cohete, física e intelectualmente y me convertí en un chico atractivo aunque bastante áspero. Mi habilidad con los problemas numéricos hizo que con trece años todo mi barrio acudiera a mí. Se corrió la voz de que había ayudado a alguien a librarse de hacienda y desde entonces: familiares, amigos de mis padres, vecinos, los dueños de los comercios más cercanos e incluso el párroco. Todos ellos ponían sus finanzas en mis manos. Fueron buenos años, todos ganábamos. Las propinas ya no lo eran, recibía sobres cerrados que se amontonaban sobre mi mesa. Como no tengo mucho apego por las cosas materiales, con aquel dinero ayudé a mis padres y poco más.

Con dieciséis años las paredes de mi habitación no estaban forradas de héroes de películas, grupos de música o fotos de amigos; tan solo colgaba el calendario fiscal. Ingresé en la universidad y me mudé al centro de Madrid.

La gente brillante como tú no tiene problemas para encontrar trabajo, me dijeron al acabar la universidad. Lo que no me explicaron, es que el trabajo me haría ir por caminos que no existen. Y que por cada decisión que tomara, habría un universo. Todos decían que estaba en la cima. Pero no era cierto. Trabajaba para malas personas y era desgraciado en extremo. Así que abandoné mi trabajo. Pero trabajar era lo único que me separaba de la locura. Tenía los nervios y el cerebro tan excitados que estaba a punto de desvariar. Había tenido suficiente éxito laboral como para retirarme a un lugar casi inaccesible, donde viviría en perpetua bonanza. Pero el trabajo era mi vida y no podía vivir sin mi vida.

Soy de esas personas a las que los hobbies les esclavizaban. Necesitaba trabajar, prestar servicios a otras personas, era como esas mascotas que se sienten útiles cuando su dueño les lanza una pelota. Para mi trabajar era la única forma de sentirme libre de verdad, porque las personas como yo sólo seguimos las órdenes de una persona y esa persona soy yo mismo, lo cual, les aseguro resulta muy cruel. Me encontraba en el limbo de la vida sin trabajar. Sufrí una enajenación pasajera hasta que decidí presentarme a aquella entrevista por salud mental. Quién me iba a decir que ese día sería el tercer día más importante en mi vida.

Me encontraba en la puerta de entrada del hotel donde se celebraba la entrevista. El sol rebotaba en la fachada blanca del edificio hasta cegar mi vista. Entré con el brazo sobre mis ojos. Soy muy sensible al sol. Cuando por fin conseguí abrirlos de nuevo ya dentro, en el hall del hotel, un hombre allí plantado alzó su brazo y me indicó que me acercara con un gesto. Me entregó un formulario y el lugar donde se celebraba la entrevista. Suite Mozart, cuarto piso, izquierda, al final del pasillo.

La puerta estaba entreabierta, y bastó con llegar allí para oír un fuerte: Entre, por favor. Una silla solitaria enfrente de un tribunal de cuervos bien alimentados. Y al costado un hombrecillo de aspecto desaliñado, como el de una cama sin hacer que parecía tener la sangre de un Dios. Los hombres de negro comenzaron a hacerme innumerables preguntas. Todas ellas muy aburridas. Cuando ya parecía que la entrevista había llegado a su fin, me preguntaron a quién me parecía de mi familia. Les dije que era la sombra de mi estirpe y que quien no tiene sombra no tiene razón de ser.

Fue entonces cuando aquel hombre ajeno a este mundo levantó la vista de su cuaderno y me miró por primera vez a la cara. Inmediatamente me sentí con posibilidades de conseguir el trabajo. Él me miró sorprendido y esperanzado al mismo tiempo. La siguiente pregunta no era menos extraña. ¿Cree usted que los animales van al cielo? se notaba que el hombre que realizaba la pregunta se avergonzaba de hacerla. El proceso se ponía interesante, al menos aquel trabajo empezaba a despertar un profundo interés en mí. Yo les dije que si ellos no iban, tampoco quería ir yo. Y sin mediar palabra arrastraron sus sillas contra el suelo, se levantaron y abandonaron la sala, como si supieran que la entrevista se daba por terminada.

Sólo quedaba él. No sabía su nombre, pero sabía que era ÉL, el que había formulado esas preguntas. Sabía que era una buena persona, que además de los números, beneficios y dividendos de aquel conglomerado empresarial, le interesaba sobre todo el ser humano. Sabía que por fin había encontrado alguien de quien aprender. Aquel hombre se acercó a mí, estrechó mi mano y me dijo: Estás dentro. Y como si saliera de debajo del agua, tomé aire porque me estaba ahogando y volví a nacer.

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