No hay vacaciones de verano que valgan para un detective de antepasados. Al contrario. Nos suele gustar la temporada estival para llevar a cabo nuestras investigaciones. Las masas abandonan las ciudades, y los archivos, aunque no suelen estar a rebosar, se vacían. Y ahí es cuando nosotros entramos en acción.
Precisamente apretaba el calor de agosto cuando me presenté con mi libreta, una Moleskine de tapa dura, color negro y a rayas, una manía que adquirí ejerciendo mi otra faceta, la de periodista, en el ayuntamiento de un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. En ella llevaba apuntados cinco nombres. Cinco pistas para empezar a rastrear. Mi cliente quiso acompañarme. Al fin y al cabo era a sus antepasados a quienes íbamos a buscar.
Tras despistar a los treinta grados centígrados que se abalanzaban sobre los transeúntes por la calle, nos recibieron el alcalde del pueblo y uno de sus concejales. Nos preguntaron si conocíamos las fechas exactas de llegada al mundo de las personas que estábamos investigando. Como no era así, para abrir boca nos sacaron los libros de nacimientos del pueblo durante el siglo XX y nos instalaron en la sala de juntas.
Cuando mi cliente vio aquellos libros con aquellas enrevesadas letras le vi dibujado en el rostro el más puro arrepentimiento por haberse ofrecido a desempeñar el papel de auxiliar de detective. Pero ya era tarde. El «parto» había comenzado y él debía ayudarme a traer a sus ancestros de vuelta al mundo.
Lo cierto es que ninguno de ellos se hizo de rogar demasiado. A pesar de que algunos datos con los que contábamos, previos a la búsqueda, eran erróneos, fueron apareciendo sin problema, uno tras otro. Llegamos hasta donde se podía llegar escalando en el árbol por la rama directa.
Hay que tener en cuenta que por muy bien que vaya, un parto es un parto. Aunque sea un parto metafórico y aunque los nacidos no sean tales, sino más bien regresados del más allá. Da igual. El caso es que en aquella salita, rodeados de antiguos legajos, mi cliente y yo estábamos sudando la gota gorda.
Pero al final encontré al ancestro más anhelado, el que había propiciado esta búsqueda, ese que salía en las conversaciones de todas las sobremesas de las nochebuenas de la familia. Siempre hay un personaje de esos en cada historia familiar.
En este caso el mirlo blanco era el bisabuelo de mi cliente, quien hizo su entrada triunfal al Planeta Tierra vía Castilla-La Mancha en la primavera de 1893. Dimos con Desiderio, que así se llamaba, haciendo las cuentas de la vieja con la edad con la que constaba que había tenido a Martina, la mayor de sus hijas y abuela materna de quien contrató mis servicios.
El afortunado papá de la criatura, Mariano, fue mesonero en una posada que existió «extramuros de esta villa» a finales del siglo XIX y hasta algún punto del XX. La exhausta mamá, Fernanda, aparecía como dedicada a sus labores. Traduzco: ama de casa, madre y mesonera también. Un tres en uno.
– ¿Sabías que en tu familia tuvieron una posada? – le consulté a mi cliente.
– Algo me quiere sonar… ¿Lo pone ahí? Madre mía, si parece arameo – me contestó.
– Justo aquí. – dije señalando con el dedo en el documento. – A ver si logro descifrar el nombre de la posada…
Lo intenté un rato pero no hubo forma. A veces una palabra se te cruza y no logras ver qué pone. Me ha pasado más de una vez que luego la vuelves a mirar, pasados unos días, y se te aparece en todo su esplendor y claridad, sin lugar a dudas, y te preguntas cómo fuiste incapaz desde el primer momento de verla. Gajes del oficio. Por eso decidí descifrarla más tarde, comparando las grafías en casa más tranquilamente.
Estaba a punto de dar carpetazo al libro que estaba consultando y ya me disponía a recoger, puesto que los progenitores del bisabuelo Desiderio eran naturales de otros pueblos y allí había poco más que rastrear. Antes de cerrar el libro eché un vistazo, llamadlo curiosidad, a la siguiente partida de nacimiento. Mi mirada fue a parar, de entre aquella marabunta de letras, a dos palabras que estaban en el centro del documento: Posada Cantera.
Las casualidades no existen, así que posé mis ojos en el nombre del protagonista de aquella partida. Era otro hombrecito, se llamaba Miguel y se apellidaba igual que Desiderio. Eran hermanos gemelos.
Ahora sí, el parto había terminado. Fernanda ya podía sujetar orgullosa a sus dos hijos, uno a cada lado, apostada en un viejo jergón de paja en la pequeña estancia que compartía con su marido en la Posada Cantera. Esta vez sí que entendí la palabra a la primera. Mariano, mientras, daba mosto por vino a los posaderos a pocos metros de donde su mujer acababa de dar a luz, tan ensimismado como estaba pensando en si ya habría sido padre. La jarrita de vino se la tuvo que tomar él cuando le contaron que en vez de uno había tenido dos vástagos.
– Mariano, no te pases, – le dijo uno de los parroquianos de su posada, un joven que se hospedaba allí desde hacía unos días – Deja ya el vino, que como se te suba a la cabeza y veas doble, te vas a pensar que en vez de dos chiquejos has tenido cuatro.
Los congregados estallaron en carcajadas y brindaron por los nuevos inquilinos de la Posada Cantera.
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