Somos como los cerdos

Somos como los cerdos

Fede Cba

29/05/2019

Reynaldo se frota las manos, las junta haciendo un ademán como si fuera a rezar y las acerca a su boca, para calentarlas con su aliento. Respira profundo, tratando de armarse de coraje, y empieza a pedalear. El sol, tímidamente, intenta asomarse sobre la silueta de la gran urbe, pero a estas horas de la madrugada la noche y la helada lo cubren todo.

Avanza despacio, evitando pisar la escarcha que podría hacerlo resbalar y caer de su bicicleta. No por miedo a terminar en el suelo, sino por temor a las consecuencias que ese evento tendría en sus finanzas familiares. Un obrero de la construcción sabe perfectamente que solo cobra por los días trabajados. Al estar empleado en negro, si se enfermara o tuviera un accidente no obtendría ingresos.

Reynaldo es consciente de su cruda realidad laboral, como así también de la crisis económica actual. A pesar de no haber terminado ni siquiera sus estudios primarios, aprendió por experiencia propia el significado de palabras como inflación, corrida del dólar o el riesgo país. No sabría explicar académicamente cada uno de estos términos, pero conoce el impacto que tienen en su vida, y en la de sus seres queridos. No recuerda haber sostenido con sus propias manos uno de esos billetes verdes, de los que tanto se habla en estas latitudes, pero sí ha sufrido las consecuencias de sus subidas y bajadas.

Sigue avanzando hacia la obra en construcción, moviendo sin parar sus piernas, mientras su cabeza va rumiando los problemas cotidianos. No pedalea a su trabajo por la moda saludable de estos días. Lo hace para poder ahorrarse el gasto del viaje. Nadie en su sano juicio utilizaría este medio transporte antes del amanecer. Es un trayecto de casi una hora, de noche, con temperaturas bajo cero en esta época del año. Lo elige simplemente para que ni su hijo, ni su esposa tengan que hacerlo. Para que ellos sí puedan seguir viajando más cómodamente.

Mientras continúa cruzando calles, y la ciudad empieza a despertarse, no puede parar de repasar mentalmente todo el esfuerzo realizado para llegar a este punto. En un intento de romper el círculo de la pobreza, emigró solo de su tierra natal, recalando en este gélido país, que asomaba como la oportunidad más factible. Vivió en un cuarto de pensión, durante once meses, hasta que finalmente pudo juntar la plata para traer a su esposa e hijo.

—¡Tanto sacrificio para nada! —pensó internamente, pero sentía como si lo estuviese gritando a todo pulmón.

Al llegar, ata la bicicleta a un costado de la entrada, saluda a sus compañeros y se queda hablando con Carlos, como todas las mañanas.

—¿Te enteraste lo que pasó con la viuda de Chiapero? —comenta su colega, mientras comienzan a subir por los andamios.

—No, no escuché nada. ¿Qué pasó?

—La arreglaron con buena guita, para evitar el juicio por el accidente de su marido. Tenían miedo de que les paren la obra, si se llegaba a armar un problema grande.

Hacía referencia al último accidente fatal en el edificio, ocurrido ya casi dos semanas atrás. El Rengo Chiapero murió en el acto, dentro de la obra, al desmoronarse una losa sobre su cabeza.

—Al menos la familia va a estar bien, ¡bah, económicamente!. Seguro que si les dabas a elegir, preferirían seguir teniendo al Rengo, antes que la guita.

Reynaldo seguía sin responder, así que Carlos decidió proseguir con su monólogo.

—¿Al final viste que tengo razón?. ¡Acá adentro somos como los cerdos, valemos más muertos que vivos!

Seguía sin contestar, tratando de asimilar la nueva información. Asintió con la cabeza, por simple cortesía, y le hizo señas de que iba a seguir subiendo, para llegar a su puesto y comenzar con sus tareas. El inicio de la jornada siempre lo mantenía ocupado. El trabajo físico distrae, evita que la mente siga adentrándose en un laberinto de preocupaciones sin sentido.

Llegó al undécimo piso, lugar que le había asignado el capataz, y se dispuso a iniciar su día. Se colocó el casco, que hasta entonces traía bajo el brazo. Luego, procedió a enganchar la eslinga de seguridad a su arnés. En ese momento notó que la soga estaba gastada, deshilachada, por el uso excesivo.

Miró por los alrededores, buscando un reemplazo en mejores condiciones, y viendo que no había otra de sobra procedió a probar su resistencia. Para de verificar que soportara su peso, tomó la soga con ambas manos y la tensó con todas sus fuerzas, balanceando todo su peso en el sentido contrario al anclaje de la misma.

De forma casi inmediata, escuchó escuchó cómo se rasgaba y se fue de espaldas al piso. Se reincorporó rápidamente, y se quedó sentado sobre la losa. Tomó la cuerda entre sus manos, la cual seguía enganchada a su arnés, y analizó el extremo donde se había cortado.

—¡Los años de uso que debe tener esto, para desgastarse así!. No invierten en nada, lo ven como un simple gasto más —se dijo a sí mismo.

Inmediatamente se le vino a la cabeza lo que le acababa de contar Carlos, sobre la indemnización de la viuda del rengo. Se levantó del piso y se acercó al borde del piso. Se puso de costado, perpendicular al límite del edificio, y flexionando levemente la pierna derecha se asomó por el abismo.

— ¡Somos como los cerdos! —dijo en voz baja.

Giró sobre sus piernas, dándole la espalda al precipicio, abrió sus brazos en forma de cruz y se dejó caer.

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