En todo el mundo hay cosas diferentes. Lo sabía pero no imaginaba que incluso en el mismo país cambiarían las cosas. Pero lo aprendí, y de la mejor manera, una inolvidable que ahora cuento como bella anécdota.
Ser psicóloga nunca fue mi sueño, ni siquiera me lo hubiera planteado si no debiese haberla elegido luego de quedarme fuera de mi elección.
Había soñado con ser médico, había trabajado arduamente por ello, pero no fue suficiente, así que decidí tomar otra carrera en lo que podía hacer mis trámites de nuevo.
Elegí psicología porque era la que más se acercaba a medicina, según yo, entre mis tres opciones más cómodas, en una universidad más cerca de casa que la facultad de médicina.
Elegí estudiar otra carrera pensando en no ponerme a trabajar y engancharme en la vida que era buena ganando dinero.
Lo había visto antes, se daban un año para trabajar antes de estudiar y luego no estudiaban porque era mejor seguir en lo que hacían. No quería eso, quería un título, quería ese cuadro bello en mi consultorio médico. Pero no pasó, y no me quejo casi nunca.
En fin, las circunstancias no me permitieron hacer el cambio deseado así que, de médico frustrada, pasé a ser psicóloga resignada y, en algún punto, le tomé gusto a la profesión. La carrera lo hizo por mí, me ayudó a crecer profesional y personalmente, me hizo una persona bastante parecida a lo que siempre quise ser: una buena profesional que ayudaba a curar el dolor de los demás.
Sin embargo, el crecimiento no termina cuando uno tiene el título colgado en la pared, lo supe cuando comencé mi trabajo en esa fundación que nos llevaba a los lugares más recónditos del país a trabajar con los habitantes de las comunidades en enseñarles a trabajar en pro de su salud integral.
Conocí entonces todo lo que nunca creí conocería, y perdí tantos miedos como ni siquiera nunca supe que tenía. Hice todo lo que jamás imaginé, y no me molestó lo incómodo y difícil que a veces fuera.
Vivir con desconocidos, en lugares en medio de la nada, y sin muebles, era justo lo que yo llamaría incomodidad. Pero no la odié.
Antes de dejar mi ciudad y mi estado, pensaba que los mexicanos no eramos tan diferentes entre nosotros, a pesar de que les había escuchado hablar en diferentes acentos y visto en muchas de sus presentaciones. Sin embargo, las diferencias nunca fueron tan notorias hasta que me tocó vivirlas en carne propia.
«Aquí tras lomita» dijo la mujer que pretendía entrevistar y me invitó a acompañarla a la pizca, actividad que jamás siquiera había visto. Y no vi.
Caminamos cerca de una hora en empinada y me rendí a medio camino. La «lomita» estaba demasiado lejos para una de zapatos, como me decía el psicólogo de la comunidad en que hacía mis prácticas. Él señalaba mucho la diferencia entre las psicólogas de las comunidades y yo.
Vivíamos de costa a costa, era obvio que eramos diferentes. Aunque también lo estaba notando hasta ese momento.
Todo era diferente, las costumbres, la forma de hablar, la manera de actuar y, sobre todo, la comida. Nada extrañé de casa como la comida de mamá.
Pero éramos mexicanos todos, y todos estábamos en nuestra tierra, así que esas diferencias eran aceptables en cierta medida, nada me sorprendía demasiado, en realidad. Aunque no diré que no había cierta sensación de satisfacción en aprender de ellos, incluso admiré a muchas personas por sus esfuerzos.
Pero había más cosas diferentes, o eso creí cuando los niños de la comunidad me convidaron de sus cultivos.
«En mi casa tenemos erizos, y también naranjas chinas. ¿Quiere un poco, psicóloga?» ofrecieron algunos niños.
Me costaba decirles que no, a pesar de que siempre tuve mis reservas a las cosas diferentes. Pero, ¿cómo te niegas a lo que ofrecen cuando es muestra de su agradecimiento?
«¿Erizos como animales?» pregunté imaginando ese bicho puntiagudo.
Los chicos se rieron de mí y aclararon que era una verdura que, a pesar de sus explicaciones, no logré imaginar y no pensaba me fueran a gustar. Pensaba que aceptarlos sería desperdiciar, y no quería hacer algo como eso con lo que tanto trabajo les había costado obtener.
Pero, al final, accedí porque el psicólogo me alentó a aceptar su buena voluntad, y porque las naranjas chinas me causaban curiosidad. Entonces, a la tarde siguiente, minutos antes del programa, llegaron los niños con un par de bolsas transparentes con una verdura verde que yo conocía, y con una fruta naranja que también conocía.
«Estas son las naranjas chinas, y estos los erizos» explicaron y me puse a reír.
«En mi tierra —dije—, estas son mandarinas y estos se llaman chayotes» señalé.
Eso fue una conmoción, en realidad conocía lo que pensaba que no, en realidad no eramos tan diferentes como a ratos pensaba, pero tampoco eramos tan iguales, al parecer, y, a partir de ese momento, comenzamos a buscar las cosas que se llamaban diferentes de región a región.
Era una enorme satisfacción poder convivir y aprender de ellos, pero el tiempo terminó, igual que mis prácticas, y debí volver a casa y trabajar en mi propio módulo comunitario, enseñando sobre cuidados a la salud a los que hablaban y decían todo como yo, extrañando a ratos a los que, luego de mí, quisieron venir a visitar mi San Juan, ansiando por el día en que volvería a pasar dieciséis horas de camino para llegar hasta el Llano que tanto extraño.
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